sábado, 15 de octubre de 2011

Ese hombre merodea para no estar

Tomada de calchaquimix.com

SANTIAGO SYLVESTER
(Salta, Argentina, 1942)

No dejen de existir: no
dejen de volver la cabeza para ver qué pasa: de reclamar compostura.
No importa si esta tarde se expande en un sentido erróneo
o si alguien sigue empeñado en la
cuestión griega de la totalidad.
Lo que cuenta
es la mujer sin rumbo que inicia una charla, los espejos del café, los colegiales que juegan en la vereda ajenos a la demolición: lo que cuenta
es la demolición, las ventanas atónitas, que muestran nubes
donde había recogimiento, las vigas al aire y
la violenta determinación del derrumbe
que contradice los propósitos porque
toda casa se levanta para siempre.
Lo que cuenta es
la decisión de existir: futuro interceptado en
su larga marcha hacia el futuro,
más la abundancia del pasado que se reproduce
y que debemos juntar.

NO viven solas las historias: se tocan,
se comunican con otras,
giran
sobre sí
hasta ahogarse en la memoria o enredarse en la rápida
marejada que unas veces se llama porvenir,
otras pasado.
Lo importante de la lluvia no es sólo la lluvia sino lo
sacramental: el aire fino en las narices, su repique en
un techo de zinc,
el bosque que se iba abriendo hacia Jujuy cuando batía el
agua en La Cornisa
y la pala
removiendo material orgánico en
continua relación con lo que vendrá.
Todo en relación
hasta unir lo incompatible: que vayan juntos
el Teatro de Moscú y la desaparición de Esteco: el Popol Vuh,
donde las grandes palabras y los grandes hechos hablan de lo mismo,
y el resultado es este planeta del que nadie sabe más
hasta que canta el gallo o alguien
nos tira el cable suelto de la celebración de los contrarios.


(Reconquista y Córdoba)
***
(a lo Quevedo)


Ese bicho que se arrastra por mi pierna buscando altura,
verde y rojo con estrías blancas,
lleva a cuestas su dificultad: una liturgia que lo obliga a
hacer un alto, desandar
y otra vez arriba: esta caparazón de supervivencia
con las alas cortas que
no se ve si sirven para volar: sus patas trabajadoras con las
que come, saluda a las arañas
y mueve como si pedaleara
cuando en realidad parpadea
porque ya es noche cerrada, está quieto el viento, y él se
aferra como yo, a lo Quevedo,
al tiempo que ni vuelve ni tropieza.

Que suba en paz.
***

Tanto esfuerzo para apartarse de sí,
perder su rastro y andar a la deriva en esa mesa: tabla con
una astilla metafísica donde la luz golpea y
vuelve a sí misma.

Ese hombre merodea para no estar:
esto se ve en la mañana inmóvil frente al vaso
y sobre todo en la técnica mayor :
dejar que la mirada caiga hacia afuera
y se extinga lejos de él como un rumor imaginario.
***
(perseverancia del halcón)

Tiene nombre ilustre
y lo protege la serenidad: vuela sin inmutarse por el espanto
de esos pequeños alborotadores que resguardan huevos y
     pichones:
                      él
con alzada majestuosa
y ojo directo
busca comida.

                 Por estas quebradas
pasó la historia: él
vio todo: gente a manotazos, escapando o persiguiendo:
        huestes perdidas, el murmullo de muertos que se
        escucha promediando enero: una partida de gauchos al
        acecho, la cabalgata heroica de pobre gente
obligada al heroísmo:
y vio también el merodeo, el desplazamiento: los restos de
    una civilización que ha prescrito: piedras y cantos con
    alguna ceremonia:
            él
vio todo desde su vuelo impertérrito: no juzga, no invoca,
   no confía: tiene
hambre.

Vuela, aterra, y todas las tardes
organiza ese escándalo; desde aquí
lo veo: sabio, sin prisas, esperando
que todos nos volvamos comida: historia, huesos, animales,
persona.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char