sábado, 28 de noviembre de 2009

Los Cantos de Maldoror (I)


Conde de Lautréamont
(Isodore Duchase)
(Montevideo, Uruguay, 1846-París, Francia, 1870)


Cantos de Maldoror (fragmentos)
Canto Primero

Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. Entonces, qué
grato resulta arrebatar brutalmente de su lecho a un niño que aún no
tiene vello sobre el labio superior, y, con los ojos muy abiertos,
hacer como si se le pasara suavemente la mano por la frente, llevando hacia atrás sus hermosos cabellos. Inmediatamente después, en el momento en que menos lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, pero evitando que muera, pues si muriera no contaríamos más adelante con el aspecto de sus miserias. Luego se le sorbe la sangre lamiendo las heridas, y durante ese tiempo, que debería tener la duración de la eternidad, el niño llora. No hay nada tan agradable como su sangre, obtenida del modo que acabo de referir, y bien caliente todavía, a no ser sus lágrimas, amargas como la sal.

Hombre, ¿no has probado nunca el sabor de tu sangre cuando, por azar te has cortado un dedo? Qué buena es, ¿verdad?, pues no tiene gusto alguno. Además ¿no recuerdas haberte llevado un día, entre lúgubres reflexiones, la mano, como profunda copa, a tu enfermizo rostro mojado por lo que de tus ojos caía; mano que luego se dirigió fatalmente a tu boca, para beber a largos tragos, en esta copa, temblorosa como los dientes del alumno que mira de soslayo a quién nació para oprimirle, las lágrimas? Qué buenas son ¿verdad?; pues tienen el sabor del vinagre.
Diríanse las lágrimas de la que más ama; pero las lágrimas del niño tienen mejor paladar. Él no traiciona, al no conocer todavía el mal; la que más ama acaba traicionando tarde o temprano…Lo adivino por analogía, aunque ignoro lo que sea amistad o amor (es probable que nunca los acepte; al menos viniendo de la raza humana). Así, puesto que tu sangre y tus lágrimas no te disgustan, aliméntate, aliméntate confiadamente con las lágrimas y la sangre del adolescente. Véndale los ojos mientras desgarres sus palpitantes carnes; y, tras haber escuchado durante largas horas sus sublimes gritos, parecidos a los hirientes estertores que lanzan en una batalla los gaznates de los heridos agonizantes, entonces, tras haberte apartado como un alud, saldrás corriendo de la vecina alcoba y fingirás acudir en su ayuda.

Le desatarás las manos de hinchados nervios y venas, devolverás la vista a sus extraviados ojos, lamiendo de nuevo sus lágrimas y su sangre. ¡Qué auténtico es entonces el arrepentimiento! La chispa divina que brilla en nosotros, y que tan raras veces se muestra, aparece; ¡pero demasiado tarde! Cómo se conmueve el corazón al poder consolar al inocente a quien se ha hecho daño; "Adolescente que acabas de sufrir crueles dolores; ¿quién ha podido cometer en ti un crimen que no sé cómo calificar? ¡Infeliz! ¡Cuánto debes de sufrir! Y si tu madre lo supiera, no estaría más cerca de la muerte, tan aborrecida por los culpables, de lo que ahora estoy yo.
¡Ay!, ¿qué son pues el bien y el mal? ¿Son acaso una misma cosa con la que damos, rabiosamente testimonio de nuestra impotencia y de nuestra pasión por alcanzar el infinito, aún con los medios más insensatos? ¿O son dos cosas distintas? Sí… Mejor que sean una sola cosa… pues, de lo contrario ¿qué sería de mí el día del juicio?
Adolescente, perdóname; ha sido el que está ante tu rostro, noble y sagrado, quien te ha quebrado los huesos y desgarrado las carnes que penden en distintos lugares de tu cuerpo. ¿Es un delirio de mi razón enferma, es un instinto secreto que no depende de mi razonamiento, como el del águila que desgarra su presa, lo que me ha llevado a cometer tal crimen?; ¡y, sin embargo he sufrido tanto
como mi víctima! Adolescente, perdóname. Una vez abandonada esta vida pasajera, deseo que permanezcamos abrazados por toda la eternidad; que formemos un solo ser, con mi boca pegada a la tuya.

