EDITH WHARTON
(Nueva York, EE.UU., 1862-Saint-Brice-sous-Forêt, Francia, 1937)
LA EDAD DE LA INOCENCIA
(Fragmentos)
El quedarse de pie significaba que no quedaba nada más que decir, y Archer también se levantó de su sillón.
–Muy bien, haré lo que tú quieras que haga –dijo la condesa abruptamente.
La sangre coloreó el rostro de Archer y, sorprendido por la súbita rendición de la condesa, tomó torpemente sus manos entre las suyas.
–Lo único que quiero es ayudarte –dijo.
Se inclinó y apoyó sus labios en las manos de ella, que estaban frías e inertes. La condesa las retiró, y él se dirigió hacia la puerta, encontró su abrigo y su sombrero a la mortecina luz de la lámpara de gas del vestíbulo, y se sumergió en la noche invernal, estallando en la tardía elocuencia de los seres incapaces de expresarse en el momento oportuno.
***
Los siguientes dos o tres días se arrastraron con pesadez. El gusto de lo cotidiano sabía a cenizas en su boca, y hubo momentos en que se sintió enterrado vivo bajo el peso de su futuro.
***
El viento esparcía su cabello brillante como un alambre de plata sobre sus mejillas bronceadas, y también sus ojos parecían más luminosos, casi descoloridos en su limpieza juvenil. Caminando al lado de Archer con su paso cimbreante, su semblante mostraba la inexpresiva serenidad de una joven atleta de mármol. Para los tensos nervios de Archer esta imagen era tan sedante como el cielo azul y las lentas aguas del río. Se sentaron en un banco bajo los naranjos y él la rodeó con sus brazos y la besó. Era como beber de una vertiente a la que daba el sol; pero al parecer su abrazo fue más vehemente de lo que pensó, porque May se ruborizó y se echó hacia atrás como si la hubiera asustado.
***
La señal anunciaba que ya se divisaba la berlina que traía a la novia y a su padre; pero seguramente habría un largo intervalo de arreglos y consultas en el vestíbulo, donde ya las damas de honor revoloteaban como un ramo de flores de Pascua. Durante este inevitable lapso se suponía que el novio, presa de ansiedad, se mostraba solo a las miradas de los asistentes; y Archer había seguido resignadamente esta formalidad así como todas las demás que hacían de una boda de fines del siglo XIX en Nueva York un rito que parecía pertenecer al alba de la historia. Todo era igualmente fácil –o igualmente doloroso, según el criterio de cada cual– en el camino que se había comprometido a seguir, y había obedecido las instrucciones de su nervioso padrino con la misma mansedumbre que otros novios obedecieron al suyo en el día en que lo había guiado por el mismo laberinto.
Hasta aquí estaba razonablemente convencido de haber cumplido todas sus obligaciones. Los ocho ramilletes de lilas y blancos lirios del valle fueron enviados a tiempo, así como los gemelos de oro y zafiro de los ocho pajes de honor y el alfiler de corbata de ojo de gato del padrino. Archer había pasado la mitad de la noche tratando de variar el texto de su agradecimiento para la última partida de regalos recibida de amigos y ex amores; los honorarios del obispo y del rector se encontraban a salvo en el bolsillo de su padrino; su equipaje ya estaba listo en casa de Mrs. Manson Mingott, donde se realizaría el desayuno de boda, y también lo estaban el traje de viaje que se pondría para partir; y se había reservado un compartimento privado en el tren que llevaría a la joven pareja a su desconocido destino. El secreto sobre el lugar donde pasarían la noche de bodas era uno de los más sagrados tabúes del prehistórico ritual.
–¿Tienes el anillo? –susurró el joven Van der Luyden Newland, que no tenía experiencia en los deberes de un padrino, y estaba agobiado por el peso de su responsabilidad.
Archer hizo el gesto que vio hacer a tantos novios: con su mano derecha desenguantada palpó el bolsillo de su chaqueta gris oscuro, y se aseguró de que la pequeña argolla de oro (grabada en su interior: Newland a May, abril..., 187…) estuviera en su lugar; luego, retomó su actitud anterior, sosteniendo en su mano izquierda el sombrero de copa y los guantes gris perla con puntadas negras, y mirando hacia la puerta de la iglesia.
