martes, 24 de mayo de 2011

Para ayudarlo a Dios

Dos poemas de CARLOS MASTRONARDI

(Gualeguay, provincia de Entre Ríos-Buenos Aires, Argentina, 1901)

TEMA DE LA NOCHE Y EL HOMBRE


El hombre con su canto distraído,
con la medianoche estrellada,
con la luz del cigarro sobre el labio
y el pensamiento cerca de su lástima,
con la mirada sin resoluciones
y la gracia menor de aquel lucero,
con el cuerpo rendido
desde el alba que en vano ofrece el mundo
hasta el sueño que apaga el mediodía.

El apartado de honras y de luces,
en la amorosa ruina de la sombra,
se aleja por desiertas avenidas,
agraciado de ausencia y de secreto
y contrariando al ángel que lo guía.
Esa perdida luna lo descubre
paseando por las calles que lo cansan,
despreocupado y sin honrar sus horas,
en la ciudad porteña, un aislamiento,
concedido al azar y a la costumbre,
ignorando su parte luminosa,
con paso desganado y sin destino
busca el suave destierro de la noche.
Distante de la muerte y de la rosa,
caminando en la gracia solitaria,
igual en el cariño y su ceniza,

aquí viene y se borra de mis frases,
la sombra dolorida de seguirlo.
Cumpliendo oscuridad, perdido en sus regalos,
el que pasa sin lucha y sin nombrar a nadie.

El hombre a maravillas convidado,
que sigue, alma sin gente, voz sin armas,
fue alguna vez guardián de su ternura
y estúvose a la luz de una persona,
despacioso en jardines y durando
la canción en su boca, el cielo en casa.
Entonces conocía
el ámbito de amor de las mujeres,
el dominado azar y un suave tiempo
reposado en la flor y el compañero.

Un hombre sin arrimo, y evocando
las viejas madrugadas, el apoyo
de un brazo y la buscada claridad
del amigo. Vecino de lo hermoso,
cruzaba alegres años. Así anduvo,
la voz entre los pájaros del alba...

Joyas tristes y honores de la noche.
Alguien tarda en la dulce oscuridad,
sin despedir a nadie y en la holganza,
sin la imaginación de nuevas rosas
y sin adivinarse los deseos.
No pasa más alegre que este verso.
Y otra vez con su canto distraído,
con la medianoche estrellada,
con el cuerpo tan solo como el alma
y el pensamiento cerca de su lástima.
***
LA ROSA INFINITA

Había una niñez, unos jinetes y árboles
—también sus cariñosos—,
un portal conocido por sus flores,
algún brazo aquietado entre perfumes
y la sombra central de la madre.
Las miradas seguían
el tránsito dichoso de la aurora
y el decaimiento de las azucenas.
Quien entraba buscando los cariños de adentro
debía pasar
bajo aquella herradura de la suerte
que a través de los años sostenía
los bienes de la casa.
Recuerdo la escondida frescura del aljibe:
en su hondura temblaban nuestras risas
y un eco más profundo tenían las tormentas.
El zorzal prisionero, en el tiempo agradable,
ensalzaba los montes natales.

Desde nuestras esquinas se contemplaba el campo.
Había claras mañanas, sucesos de esplendor,
atravesadas siempre de carros y silbidos,
y en el umbral alguno se tardaba,
callado frente al pueblo
y admirando a esos hombres que entraban con un
[canto
en que había una morocha prendada de un paisano. Esto era en la provincia,
en la infinita rosa donde se holgó la infancia.
El campo se daba a la brisa
y el alba era cantora
en los árboles del fondo de la casa.
Las crecientes, los soles, las incansables aguas
conmovían al viejo vecindario,
y el hombre trabajaba con dulzuras
en aquella quietud de esplendores durables.
(En todo lo que diga estará el cielo,
pues era en la provincia,
las bandadas cruzaban una luz melodiosa
y eran los años vueltos hacia el campo.)

En los desnudos brazos que el verano vencía
jugaban los reflejos
y vi pasar la imagen de la siesta.
Las calles empezaban con sol y jovencitas.
Una clara sonrisa
a veces detenía tormentas de jinetes.
Entre buenos recuerdos viene un hombre del monte,
y no quiero olvidar esos rosales
en cuya hondura generosa
nosotros y los pájaros andábamos.

Había una niñez, una fronda y sus amigos,
luces a las personas semejantes,
una boca pesando virtudes y pecados,
y en el invierno, el reino
de los cantos distraídos.

Aquí rememoro un galope
cortando la sensible medianoche
y el viento enloquecido en los parrales.
En el verano, la unidad de la alegría.
También las sucesiones afectuosas
de los brazos ligados,
y las glicinas, en el segundo patio,
junto a la cadena del pozo,
en sus avisos de agua tan sonora.
El cielo en nuestras predilecciones.
Sabíamos algunas palabras
para ayudarlo a Dios.

Por las tardes, el habla lenta del padre,
que andaba por el campo
y que volvía convocando la cena.
Después, con la luna sobre el pueblo,
descansando en los crespos corredores,
nos explicaba el cielo.

Perdurando en los patios, las conocidas voces.
Bajo el aire sereno, una mano
sosteniendo la dicha;
cada uno combatiendo por sus ángeles,
y flores por fragancias agrupadas
prolongaban las imaginaciones
y la vaga riqueza de los sueños.
Cerca, el dormido río,
y la verde cintura que aromaba
la población, perdida en esa gracia.
El cielo, vecindad; el campo, al lado.
La calandria y la flor del espinillo
fueron el horizonte de aquellos suaves años.

Y campanadas lentas,
en la suspensa tarde del domingo,
confirmaban la paz de nuestras almas.

Había una niñez, un silencioso y pájaros.
Lejos, la queja errante del ganado,
que llegaba en la brisa pordiosera,
y la noche de trébol asomando
por la adversa maraña que tupía
las afueras con muerte y con guitarras.
(Y nada más había: yo y esto que nombro.)

Ell amparo de todos era un árbol sombrío;
la campaña, el regalo de los hijos varones.
La calle polvorienta nos dio gozado riesgo,
y en el dormido pueblo
un silencio más grande recibía
las risas y los juegos.
Yo no era el más alegre de los cinco.

Desde nuestras esquinas se contemplaba el campo,
y recuerdo un anónimo galope
retumbando en el largo anochecer.
Entonces, yo decía:
es alegre vivir en una estancia
y pasar temporadas en el monte.

Allá quedó la infancia, en ese umbral, mirando el claro movimiento de los días.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char