sábado, 6 de marzo de 2010

Frenesí de las cigarras


Odysseus Elytis
(Creta, Grecia, 1911–Atenas, íb., 1996)







Veinticuatro horas para siempre

1
Al cambiar de lado durante el sueño te das cuenta de que amanece. Te levantas un momento para cerrar las ventanas, y al mismo tiempo te golpean la luz y el aire de la higuera de enfrente. Después te vuelves a acostar y con gula te hundes en el sueño. Ahora se siente el fresco. Te complace la sábana.

2
En la terracita que da al norte humean las tazas. Nadie habla. Sólo escuchas el masticar del pan tostado o el pequeño grifo de la cocina de junto. Tres o cuatro abejas van y vienen alrededor de la mermelada y la bandeja grande con fruta.

3
En el sendero empedrado que desciendes por la orilla para protegerte del sol. Frente a ti sube un campesino con dos mulas que jala del cabestro. En la primera abertura hacia el mar ves el fragmento de un barco que está detenido. Después, conforme avanzas, todo el pequeño puerto. En el muelle, en fila y atadas por sus cabos, las barcas vacías que se balancean.

4
Dentro del pequeño almacén, que huele a especias y a periódicos viejos. Dentro también Rinió, con su vestido rasgado. Sus pequeños pechos puntiagudos y su cabeza un erizo grande y asimétrico.

5
Izas la vela y te abres al mar. Si tienes viento a favor aflojas el cabo y avanzas recto, a toda vela. Si lo tienes en contra maniobras y tu pequeña embarcación salta como cabra salvaje.

6
Por momentos la espuma del mar en pleno rostro. Trepados en unas rocas, cinco o seis muchachos desnudos retozan y te hacen señas.

7
Echas el ancla y saltas fuera. Has encontrado un lugar entre las rocas que forma un escalón natural. Por ahí avanzas, te zambulles y nadas mar adentro, a veces con grandes brazadas, otras boca arriba. Al fondo las costas rojas y negras, aquí y allá con salpicaduras blancas.

8
Tratas de salir por el lado de la playa. Y he ahí de nuevo desde hace años la misma y conocida sensación: el ligero jadeo, la resistencia del agua en las piernas, un poco más arriba de la rodilla, y al final las gotas de agua que te escurren por la frente y se quedan suspendidas en las pestañas. En el aire una turbiedad, por el calor ardiente que hace. Pero detrás de ella, al fondo, inamovibles, los olivos.

9
Ahora has extendido tu toalla y tratas de acomodarte para que los guijarros grandes que sobresalen no te molesten la espalda. Con el sombrero de paja hundido hasta los lentes para el sol, te abandonas al ensueño, escuchas el plaf plaf de las pequeñas olas que rompen a tus pies, y a veces, entreabriendo los párpados, con miradas de soslayo, percibes los planos negros y rubios, las increíbles estrías verdiazules.

10
De regreso llevas contigo a tu amigo con las dos muchachas extranjeras. Él abre con un cuchillo los erizos que sacó durante toda la mañana. Ellas miran indiferentes. En los muslos desnudos, que parecen increíblemente grandes, una a una como perlas brillan las gotas de agua.

11
Sobre la mesa puesta: enormes besugos, enormes ensaladas de tomate y cebolla, enormes rodajas de sandía.

12
Tres de la tarde. Frenesí de las cigarras. En la habitación medio oscura andas desnudo, quemado por el sol, con una imperceptible excitación erótica que al final hace que te frotes sobre las gruesas sábanas tejidas. Giras de nuevo bocarriba y durante un largo rato miras el techo pintado con angelitos. Hasta que un sueño pesado te vence.

13
Llegan los postres, de tres tipos: dulce de cereza, de albaricoque, de berenjenas tiernas. Con muchos vasos de agua helada y cucharitas de plata en la bandeja. Al inclinarse Políxeni para dejarlos sobre la mesa baja, miras sus pechos desproporcionadamente pesados y blancos.

