miércoles, 10 de marzo de 2010

Los desmayos y los vuelos


RAFAEL OBLIGADO
(Buenos Aires, Argentina, 1851-Mendoza,íb., 1920)


Santos Vega

El alma del payador

Cuando la tarde se inclina
sollozando al Occidente,
corre una sombra doliente
sobre la pampa argentina.
Y cuando el sol ilumina
con luz brillante y serena
del ancho campo la escena,
la melancólica sombra
huye besando la alfombra
con el afán de la pena.

Cuentan los criollos del suelo
que, en tibia noche de luna,
en solitaria laguna
para la sombra su vuelo;
que allí se ensancha y un velo
va sobre el agua formando,
mientras se goza escuchando,
por singular beneficio,
el incesante bullicio
que hacen las olas rodando.

Dicen que en noche nublada,
si su guitarra algún mozo
en el crucero del pozo
deja de intento colgada,
llega la sombra callada
y, al envolverla en su manto,
suena el preludio de un canto
entre las cuerdas dormidas,
cuerdas que vibran heridas
como por gotas de llanto.

Cuentan que en noche de aquellas
en que la pampa se abisma
en la extensión de sí misma
sin su corona de estrellas,
sobre las lomas más bellas,
donde hay más trébol risueño,
luce una antorcha sin dueño
entre una niebla indecisa,
para que temple la brisa
las blandas alas del sueño.

Mas si trocado el desmayo
en tempestad de su seno,
estalla el cóncavo trueno
que es la palabra del rayo,
hiere al ombú de soslayo
rojiza sierpe de llamas,
que, calcinando sus ramas,
serpea, corre y asciende,
y en la alta copa desprende
brillante lluvia de escamas.

Cuando, en las siestas de estío,
las brillazones remedan
vastos oleajes que ruedan
sobre fantástico río,
mudo, abismado y sombrío,
baja un jinete la falda
tinta de bella esmeralda,
llega a las márgenes solas
...¡y hunde su potro en las olas,
con la guitarra a la espalda!

Si entonces cruza a lo lejos,
galopando sobre el llano
solitario, algún paisano,
viendo al otro en los reflejos
de aquel abismo de espejos,
siente indecibles quebrantos,
y, alzando en vez de sus cantos
una oración de ternura,
al persignarse murmura:
"¡El alma del viejo Santos!".

Yo, que en la tierra he nacido
donde ese genio ha cantado,
y el pampero he respirado
que al payador ha nutrido,
beso este suelo querido
que a mis caricias se entrega,
mientras de orgullo me anega
la convicción de que es mía
¡la patria de Echeverría,
la tierra de Santos Vega!
***
La prenda del payador

El sol se oculta: inflamado
el horizonte fulgura,
y se extiende en la llanura
ligero estambre dorado.
Sopla el viento sosegado,
y del inmenso circuito
no llega al alma otro grito,
ni al corazón otro arrullo,
que un monótono murmullo,
que es la voz del infinito.

Santos Vega cruza el llano
alta el ala del sombrero,
levantada del pampero
al impulso soberano.
Viste poncho americano
suelto en ondas de su cuello,
y chispeando en su cabello
y en el bronce de su frente,
lo cincela el sol poniente
con el último destello.

¿Dónde va? Vese distante
de un ombú la copa erguida,
como espiando la partida
de la luz agonizante.
Bajo la sombra gigante
de aquel árbol bienhechor,
su techo, que es un primor
de reluciente totora,
alza el rancho donde mora
la prenda del payador.

Ella, en el tronco sentada,
meditabunda le espera,
y en su negra cabellera
hunde la mano rosada.
Le ve venir: su mirada,
más que la tarde serena,
se cierra entonces sin pena,
porque es todo su embeleso
que él la despierte de un beso
dado en su frente morena.

No bien llega, el labio amado
toca la frente querida
y vuela un soplo de vida
por el ramaje callado...
Un ¡ay! apenas lanzado,
como susurro de palma
gira en la atmósfera en calma;
y ella, fingiéndole enojos,
alza a su dueño unos ojos
que son dos besos del alma.