Arriba, la Marcha de Haendel subía pomposamente por la bóveda que imitaba la piedra, llevando en sus notas el descolorido ímpetu de las tantas bodas a las que, con alegre indiferencia, asistió desde esa misma escalinata mirando flotar por la nave otras novias hacia otros novios.
"¡Qué parecido a una noche de gala en la ópera!", pensó, reconociendo las mismas caras en los mismo palcos (no, bancos), y preguntándose si, cuando sonara la última trompeta, Mrs. Selfridge Merry estaría allí con las mismas inmensas plumas de avestruz en su sombrero, y Mrs. Beaufort con los mismos aros de diamante y la misma sonrisa, y si ya habría asientos de proscenio debidamente preparados para ellas en otro mundo.
Después de eso todavía hubo tiempo para revistar, uno por uno, los semblantes familiares de las primeras filas; el de las mujeres perspicaz, curioso y excitado; el de los hombres malhumorados por la obligación de tener que ponerse sus levitas antes del almuerzo y pelear por la comida en el desayuno de boda.
"Lástima que el banquete sea en casa de la vieja Catherine –se imaginaba el novio oír decir a Reggie Chivers–. Pero dicen que Lovell Mingott insistió en que lo cocinara su propio chef, de modo que tendrá que ser bueno si es que uno logra llegar a él."
***
Habían pasado cuatro meses desde ese día de verano que estuviera junto a madame Olenska; y desde entonces no la veía. Sabía que había vuelto a Washington, a la casita que alquilaran ella y Medora. Le escribió una vez, unas pocas palabras para preguntarle cuándo se encontrarían de nuevo, y ella respondió más brevemente aún: "Todavía no".
Desde entonces no hubo más comunicación entre ellos, y él había construido dentro de sí una especie de santuario donde ella reinaba entre sus pensamientos secretos y sus añoranzas. Poco a poco se convirtió en el escenario de su verdadera vida, en su única actividad racional; allá llevaba los libros que leía, las ideas y pensamientos que lo alimentaban, sus decisiones y sus fantasías. Fuera de allí, en el escenario de su vida diaria, se movía con un creciente sentido de irrealidad e insuficiencia, chocando con los prejuicios familiares y los puntos de vista tradicionales como un hombre distraído tropieza con los muebles de su propio dormitorio. Ausente, eso es lo que era: tan ausente de todo lo que era densamente real y cercano a los seres que lo rodeaban que a veces se sorprendía al notar que ellos aún creían que estaba allí.
***
Estaba tan bien situada, que, con sólo alzar la vista, Archer podía verla inclinada sobre el bastidor, con mangas hasta el codo que caían en volantes por los brazos firmes y redondos; en su mano izquierda brillaba el zafiro de compromiso sobre el ancho anillo de oro, y la mano derecha clavaba diligentemente la aguja en la tela. Sentada así, con la despejada frente iluminada por la luz de la lámpara, Archer se dijo con íntimo secreto desaliento que siempre sabría los pensamientos que había dentro de ella, que nunca, en todos los años venideros, lo sorprendería con un inesperado estado de ánimo, con una idea nueva, una debilidad, una crueldad o una emoción. Ella había gastado toda su poesía y su romance durante el corto noviazgo; la función estaba agotada porque había pasado la necesidad. Ahora ella simplemente maduraba como una copia de su madre y, en forma misteriosa dentro de su propio proceso, trataba de convertirlo a él en otro Mr. Welland. Dejó su libro y se levantó impaciente; y de inmediato ella alzó la cabeza.
–¿Qué sucede?
–Esta habitación está sofocante, necesito un poco de aire.
