Créd.: Clarín |
JORGE AULICINO
(Buenos Aires, Argentina, 1949)
Las nieves del Kilimanjaro
Gris es toda teoría y gris el árbol y el desierto de la vida.
A sólo un par de kilómetros de aquí, mientras los héroes
de nuestro tiempo cazan leones en el zoo,
los aviones levantan vuelo desde el desierto.
Siento el rugido animal de los motores como el bramido más salvaje
que el mundo puede lanzar en estos días.
Vibran los vidrios y balbucean los muertos.
He enterrado la espada bajo el árbol, Ginebra.
¿Qué mal podría reportarme ver avanzar la podredumbre hasta
su límite, o hasta lo ilimitado?
¿Alcanzará nuestros días de abril, de aquel abril, o de aquel marzo?
O los días de otoño de cualquier pobre suburbio,
o las largas contemplaciones de una laguna artificial.
Eso quiero decir: "nuestros", como si valiera algo.
¿Has visto, Ginebra, los cuerpos volar por una explosión de obús?
¿Cuántos cuerpos? Todos vuelan y "sus" días no son nada.
Millones de muertos en una guerra civil que empezó cuando...
¿Qué son los hombres? ¿Qué son "sus" otoños o su pasearse o su sufrir?
¿Qué es un imperio bajo el suave agitarse de los arbustos en la ventana,
pues llega el aliento puro, no de este otoño,
no de otro, sino de un otoño que es el de la frescura de un campo
minado, cuando nadie se mueve en él, cuando se prueba con el bastón
el camino, pues la luna se ha ocultado incluso para el ciego samurai?
Y no alcanza el bastón, pues el suelo estalla, y conviene estarse
quieto, juntando la energía restante, aspirando el viento,
latiendo y viviendo en una atenta inmovilidad...
hasta que llegue el momento, o no llegue el momento.
Bebiendo el agua de una tormenta nueva, como lo son todas las tormentas.
El agua que fluye sobre los pómulos y los labios.
Inédito
1 comentario:
chapeau!
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