Cerró la noche. Un momento
quedó la Pampa en reposo,
cuando un rasgueo armonioso
pobló de notas el viento.
Luego, en el dulce instrumento
vibró una endecha de amor,
y, en el hombro del cantor,
llena de amante tristeza,
ella dobló la cabeza.

"Yo soy la nube lejana
(Vega en su canto decía)
que con la noche sombría
huye al venir la mañana;
soy la luz que en tu ventana
filtra en manojos la luna;
la que de niña en la cuna
abrió tus ojos risueños,
la que dibuja tus sueños
en la desierta laguna.

Yo soy la música vaga
que en los confines se escucha,
esa armonía que lucha
con el silencio, y se apaga;
el aire tibio que halaga
con su incesante volar,
que del ombú, vacilar
hace la copa bizarra;
¡y la doliente guitarra
que suele hacerte llorar!..."

Leve rumor de un gemido,
de una caricia llorosa,
hendió la sombra medrosa,
crujió en el árbol dormido.
Después, el ronco estallido
de rotas cuerdas se oyó;
un remolino pasó
batiendo el rancho cercano;
y en el circuito del llano
todo en silencio quedó.

Luego, inflamando el vacío,
se levantó la alborada,
con esa blanca mirada
que hace chispear el rocío.
Y cuando el sol en el río
vertió su lumbre primera,
se vio una sombra ligera
en occidente ocultarse
y el alto ombú balancearse
sobre una antigua tapera.
***
El himno del payador

En pos del alba azulada,
ya por los campos rutila
del sol la grande, tranquila
y victoriosa mirada.
Sobre la curva lomada
que asalta el cardo bravío,
y allá en el bajo sombrío
donde el arroyo serpea,
de cada hierba gotea
la viva luz del rocío.

De los opuestos confines
de la Pampa, uno tras otro,
sobre el indómito potro
que vuelca y bate las crines,
abandonando fortines,
estancias, rancho, mujer,
vienen mil gauchos a ver
si en otro pago distante,
hay quien se ponga delante
cuando se grita: "¡A vencer!".

Sobre el inmenso escenario
vanse formando en dos alas,
y el sol reluce en las galas
de cada bando contrario;
puéblase el aire del vario
rumor que en torno desata
la brillante cabalgata
que hace sonar, de luz llenas,
las espuelas nazarenas
y las virolas de plata.

De entre ellos el más anciano
divide el campo después,
señalando de través
larga huella por el llano;
y alzando luego en su mano
una pelota de cuero
con dos manijas, certero
la arroja al aire, gritando:
"¡Vuela el pato!... ¡Va buscando
un valiente verdadero!".

Y cada bando a correr
suelta el potro vigoroso;
y aquel sale victorioso
que logra asirlo al caer.
Puesto el que supo vencer
en medio, la turba calla;
y a ambos lados de la valla
de nuevo parten el llano,
esperando del anciano
la alta señal de batalla.

Dala al fin. Hondo clamor
ronco truena en el circuito
y el caballo salta al grito
de su impávido señor;
y vencido y vencedor,
del noble triunfo sedientos,
se atropellan turbulentos
en largas filas cerradas,
cual dos olas encrespadas
que azotan contrarios vientos.

Alza en alto la presea
su feliz conquistador
y su bando en derredor
le defiende y vitorea.
Uno y otro aguijonea
el ágil bruto, y chocando
entre sí, corren dejando
por los inciertos caminos,
polvorosos remolinos
sobre las pampas rodando.

Vuela el símbolo del juego
por el campo arrebatado,
de los unos conquistado,
de los otros presa luego;
vense, entre hálitos de fuego,
varios jinetes rodar,
otros súbito avanzar
pisoteando los caídos;
y en el aire sacudidos,
rojos ponchos ondear.

Huyen en tanto, azoradas,
de las lagunas vecinas,
como vivientes neblinas,
estrepitosas bandadas;
las grandes plumas cansadas,
tiende el chajá corpulento;
y con veloz movimiento
y con silbido de balas,
bate el carancho las alas
hiriendo a hachazos el viento.

Con fuerte brazo les quita
robusto joven la prenda,
y tendido, a toda rienda:
"¡Yo solo me basto!", grita.
En pos de él se precipita,
y tierra y cielos asorda,
lanzada a escape la horda
tras el audaz desafío,
con la pujanza de un río
que anchuroso se desborda.