Había insistido en que las cortinas de la biblioteca debían deslizarse de un lado al otro en una barra, de modo que pudieran cerrarse de noche en vez de permanecer clavadas a una cornisa dorada, e inamoviblemente enlazadas sobre visillos de encaje, igual que en el salón; las corrió y empujó el marco de la ventana, inclinándose hacia afuera, hacia la noche helada. El simple hecho de no ver a May sentada junto a la mesa, bajo la lámpara, el hecho de ver otras casas, techos, chimeneas, de sentir otras vidas aparte de la suya, otras ciudades más allá de Nueva York, y un mundo entero más allá de su mundo, le limpió la mente y le ayudó a respirar con mayor facilidad. Después de estar asomado en la oscuridad durante algunos minutos, la escuchó decir:
–¡Newland! Por favor cierra la ventana. Te vas a morir de frío.
***
Cuando entró al salón antes de la cena, May estaba inclinada frente al fuego y trataba de obligar a los troncos a que ardieran en una desacostumbrada posición sobre inmaculadas baldosas. Las lámparas altas estaban todas encendidas, y las orquídeas de Mr. van der Luyden habían sido dispuestas notoriamente en varios receptáculos de porcelana moderna y plata cincelada. Todo el mundo comentó que el salón de Mrs. Newland Archer era un rotundo éxito. Una jardiniére de bambú dorado, en que prímulas y cinerarias se renovaban puntualmente, cerraba el acceso a la ventana saliente (donde los pasados de moda preferirían colocar una miniatura en bronce de la Venus de Milo); los sofás y sillones de brocado pálido estaban hábilmente agrupados alrededor de pequeñas mesas con tapetes de felpa y adornadas con cantidades de juguetes de plata, animales de porcelana y marcos floreados para fotografías; y algunas lámparas altas de pantalla rosada sobresalían como flores tropicales entre las hojas de palma.
–No creo que Ellen haya visto esta habitación enteramente iluminada –dijo May, levantándose enrojecida por su batalla con el fuego, y paseando la mirada a su alrededor con comprensible orgullo. Las tenazas de bronce que dejara apoyadas contra un costado de la chimenea cayeron con tal estrépito que ahogaron la respuesta de su marido.
***
–Curiosos esos muchachos que siempre quieren poner las cosas en su lugar. El que tiene los peores cocineros siempre dice que lo envenenan cuando come fuera. Pero dicen que hay razones apremiantes que justifican la diatriba de nuestro amigo Lawrence: esta vez se trata de una mecanógrafa, me parece...
La conversación pasaba por el lado de Archer como un río sin rumbo que corre y corre porque no sabe bien cómo parar. Veía, en las caras que lo rodeaban, expresiones de interés, de diversión y hasta de júbilo. Escuchaba la risa de los más jóvenes, y las alabanzas al Madeira de los Archer, que Mr. van der Luyden y Mr. Merry celebraban con aire pensativo. En medio de todo eso, estaba nebulosamente consciente de una actitud generalizada de cordialidad hacia él, como si la guardia del prisionero que él sentía ser estuviera tratando de suavizar su cautiverio; y la percepción aumentó su apasionada determinación de ser libre.
Al llegar al salón a reunirse con las señoras, su mirada se cruzó con los ojos triunfantes de May, en los que leyó la convicción de que todo había resultado a las mil maravillas. Se levantó de su asiento al lado de madame Olenska, y de inmediato Mrs. van der Luyden hizo señas a la condesa para que se sentara en un sofá dorado donde ella estaba instalada. Mrs. Selfridge Merry cruzó ostentosamente la sala para reunirse con ellas, y a Archer le quedó claro que también aquí se tramaba una conspiración de rehabilitación y olvido de culpas. La silenciosa organización que mantenía unido a su pequeño mundo estaba determinada a demostrar que jamás, ni por un momento, cuestionó la corrección de la conducta de madame Olenska, como tampoco la felicidad conyugal de Archer. Todas esas personas amables pero inexorables estaban resueltamente empeñadas en aparentar, unos a otros, que nunca escucharon, sospecharon, o siquiera concibieron como una posibilidad, la menor insinuación en sentido contrario; y de este tejido de elaborado disimulo mutuo, una vez más Archer concluyó que Nueva York creía que él era amante de madame Olenska. Captó el brillo de victoria en los ojos de su mujer, y por primera vez comprendió que ella compartía tal creencia. El descubrimiento provocó la carcajada de sus demonios internos, la que retumbó a pesar de todos sus esfuerzos por conversar del Baile Martha Washington con Mrs. Reggie Chivers y la joven Mrs. Newland. Y así transcurrió la noche, deslizándose como un río que ha perdido su rumbo y no sabe cómo parar...