14
La calle, al dejar las últimas casas, continúa hacia arriba, siempre junto al mar. Desde aquí se ve diminuto un pesquero de arrastre que pasa remolcando dos barcas pequeñas. Ha amainado el viento. Todo es blanco y castaño. Huele a hierba quemada y el sol empieza a caer.

15
En el regreso decides pasar por la iglesia de San Focas. Para cortar camino atraviesas muchos huertos, sembradíos, cercas de piedra. Todo el interior tirita a la luz del único candil. En el mármol de la pequeña ventana, unas flores marchitas. Anochece.

16
En casa el parapeto aún se conserva caliente desde la tarde. Pero la luz disminuye sin cesar, y sin cesar aumenta el aroma del jazmín. El señor Pantelis ha desenrollado la manguera y está regando. También están regando en el jardín de junto. Esa agua es un agua bendita.

17
Más cerca o más lejos de ti, una por una se encienden las luces como luciérnagas. Después, de golpe, todas las luces de la calle. Te has apartado por un sendero. Detrás del molino en ruinas esperas fumando. El viento arrecia de nuevo. A lo lejos se escucha el rumor de las olas. De pronto ves una falda blanca venir directamente hacia ti.

18
Ese viento que agita la falda blanca une las palabras murmuradas, las ata. También los besos prolongados. Y los prolongados silencios. Algo eterno lleno de cosas del ahora, así, como si todo ocurriera por primera vez y para siempre. Hasta cierto punto camináis juntos, después os separáis. Te sientes ligero. Hay una fragancia en tu mano, como cuando la pasas sobre hojas de romero.

19
De regreso encuentras de nuevo las primeras casas esparcidas. Las mujeres están sentadas a la puerta. Otras les gritan a los niños que es hora de acostarse. Ellos juegan todavía y sus gritos son como si vinieran de lejos, muy lejos, tanto que el corazón se te encoge.

20
En la pequeña taberna, detrás de los carrizales, tus amigos. Algo fríen en la sartén. Huele a pescado y a pepino recién cortado. Miles de insectos se aglomeran en el foco grande que está sobre la mesa. Desde aquí el mar no se ve ni se escucha. Pero en todas partes lo sientes presente, detrás de los árboles, detrás de las cercas, de los campos de un color amarillo oro en la oscuridad. A veces, como a una señal, todas las voces se detienen a un tiempo. Entonces, invariables, monótonos, persistentes, se escuchan los grillos.

21
Pasada la medianoche, pero no tienes sueño. Lees: “Pero aún muerto, el griego no quiere separarse de la naturaleza: desea que su tumba tenga una rejilla para ver a través suyo a las golondrinas en la primavera y para escuchar en mayo el trino de los ruiseñores; y el marinero desea su tumba en la ribera del mar:
'para escuchar el aliento del mar y agitado el viento
para escuchar también a sus compañeros que dicen ¡ea!, ¡larga!'”.

22
Apagas la luz. Te desnudas en la penumbra. La luna ha llegado a la mitad de la habitación. Te mueves un poco como un fantasma, con movimientos muy lentos. Un ligero olor a insecticida llega del piso de abajo.

23
Levantas la cabeza: soledad y oscuridad. Nada más el faro en su sitio. Sin querer te concentras en él y cuentas: uno-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete-ocho-nueve- ¡paf! El primer giro. Y después de nuevo: uno-dos-tres- ¡paf! El segundo. Y después otra vez nueve, y después otra vez tres. Te sientes seguro como si alguien te cuidara.

24
Mientras el sueño te llega pasas de un pensamiento a otro. Amores, miedos, planes que no se realizaron, que esperas que se realicen, que sabes que muy probablemente no se realizarán; se confunden, se separan y se unen; son formas que fácilmente se disuelven y se vuelven a crear de otra manera, hasta que pierdes el hilo y te hundes en un vacío lleno de ladridos lejanos, chirriar de maderas, y a intervalos regulares, la voz de la lechuza.

Traducción de Francisco Torres Córdova
Tomado de Los convidados
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char