Y allá van, todos unidos,
y él los azuza y provoca
golpeándose la boca,
con salvajes alaridos.
Danle caza, y confundidos,
todos el cuerpo inclinado
sobre el arzón del recado,
temen que el triunfo les roben,
cuando, volviéndose, el joven
echa al tropel su tostado...

El sol ya la hermosa frente
abatía y silencioso
su abanico luminoso
desplegaba en occidente,
cuando un grito de repente
llenó el campo, y al clamor
cesó la lucha, en honor
de un solo nombre bendito,
que aquel grito era este grito:
"¡Santos Vega, el payador!".

Mudos ante él se volvieron
y ya la rienda sujeta,
en derredor del poeta
un vasto círculo hicieron.
Todos el alma pusieron
en los atentos oídos,
porque los labios queridos
de Santos Vega cantaban
y en su guitarra zumbaban
estos vibrantes sonidos:

"¡Los que tengan corazón,
los que el alma libre tengan,
los valientes, ésos vengan
a escuchar esta canción!
Nuestro dueño es la nación
que en el mar vence la ola,
que en los montes reina sola,
que en los campos nos domina,
y que en la tierra argentina
clavó la enseña española.

"Hoy mi guitarra, en los llanos,
cuerda por cuerda, así vibre:
¡hasta el chimango es más libre
en nuestra tierra, paisanos!
Mujeres, niños, ancianos,
el rancho aquel que primero
llenó con sólo un ¡te quiero!
la dulce prenda querida,
¡todo!... ¡el amor y la vida,
es de un monarca extranjero!

"Ya Buenos Aires, que encierra,
como las nubes, el rayo,
el Veinticinco de Mayo
clamó de súbito: '¡Guerra!'.
¡Hijos del llano y la sierra,
pueblo argentino! ¿Qué haremos?
¿Menos valientes seremos
que los que libres se aclaman?
¡De Buenos Aires nos llaman,
a Buenos Aires volemos!

"¡Ah!, ¡si es mi voz impotente
para arrojar, con vosotros,
nuestra lanza y nuestros potros
por el vasto continente,
si jamás independiente
veo el suelo en que he cantado,
no me entierren en sagrado
donde una cruz me recuerde:
entiérrenme en campo verde,
donde me pise el ganado!"

Cuando cesó esta armonía,
que los conmueve y asombra,
era ya Vega una sombra
que allá en la noche se hundía...
¡Patria! a sus almas decía
el cielo de astros cubierto;
¡Patria! el sonoro concierto
de las lagunas de plata;
¡Patria! la trémula mata
del pajonal del desierto.

Y a Buenos Aires volaron
y el himno audaz repitieron
cuando a Belgrano siguieron,
cuando con Güemes lucharon,
cuando por fin se lanzaron
tras el Ande colosal,
hasta aquel día inmortal
en que un grande americano
batió al sol ecuatoriano
nuestra enseña nacional.
***
La muerte del payador

Bajo el ombú corpulento,
de las tórtolas amado
porque su nido han labrado
allí al amparo del viento,
en el amplísimo asiento
que la raíz desparrama,
donde en las siestas la llama
de nuestro sol no se allega,
dormido está Santos Vega,
aquel de la larga fama.

En los ramajes vecinos
ha colgado silenciosa
la guitarra melodiosa
de los cantos argentinos.
Al pasar los campesinos
ante Vega se detienen,
en silencio se convienen
a guardarle allí dormido
y hacen señas 'no hagan ruido'
los que están a los que vienen.

El más viejo se adelanta
del grupo inmóvil y llega
a palpar a Santos Vega
moviendo apenas la planta.
Una morocha que encanta
por su aire suelto y travieso
causa eléctrico embeleso
porque, gentil y bizarra,
se aproxima a la guitarra
y en las cuerdas pone un beso.

Turba entonces el sagrado
silencio que a Vega cerca,
un jinete que se acerca
a la carrera lanzado;
retumba el desierto hollado
por el casco volador;
y aunque el grupo, en su estupor,
contenerlo pretendía,
llega, salta, lo desvía,
y sacude al payador.