***
Newland Archer estaba sentado ante el escritorio de su biblioteca en la calle Treinta y Nueve Este. Acababa de regresar de una importante recepción oficial por la inauguración de las nuevas galerías del Museo Metropolitano, y el espectáculo de aquellos dos grandes espacios en que se almacenaba el botín de todas las épocas, donde una multitud elegante circulaba a través de una serie de tesoros científicamente catalogados, oprimió de pronto un enmohecido resorte de su memoria.
–Pero si esto solía ser una de las viejas salas de Cesnola –oyó decir a alguien.
Y al instante todo se desvaneció a su alrededor, y se encontró sentado solo en un duro diván de cuero, apoyado contra un radiador, mientras una delgada figura envuelta en un largo abrigo de piel de foca se alejaba por la pobremente alhajada sala del viejo museo. La imagen despertó un sinnúmero de otras asociaciones, y miró con nuevos ojos la biblioteca que, por más de treinta años, había sido el escenario de sus solitarias meditaciones y de las confabulaciones de toda la familia.
Era el lugar donde sucedieron la mayoría de las cosas reales de su vida. Ahí su mujer, cerca de veintiséis años atrás, le había comunicado, con un ruborizado circunloquio que haría sonreír a las jóvenes de la nueva generación, la noticia de que tendría un hijo; y allí su hijo mayor, Dallas, demasiado frágil para llevarlo a la iglesia a mediados de invierno, había sido bautizado por el viejo amigo de la familia, el obispo de Nueva York, el grandote, magnífico e irremplazable obispo, orgullo y ornamento de su diócesis por largo tiempo. Allí Dallas caminó tambaleante por el suelo gritando "papá", mientras May y la niñera reían detrás de la puerta; allí su segunda hija, Mary (que era igual a su madre), anunció su compromiso con el más aburrido y fiable de los numerosos hijos de Reggie Chivers; y allí Archer la besó a través de los velos de su traje de novia antes de dirigirse al auto que los llevaría a la iglesia De la Gracia, porque en un mundo donde todo lo demás había tambaleado en sus bases, "la boda en la iglesia De la Gracia" seguía siendo una institución inamovible.
Era en la biblioteca donde conversaba con May acerca del futuro de sus hijos: los estudios de Dallas y de su hermano menor, Bill, la incurable indiferencia de Mary por el "intelecto", y su pasión por el deporte y la filantropía, y la vaga inclinación hacia el "arte" que a la postre hizo aterrizar al inquieto y curioso Dallas en la oficina de un prometedor arquitecto de Nueva York.
Los jóvenes de la época se emancipaban del Derecho y los negocios para emprender toda suerte de cosas nuevas. Si no los absorbía la política estatal o la reforma municipal, tenían la oportunidad de dedicarse a la arqueología centroamericana, a la arquitectura o a la decoración, interesarse con entusiasmo y cultura por los edificios de su propio país construidos antes de la Revolución, estudiar y adaptar los estilos Georgian, y protestar contra el uso sin sentido de la palabra "colonial". En esos días nadie tenía casas "coloniales", excepto los millonarios abasteros de los suburbios.
Pero por encima de todo (a veces Archer lo ponía por encima de todo) fue en esa biblioteca donde el gobernador de Nueva York, una noche en que, de regreso de Albany, llegó a cenar y a pasar la noche en la casa, miró a su anfitrión y le dijo, golpeando violentamente con el puño apretado sobre la mesa y sosteniendo sus anteojos entre los dientes:
–¡Al diablo los políticos profesionales! Tú eres la clase de hombre que el país necesita, Archer. Si hay que limpiar el establo, son los hombres como tú los que tienen que dar una mano en la limpieza. "¡Hombres como tú!", la frase hizo enrojecer a Archer. ¡Con cuánta ansiedad respondió al llamado! Era un eco de aquella vieja petición de Ned Winsett para que se arremangara las mangas y se metiera en la mugre; pero esta vez se lo decía un hombre que había dado el ejemplo, y cuyo llamamiento a seguirlo era irresistible.
