jueves, 23 de abril de 2009

Como un caldero cascado


Extractos de La pasión de escribir
de GUSTAVE FLAUBERT
(Francia, 1821-1880)


Tantas veces le había oído decir estas cosas, que no tenían ninguna novedad para él. Emma se parecía a las amantes; y el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje. Aquel hombre con tanta práctica no distinguía la diferencia de los sentimientos bajo la igualdad de las expresiones. Porque labios libertinos o venales le habían murmurado frases semejantes, no creía sino débilmente en el candor de las mismas; había que rebajar, pensaba él, los discursos exagerados que ocultan afectos mediocres; como si la plenitud del alma no se desbordara a veces por las metáforas más vacías, puesto que nadie puede jamás dar la exacta medida de sus necesidades, ni de sus conceptos, ni de sus dolores, y la palabra humana es como un caldero cascado en el que tocamos melodías para hacer bailar a los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas.
de Madame Bovary***
Para aguantar todo lo que precisas, ángel mío, hazte una coraza secreta compuesta de poesía y orgullo.
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Lo que vuelve tan hermosas las figuras de la antigüedad es que eran originales: ahí está todo, el sacar de uno mismo.
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La comicidad llegada al extremo, la comicidad que no hace reír, el lirismo en la broma es para mí lo que más me seduce como escritor.
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El éxito no me tienta. Lo que me tienta es lo que puedo darme, mi propia aprobación; y quizás acabaré por prescindir de ella, como habría que tenido que prescindir de la de los demás. Así pues, traslada todo eso a ti, sobre ti. Trabaja, medita, medita sobre todo, condensa tu pensamiento.
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¡Camina, venga, no mires hacia atrás ni hacia adelante; pica piedras como un peón, con la cabeza gacha, latiéndote el corazón siempre, siempre!
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Hay que poner el corazón en el arte, la inteligencia en el comercio del mundo, el cuerpo allá donde se encuentre bien, la bolsa en el bolsillo y la esperanza en parte alguna.
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Me detesto y me acuso por esa demencia de orgullo que me hace jadear en pos de la quimera. Un cuarto de hora después, todo ha cambiado; el corazón me late de alegría.
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Todo el talento de escribir no consiste, después de todo, más que en la elección de las palabras. La precisión es la que hace la fuerza. En estilo es como en música: lo más hermoso y lo más raro que hay es la pureza del sonido.
Hay que leer, meditar mucho, pensar siempre en el estilo y escribir lo menos posible, sólo para calmar la irritación de la idea que exige tomar forma, y que se revuelve en nuestro interior hasta que le hemos encontrado una exacta, precisa, adecuada a ella misma.
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No ha dado tiempo a su ira para que se enfríe. Una vez más, no se escribe con el corazón, sino con la cabeza, y por bien dotado que esté uno, siempre hace falta esa vieja concentración que da vigor al pensamiento y relieve a la palabra.
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Lo que constituye la fuerza de una obra es el empalme, como se dice vulgarmente, es decir, una larga energía que corre de un extremo a otro y que no flaquea.
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Lea y no sueñe. Sumérjase en largos estudios; lo único que hay perennemente bueno es el hábito de un trabajo tozudo. De él se desprende un opio que embota el alma. He pasado por atroces hastíos, y he girado en el vacío, loco de aburrimiento. De eso se salva uno a fuerza de constancia y de orgullo.
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No hay un cretino que no haya soñado ser un gran hombre, ni un burro que, al contemplarse en el arroyo junto al que pasaba, no se mirara con placer, encontrándose aires de caballo.
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Amo el arte, y no creo en él. Me acusan de egoísmo, y no creo en mí más que en otra cosa. Amo la naturaleza, y con frecuencia el campo me parece estúpido. Amo los viajes y detesto menearme.
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El amor no es lo primero en la vida, sino lo segundo. Es un lecho en el que acuesta uno su corazón para relajarlo. Y uno no puede pasarse todo el día echado.