Ni siquiera así mi castigo será completo. Me desgarrarás, entonces,
sin detenerte nunca, con tus dientes y tus uñas a la vez. Adornaré mi cuerpo con perfumadas guirnaldas para este holocausto expiatorio; y ambos sufriremos, yo al ser desgarrado, tú por desgarrarme …con mi boca pegada a la tuya. Oh adolescente de rubios cabellos, de tan dulces ojos, ¿harás ahora lo que te aconsejo? Quiero, a tu pesar, que lo hagas, y así complacerás mi conciencia". Tras haber hablado así, habrás hecho daño a un ser humano y, al mismo tiempo, serás amado por él: es la mayor felicidad que pueda concebirse. Más tarde, podrás llevarle al hospicio; pues el tullido no podrá ganarse la vida. Te llamarán bueno, y las coronas de laurel y las medallas de oro ocultarán tus pies desnudos, sembrados en la gran tumba, al anciano rostro. Oh tú, cuyo nombre no quiero escribir en esta página que consagra la santidad del crimen, sé que tu perdón fue inmenso como el universo. ¡Pero yo sigo existiendo!"
***
Un conde triste como potencia maldita
Por Enrique Acuña

¡París cambia! ¡Pero, nada en mi melancolía
Se ha movido! palacios nuevos, andamiajes, bloques,
Viejos arrabales, todo para mí vuélvese alegoría,
Y mis caros recuerdos son más pesados que rocas.

Las letras del siglo XIX se tiñen de bilis negra, humus fértil para el romanticismo como respuesta artística. Lord Byron cuasi gótico viene de morir en la guerra cuando escribía su Don Juan como auto-biografía. Baudelaire coquetea con el mal y se hace obra de arte él mismo como dandy mientras capta en el spleen melancólico y en la alegoría como tropos literario, la recuperación de una perdida original.

En ambos giros Walter Benjamin observa el modo spleen como "sentimiento que corresponde a la catástrofe en permanencia" dónde la alegoría es la comedia de un duelo. Es época de la tristeza como valor en potencia. La alegoría, dice Germán García en Macedonio Fernández –la escritura en objeto-, es un tratamiento de la ausencia que en tanto procedimiento de escritura intenta recuperar un objeto perdido.

Con ese horizonte de la melancolía de moda, arriba a París Isidore Ducasse, adquiriendo el seudónimo de Conde de Lautréamont. Nació en Montevideo en 1846 en momentos del sitio de Rosas con el paisaje de una ciudad incendiada, de ahí la homofonía de su seudónimo Lautreamont con “el-otro-mont-evideo”. Adolescente, visita la ciudad de Córdoba donde encuentra a su tío Ducasse, a quien recita sus versos. De eso dice Pichon Rivière: “Durante la última entrevista que tuve con Lozada Llanes –un paciente del Hospicio de las Mercedes que se suicida- me relató ya en tren de confidencias que Isidore visitó a sus parientes de Córdoba alrededor del año 1868 y que había llevado los originales de Los Cantos de Maldoror para leérselos. Parece que la lectura produjo una gran indignación y fue tal la gravedad del caso que se consultó al confesor de la familia. Lozada Llanes añadió que los originales habían ido a parar a la iglesia de Santo Domingo y que posiblemente fueron quemados”. Comenta Diego Tatian en un diario de Córdoba: “Leyenda o realidad, imaginemos la escena. Un muchachito de 22 años lee en la sala más amplia de una casona sita en Castro Barros al 114 -hoy funcionan allí una clínica y un negocio de repuestos para motocicletas-, frente a parientes apenas conocidos, fragmentos como: “Mi poesía consistirá en atacar al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no hubiese debido engendrar esa carroña”.

A los 21 años ya en Francia publica sus Cantos… y fallece de “muerte dudosa” en París también en llamas por el sitio de la guerra, cuando Rimbaud aún no escribía Una temporada en el infierno. La generación francesa de 1914 subió a Lautreamont como bandera satánica y a su texto como maldito. Para la crítica de León Bloy “blasfemias de un libro monstruoso”, quien lo desacredita como alienado. Luego retorna en el movimiento surrealista hasta el extremo de parecer como ideal del Manifiesto de André Bretón. Así comienza la construcción de la leyenda de un libro al que valdría la parodia de Manuel Puig en su título: “Maldición eterna a quien lea estas páginas”.

Los Cantos, cual conde vampiro, desembarcan en la América que lo habían gestado por la traducción de Rubén Darío quien reniega de ellos, según critica la escritora platense Aurora Venturini (6). Dice Darío: un libro diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso. En Argentina llega a incidir en un joven Leopoldo Lugones en 1897 cuando escribe su poema Metempsicosis, donde los oropeles de Maldoror retornan:

(…) y había un mar, pero era un mar eterno, / dormido en un silencio sofocante/ como un fantástico animal enfermo. / Sobre el filo más alto de la roca/ ladrando al hosco mar, estaba un perro.

De ahí en más, su influencia sobre el grupo Dadá que mas tarde crearían las máximas que inspiraba el Manifiesto Surrealista con cierto manual de corrección estética, y ejemplos de los ideales que Breton recomienda como metáforas de Lautreamont :

“Bello como la ley de paralización del desarrollo del pecho de los adultos cuya propensión al crecimiento no guarda la debida relación con la cantidad de moléculas que su organismo produce” o “bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas.»

Tomado de http://www.descartes.org.ar

1 comentario:

Caosmos XiV dijo...

Acabo de descubrir este blog y pienso ser un lector habitual.

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char