Archer, mirando hacia atrás, no estaba seguro de que hombres como él fueran lo que su país necesitaba, al menos en el servicio activo al que Theodore Roosevelt apuntaba; de hecho, tenía motivos para pensar que no era así, pues después de un año en la Asamblea del Estado no había sido reelecto, y se había retirado muy agradecido al obscuro aunque útil trabajo municipal, y de ahí había pasado a la redacción ocasional de artículos en uno de los semanarios reformistas que trataban de sacar al país de su apatía. Era harto poco como para rememorarlo; pero cuando recordaba las aspiraciones de los jóvenes de su generación y de su clase –ganar dinero, hacer deportes y vida social, mezquinos hábitos que limitaban su estrecha visión de la vida–, aun su pequeña contribución al nuevo estado de cosas le pareció valedera, así como cada ladrillo cuenta en una muralla bien construida. Había actuado poco en la vida pública; siempre sería por naturaleza un hombre contemplativo y un diletante, gracias a que tuvo grandes cosas que contemplar, grandes cosas en qué deleitarse; y la amistad de un gran hombre que era su fuerza y su orgullo.
Había sido, en resumen, lo que la gente empezaba a llamar "un buen ciudadano". En Nueva York, a lo largo de muchos años, todo nuevo movimiento filantrópico, municipal o artístico, tomó en cuenta su opinión y buscó su apoyo. La gente decía: "Pregúntenle a Archer" cuando se trataba de hacer funcionar la primera escuela para niños inválidos, reorganizar el Museo de Arte, fundar el Club Grolier, inaugurar la nueva Biblioteca, o poner en marcha una nueva sociedad de música de cámara. Tenía los días llenos, y llenados decentemente. Pensaba que eso era todo lo que un hombre debía pedir.
Había algo que sabía perdido: la flor de la vida. Pero lo consideraba como algo tan inalcanzable e improbable, que lamentarse ahora habría sido como desesperarse porque uno no se sacó el primer premio de la lotería. Cien millones de boletos en "su" lotería, y un solo premio; la suerte le había sido decididamente adversa. Cuando pensaba en Ellen Olenska, lo hacía en forma abstracta, serena, como se puede pensar en algún amor imaginario de un libro o de un cuadro: ella había llegado a ser la imagen que abarcaba todo lo que él había perdido. Esa imagen, indefinida y tenue como era, le había impedido pensar en otras mujeres. Había sido lo que se llama un marido fiel; y cuando May murió repentinamente de una neumonía infecciosa que le contagiara el menor de sus hijos, la lloró sinceramente. Los largos años juntos le mostraron que no importa mucho si el matrimonio es un deber monótono, siempre que conserve la dignidad de un deber: sin eso se convierte en una simple batalla de innobles apetitos. Mirando a su alrededor, rindió homenaje a su pasado, y lloró por él. Al fin y al cabo, había cosas buenas en las antiguas costumbres.
