lunes, 6 de septiembre de 2010

GABRIELA SACCONE
(Rosario, Santa Fe, Argentina, 1961)


No habrá en ese atardecer
un color único que los cuerpos destellen.
La combinación de rojos, amarillos y grises,
cubriendo campo y ciudades,
hará que nuestra mirada se estremezca
ante el mundo ahora invadido,
Este río, no ávido de furia,
que miro mientras cago en cuclillas
desde los arrozales, desbordará.
Viento helado soplando, la línea
de la costa borrada y de la isla
sólo restos: el alto vuelo de una garza,
las ramas del sauce, mansas,
cayendo en lo que fue la orilla.
***

El mar es previo al sueño,
la mente una araña;
dejando atrás la vigilia
despliega sus patas y caen
las imágenes tan suaves como la longitud.
***
Acerca de la fabricación de los pensamientos

Todos los días, antes del amanecer, una mujer atraviesa la ciudad rumbo al trabajo. El recorrido del colectivo, la calle, un balcón, son para ella hendijas por las que se filtra un mundo invisible.

¿Debo adivinar de esa mancha plomo, estirada sobre un cielo oscuro, allá en el horizonte, que se viene una tormenta? Tal vez el origen de esa luz, que hace ver grisáceo sobre negro y convierte al firmamento en una galería claroscura, sea nada más que neones sobre una avenida casi calva. Pero si se tiene en cuenta que amanece, ¿cuál es el nombre del color que cambia velozmente con la primera luz? ¿Y para qué saberlo?

Llego cada madrugada hasta el cantero del centro de esta calle que tiene unos arbustos como animales haciendo guardia, centinelas de la fortaleza que está detrás, a mitad de cuadra, y que esquivo flotando como una baba del diablo. El aire de las primeras horas es un narcótico y su efecto dura uno o, como mucho, dos minutos. Aunque hubo un día en que la policía cortó el tránsito y fueron largos esos minutos entre los arbustos sin poder salir de la noche silenciosa. Soñé despierta. Soñé un ser en el tiempo inicial del mundo.

Cruzo hacia la vereda de la iglesia que tiene rejas de madera, símbolo de la clausura, que protegen su entrada para que ningún desahuciado pueda cobijarse, pero igual todos los días en los escalones veo un bulto envuelto en diarios que duerme. Y entro al lugar donde trabajo, una casa de dos plantas, incluida en esos programas de preservación urbana, allá en la esquina. Siempre el mismo recorrido: subo al primer piso, sin quitarme el abrigo, agarro los tres juegos de llaves que fueron dejados sobre el escritorio y como mejor momento del día abro uno a uno los candados que traban las persianas de los tres ventanales. Y miro entonces desde lo alto las últimas estrellas, casi siempre confundiendo en un primer instante una con la luz del pararrayos de un edificio que queda en la otra cuadra, por la avenida hacia el este. Y ahí adelante, recortada en mi horizonte, está la torre de la iglesia con los huecos por los que se ve la escalerita del campanario. No alcanzo a ver qué cantidad de campanas tiene. Tampoco escuché alguna vez cómo suenan. Y lo espero. Pero ni para la primera misa del día, ni a las doce, suenan. Los extraviados se sostienen pegados al enrejado de la entrada, yo a la espera de que alguna madrugada el sonido metálico llene el pabellón de la oreja, el tímpano, y los huesecillos del oído disparen sobre aquel centro nervioso ocupando el cerebro entero.

¿Estaré hermanada al hombre de la peatonal que dirige cuanto sale de los parlantes de una disquería, compenetrado en los ritmos y cadencias, al son de nada, por unas monedas? No, no. Si ocurriera lo que espero, con la cabeza ocupada por las campanadas podría corporeizarse el hueco real del cráneo. El vacío dado por lo lleno de esas notas sería condición de estabilidad, la seguridad de que lo que es vacío por antonomasia pueda ser su contrario con un solo golpe. Y muchas cosas, su curso, tendrían la esperanza de dar un vuelco, beneficioso en unos casos, neutralizante en otros. Claro que debería mostrarse por sí solo porque no creo poder desentrañar el ritmo, las rimas del viraje a lo nuevo, teniendo esta actitud menos que contemplativa. Aunque deseara intervenir en la vida con el entendimiento (porque en definitiva sería una intervención) no podría lograrlo. Y además, de corporeizarse lo incorpóreo, comenzaría inmediatamente su corrupción…. No sé lo que digo. De la placidez zonza a la angustia más profunda.

Por esto espero todas las mañanas, por esto vengo tan temprano, llego hasta esta parte de la ciudad en el amanecer después de un trayecto nocturno en ómnibus. Pero a no ser por la ilusión continuamente postergada, no obtuve mucho más de estas horas. No tengo pensamientos acerca de la ciudad; quisiera tenerlos, pero no los tengo. Soy un cuerpo mutilado ¡Cómo se me ocurre existir sin pensamientos…! Así que decido fabricármelos. Está bien: ahí está la torre de la iglesia que sube encrespada y claramente se opone a las construcciones vecinas. Tiene la cúpula azul, representa el cielo, la unión del alma con Dios en la última de las moradas de las que habla Santa Teresa de Ávila. Pero el resto es marrón como marrones son los hábitos y la suela de las sandalias de sus frailes franciscanos. Oscuro sobre claro. Humo sobre el agua. Una falange en el desierto.

Debería aprender a no dejarme engañar por los colores. Tendría que averiguar cuándo se construyó y qué la rodeaba en ese entonces. A partir de allí podría, supongo, deducir qué camino hubiese hecho yo si viniera desde mi barrio, distante unas cuarenta cuadras, a esta iglesia a rezar, si yo rezara, y como imagino que no hubiese hecho un camino tan largo para elevar mis oraciones, qué iglesias tenía más cerca en aquel momento. Lo que es casi seguro es que habría unas pocas calles empedradas y con suerte un farol alumbraría cada mil metros toda la zona aledaña a las vías del ferrocarril. ¿Como a qué hora el sacerdote abriría sus ojos, prendería un brasero, pensaría en la utilidad de su ministerio o en su inutilidad, entre el frío o el calor ardiente, para empezar a acomodarse en la idea del sermón matinal? Tal vez también se le ocurría existir sin pensar en nada. ¡Y descubro así que la promesa de inventarme un escenario se fuga de su pozo para interrumpirme con las molestias del cura!... No sé qué utilidad podría tener ese conocimiento. Ahí fallo. O no. Posiblemente el fracaso sea el camino para caer en la cuenta definitiva de que no estoy ni quiero estar sujeta a las cosas que veo: ni a los arbustos, candados, estrellas, torres, calles, piedras, en pos de un mundo invisible que desea ser bien cantado. Sin embargo, sigo confundida. ¿Cómo se explica que ahora piense en lo que mostró la televisión anoche: una nube de monóxido de carbono que hace unos años salió desde abajo de la superficie de un lago y serpenteó, a poco más que a ras del piso, matando todo lo que dormía cerca: unas mil personas, ganado, perros?

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char