martes, 15 de noviembre de 2011

Créanme

LUISA FUTORANSKY
(Buenos Aires, Argentina, 1939)


La ristra


Con una ristra de ajíes en el muro se puede atravesar el invierno.

Hacer como que no existen los estragos del dinero, las arrugas ni la fatiga de vivir.

Con ella se pueden machacar derrotas. Y sentarse con aparente indiferencia en un banquito, la puerta entreabierta, desmenuzando en hebras finísimas la urdimbre de historias enrevesadas. Pieles y sudores afines con que neutralizar ejércitos hostiles.

Tarde o temprano los ángeles llegarán cargados de advertencias. O promesas. Con sus cuentas de diezmos a pagar. Que para eso están.

La rosa de los vientos, el firmamento, el ocaso en el alhajero de los chiles.
Aunque por la Sangre de Cristo, por Santa Fe y Taos falte el mar.
***
Reseña

Soy de otra parte, otro cuerpo, otro golfo

para que me entiendan
para que no me entiendan demasiado
por atajos y digresiones
escribo.
A mano limpia. A campo traviesa.

Vivo por circunloquios, espirales, pidiendo disculpas, permiso.
Demasiado.
Tropiezo, desentono, me repito,
adiciono prótesis, me encorvo,
heteróclita, minuciosa, descuidada
descartando a manotazos, boqueando
con notas a pie de página
inverificables.

Desenraizada como tronco de plátano
a merced de la borrasca, puro cráter, pura fragilidad
sin saber echar raíces pero voy
poniéndome en escena, fuera de foco,
por lente cóncavo o convexo
nunca el del arco iris nunca el del amor correspondido menos furtivo.

El mínimo denominador común del dolor es universal
y su raíz cuadrada esta nuez, este rubí,
que aún alumbra, soberbio, secreto, aunque airado
la palma de mi mano.
***
Circería

A estos hombres
los transformé en versitos
y los confiné en libros y revistas
porque, con los tiempos
que corren, no es cosa
de andar encima procurándoles bellotas
ni margaritas, para los días
de guardar.

En cuanto al Ulises, ése, de Ítaca,
díganle que de áspides, sapos
y mastodontes como él
tengo llena la sartén.
Además, el juego (circense)
de las resurrecciones
no es más una especialidad mía.
Yo ahora, tejo.
Créanme.
***
CARTULINA DE LJUBLJANA


Ljubljana tiene un río. Más bien modesto si lo comparo con las
desembocaduras del Yangtsé o el Río de la Plata pero para río que no es de
desierto y se seca todo el año menos tres días en que arrasa todo porque la
arena le resbala por el lomo, está normal. Es río para coronarlo de puentes
breves y atravesarlos con paso de cruzar canal veneciano por pasarelas
románticas y otoñales.

Río poco navegable, me parece.

Me gustan las ciudades con nombres, dinero, consonantes y sonrisas
incomprensibles.

Desayuno con achicoria.

Las cañerías del hotel huelen raro, como mi vecino del avión. De golpe me
recuerda la ropa interior de algún amante. Ese olor entre húmedo y podrido
que sobrecoge a la lana una noche, como si la hubiera portado a cuestas un
siglo un fantasma y no se va nunca de la piel, jamás.

Parece, parece Praga, por el amarillo, el rosa desvahídos de crema pastelera
de la plaza y los castillos, pero sé que no estoy en Praga.

Chaparritos, los bolivianos en las ciudades del norte tocan el cuatro, el
charango, la quena. De preferencia los fines de semana y cerca de los grandes
almacenes. ¿Cómo llegaron con sus cuecas, sus agudeces, la quemazón de sus
caras de otros vientos y sus ponchos al centro de Ljubljana? ¿Cuando el
invierno arrecia dónde emigran? ¿Hacen nido con las cigueñas en los
campanarios del sur?

En la gran plaza del mercado muchos puestos venden velas. Cirios de
colores en plástico rojo, en vidrio blanco con cristos con corona de espinas y
sangrando. De todos los tamaños. Vírgenes menos.

Pimientos grandes y brillantes, bordeaux, bermellón, verde delicado en
guirnaldas, como oriflamas, como joyas. Bananas ensartadas.

Algunos repiten que las probaron recién después de la guerra, para mí los
sabores nuevos fueron kiwis, paltas, endivias y chirimoyas.

Ljubljana la de cera, miel y hierbas.

Cerca está Celje, quién sabe el castillo de la Bathory, digo quién sabe
porque las pronunciaciones y los mapas me intranquilizan.

No toda ruina sombría cobijó serial killers. Te concedo el beneficio de la
duda, Celje.

En un kiosko un racimo de hombres come arenques a las nueve de la
mañana, en otro lugar también del norte vi que se las deslizaban de la mano al
garguero, como las focas en el zoo, me parece que era un sábado en la calle
mayor de Estocolmo o de Rotterdam. Pero la gente no hace gracias.

No me acuerdo que soñé ni deseé en Ljubljana. Pero no estoy muy
segura.
En realidad no estoy segura de nada, salvo de respirar. A veces.
**
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char