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Siempre soy sincero, y no puedes acusarme de haber mentido ni fingido un solo minuto, pues desde la primera hora, desde la primera palabra, dije todo eso; desde el bautismo anuncié el entierro.
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Yo le había dado el fondo. Usted quiere, además, lo de encima, la apariencia, los mimos, la atención, los desplazamientos, todo lo que me he matado tratando de explicarle que no podía darle.
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La idea de dar la vida a alguien me produce horror. Me maldeciría si fuese padre. ¡Un hijo mío! ¡Oh, no, no, no! ¡Perezca toda mi carne, y que no transmita a nadie el hastío y las ignominias de la existencia!
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Lo que temo no son los leones ni los sablazos, sino las ratas y los alfilerazos. La habilidad práctica de un ser inteligente consiste en saber preservarse de todo eso. Para ello, como en todo, hace falta arte, y sobre todo paciencia.
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El fondo de mi creencia es no tener ninguna. Ni siquiera creo en mí; no sé si soy idiota o ingenioso, bueno o malo, avaro o pródigo. Como todo el mundo, floto entre todo eso; mi mérito es, quizá, el darme cuenta, y mi defecto, el tener la franqueza de decirlo.
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Es fácil, con una jerga convenida, con dos o tres ideas en boga, hacerse pasar por un escritor socialista, humanitario, renovador y precursor de ese porvenir evangélico soñado por los pobres y por los locos.
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No son las grandes desgracias las que crean la desgracia, ni las grandes felicidades las que hacen la felicidad, sino el tejo fino e imperceptible de mil circunstancias banales, de mil detalles tenues, que componen toda una vida de paz radiante o de agitación infernal.
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Lo que a mí me parece lo más elevado del Arte (y lo más difícil) no es hacer reír ni llorar, ni ablandar o enfurecer, sino obrar al modo de la naturaleza, es decir, hacer soñar. Por eso las obras más hermosas poseen ese carácter. Son serenas de aspecto e incomprensibles.
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Me hablas de un terremoto en Livorno. Aunque abriera la boca al respecto, para dejar escapar las frases consagradas en semejante caso: "¡Es lamentable! ¡Qué horrible desastre! ¿Será posible? ¡Ay, Dios mío!", ¿devolvería la vida a los muertos y sus bienes a los pobres?
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Creo que la noche está hecha para un orden de ideas muy particular, distinto de aquel en que vivimos todo el día; es el momento de los suspiros, de los deseos, del recuerdo y de la esperanza; entonces es cuando, solo y despierto, el pensamiento flota a gusto entre cielo y tierra, como esas aves que viven en las nubes.
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He nacido hastiado; ésa es la lepra que me corroe. Me aburro de la vida, de mí mismo, de los demás, de todo. A fuerza de voluntad he acabado por adquirir el hábito del trabajo; pero cuando lo interrumpo, todo mi hastío vuelve a la superficie, como una carroña hinchada que exhibe su vientre verde y corrompe el aire que respiramos.
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Si alguna vez se enamora de ti un pobre muchacho que te encuentra hermosa, un chico como era yo, tímido, dulce, tembloroso, que te tiene miedo y te busca, te evita y te persigue, sé buena con él, no lo rechaces, dale solamente tu mano a besar; morirá de embriaguez. Pierde tu pañuelo, lo recogerá y dormirá con él; se revolcará encima, llorando.
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Me oriento hacia una especie de misticismo estético (si ambas palabras pueden ir juntas), y querría que fuese más fuerte. Cuando ningún estímulo nos viene de los demás, cuando el mundo exterior nos asquea, nos vuelve lánguidos, nos corrompe y nos embrutece, las personas honradas y delicadas se ven forzadas a buscar en sí mismas, en algún lugar, un sitio más limpio para vivir.
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Para tener talento hay que estar convencido de que se posee, y para conservar la conciencia limpia hay que colocarla por encima de la de todos los demás. El modo de vivir con serenidad y al aire libre es instalarse sobre una pirámide cualquiera, no importa cuál, con tal que sea elevada y su base sólida. ¡Ah!, no siempre es divertido, y se está muy solo; pero se consuela uno escupiendo desde arriba.

Cartas a Louise Colet. Madrid: Siruela. 1989

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char