No bien el rostro sombrío
de aquel hombre mudos vieron,
horrorizados sintieron
temblar las carnes de frío.
Miró en torno con bravío
y desenvuelto ademán,
y dijo: "Entre los que están
no tengo ningún amigo,
pero, al fin, para testigo
lo mismo es Pedro que Juan."

Alzó Vega la alta frente
y le contempló un instante
enseñando en el semblante
cierto hastío indiferente.
"Por fin", dijo fríamente
el recién llegado, "estamos
juntos los dos y encontramos
la ocasión, que éstos provocan,
de saber cómo se chocan
las canciones que cantamos".

Así diciendo, enseñó
una guitarra en sus manos
y en los raigones cercanos
preludiando se sentó.
Vega entonces sonrió
y al volverse al instrumento
la morocha hasta su asiento
ya su guitarra traía
con un gesto que decía:
"La he besado hace un momento".

Juan Sin Ropa (se llamaba
Juan Sin Ropa el forastero)
comenzó por un ligero
dulce acorde que encantaba.
Y con voz que modulaba
blandamente los sonidos,
cantó tristes nunca oídos,
cantó cielos no escuchados,
que llevaban, derramados,
la embriaguez a los sentidos.

Santos Vega oyó suspenso
al cantor y toda inquieta
sintió su alma de poeta
como un aleteo inmenso.
Luego en un preludio intenso
hirió las cuerdas sonoras
y cantó de las auroras
y las tardes pampeanas
endechas americanas
más dulces que aquellas horas.

Al dar Vega fin al canto,
ya una triste noche oscura
desplegaba en la llanura,
las tinieblas de su manto.
Juan Sin Ropa se alzó en tanto,
bajo el árbol se empinó,
un verde gajo tocó,
y tembló la muchedumbre,
porque, echando roja lumbre,
aquel gajo se inflamó.

Chispearon sus miradas,
y torciendo el talle esbelto
fue a sentarse medio envuelto
por las rojas llamaradas.
¡Oh, qué voces levantadas
las que entonces se escucharon!
¡Cuántos ecos despertaron
en la Pampa misteriosa,
a esa música grandiosa
que los vientos se llevaron!

Era aquella esa canción
que en el alma sólo vibra,
modulada en cada fibra
secreta del corazón;
el orgullo, la ambición,
los más íntimos anhelos,
los desmayos y los vuelos
del espíritu genial,
que va, en pos del ideal,
como el cóndor a los cielos.

Era el grito poderoso
del progreso dado al viento,
el solemne llamamiento
al combate más glorioso.
Era, en medio del reposo
de la Pampa ayer dormida,
la visión ennoblecida
del trabajo, antes no honrado;
la promesa del arado,
que abre cauces a la vida.

Como en mágico espejismo,
al compás de ese concierto
mil ciudades el desierto
levantaba de sí mismo.
Y a la par que en el abismo
una edad se desmorona,
al conjuro en la ancha zona
derramábase la Europa,
pues sin duda Juan Sin Ropa
era la ciencia en persona.

Oyó Vega embebecido
aquel himno prodigioso
e inclinando el rostro hermoso,
dijo: "Sé que me has vencido".
El semblante humedecido
por nobles gotas de llanto
volvió a la joven, su encanto,
y en los ojos de su amada
clavó una larga mirada
y entonó su postrer canto:

"Adiós luz del alma mía,
adiós flor de mis llanuras,
manantial de las dulzuras
que mi espíritu bebía;
adiós mi única alegría,
dulce afán de mi existir;
Santos Vega se va a hundir
en lo inmenso de esos llanos...
¡Lo han vencido! ¡Llegó, hermanos,
el momento de morir!"

Aún sus lágrimas cayeron
en la guitarra, copiosas,
y las cuerdas temblorosas
a cada gota gimieron;
pero súbito cundieron
del gajo ardiente las llamas
y trocado entre las ramas
en serpiente Juan Sin Ropa
arrojó de la alta copa
brillante lluvia de escamas.

Ni aun cenizas en el suelo
de Santos Vega quedaron,
y los años dispersaron
los testigos de aquel duelo;
pero un viejo y noble abuelo,
así el cuento terminó:
"Y si cantando murió
aquel que vivió cantando
fue, decía suspirando,
porque el diablo lo venció".
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char