Al recorrer con la mirada la habitación, redecorada por Dallas con grabados ingleses, vitrinas Chippendale, piezas escogidas de porcelana y lámparas eléctricas que daban una agradable luz, sus ojos se posaron sobre el viejo escritorio Eastlake del que nunca quiso desprenderse, sobre la primera fotografía de May, que todavía permanecía en su lugar al lado del tintero. Allí estaba, alta, con su pecho redondo y esbelto, con su vestido de muselina almidonada y su sombrero de paja que se movía con el viento, tal como la vio bajo los naranjos en el jardín de la Misión. Y tal como la viera ese día permaneció ella siempre; nunca exactamente a la misma altura, pero nunca más abajo: generosa, leal, incansable; pero sin una gota de imaginación, tan incapaz de crecer que el mundo de su juventud cayó en pedazos y se reconstruyó a sí mismo sin que ella hubiera tenido noción del cambio. Esta resistente y brillante ceguera guardó su horizonte inmediato aparentemente sin alteración. Su incapacidad para reconocer los cambios hizo que sus hijos le ocultaran sus ideas, tal como Archer le ocultaba las suyas; siempre hubo, desde el comienzo, una solidaria simulación de igualdad, una especie de inocente hipocresía familiar, a la que padre e hijos colaboraron inconscientemente. Y ella murió pensando que el mundo era un buen lugar, lleno de amor y de familias cariñosas y armoniosas como la suya, y se resignó a dejarlo porque estaba convencida de que, pasara lo que pasara, Newland seguiría inculcando a Dallas los mismos principios y prejuicios que habían moldeado las vidas de sus padres, y que Dallas a su vez (cuando Newland la siguiera) transmitiría el sagrado legado al pequeño Bill.
***
Archer no acompañó a su hijo a Versalles. Prefería pasar la tarde solo, vagando por París. Tenía que enfrentarse de inmediato con los remordimientos acumulados y los recuerdos borrados de una vida de silencio. (...) Archer se quedó largo rato sentado en un banco en los Campos Elíseos, reflexionando, en tanto el torbellino de la vida seguía girando...
Unas pocas calles más allá, a unas pocas horas de distancia, Ellen Olenska esperaba. Nunca volvió con su marido y cuando éste murió, hacía algunos años, no cambió su manera de vivir. Ahora no había nada que separara a Archer de ella, y esa tarde iba a verla.
Se levantó y caminó por la Plaza de la Concordia y los jardines de las Tullerías rumbo al Louvre. La condesa le dijo una vez que iba mucho a ese lugar, y tuvo el capricho de pasar el tiempo de espera en un sitio donde pudiera pensar que ella había estado recientemente. Durante más de una hora vagabundeó de galería en galería en medio de la deslumbrante luz de la tarde, y uno a uno los cuadros se le presentaban en todo su casi olvidado esplendor, llenando su alma con los profundos ecos de la belleza. Después de todo, su vida había estado tan privada de amor...
De súbito, ante un fulgurante Tiziano, se encontró diciendo:
–¡Pero si sólo tengo cincuenta y siete!
Y entonces se dio media vuelta y se fue. Era demasiado tarde para aquellos sueños de verano; pero ciertamente no para una serena cosecha de amistad, de camaradería, en la bendita quietud de su cercanía.
***
Archer se sentó en el banco y siguió mirando el balcón del toldillo. Calculó el tiempo que demoraría su hijo en llegar al quinto piso en el ascensor, tocar el timbre, y ser introducido al vestíbulo, y luego escoltado hasta el salón. Se imaginó a Dallas entrando en ese cuarto con su paso rápido y seguro y con su encantadora sonrisa; y se preguntó si la gente tenía razón cuando decía que su hijo "había salido a él". Después trató de ver a las personas ya en el salón –porque probablemente a esa hora en que se recibían visitas debía haber más de una– y entre ellas a una dama morena, pálida, de pelo negro, que lo miraría vivamente, casi levantada de su asiento, y extendería una mano larga y fina con tres anillos en sus dedos... Pensó que estaría sentada en un sofá junto al fuego, y tras ella una mesa con un gran ramo de azaleas.
–Es más real para mí desde aquí que si hubiera subido –se oyó decir de súbito.
Y el miedo de que aquella última sombra de realidad perdiera su contorno lo mantuvo pegado a su asiento a medida que los minutos pasaban uno tras otro. Permaneció así mucho tiempo mientras el crepúsculo se hacía más denso, sin quitar los ojos del balcón. Hasta que brilló una luz a través de las ventanas, y un momento después un sirviente salió al balcón, levantó el toldillo, y cerró los postigos. Entonces, como si hubiera sido la señal que esperaba, Newland Archer se levantó lentamente y regresó caminando, solo, a su hotel.
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
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No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
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