jueves, 20 de agosto de 2009
Cartas a un joven poeta I
RAINER MARIA RILKE
(actual República Checa, 1875-Suiza,1926)
INTRODUCCIÓN a Cartas a un joven poeta
Era en 1902, a fines de otoño. Estaba yo sentado en el parque de la Academia Militar de Wiener Neustadt, bajo unos viejísimos castaños y leía en un libro. Profundamente sumido en la lectura, noté apenas cómo se llegó junto a mí Horacek, el sabio y bondadoso capellán de la Academia, el único entre nuestros profesores que no fuera militar. Me tomó el libro de las manos, contempló la cubierta y movió la cabeza. "¿Poemas de Rainer Maria Rilke?", preguntó pensativo. Y, hojeando luego al azar, recorrió algunos versos con la vista, miró meditabundo a lo lejos, e inclinó por fin la frente, musitando: "Así pues, el cadete Renato Rilke nos ha salido poeta..."
De este modo supe yo algo del niño delgado y pulido, entregado por sus padres más de quince años atrás, a la Escuela Militar Elemental de Sankt Poelten, para que algún día llegase a oficial. Horacek había estado de capellán en aquel establecimiento y aún recordaba muy bien al antiguo alumno. El retrato que de él me hizo fue el de un joven callado, serio y dotado de altas cualidades, que gustoso manteníase retraído y soportaba con paciencia la disciplina del internado. Al terminar el cuarto curso, pasó junto con los demás alumnos a la Escuela Militar Superior de Weisskirchen, en Moravia. Allí, por cierto, echose de ver que su constitución no era bastante recia, y así sus padres tuvieron que retirarlo del establecimiento, haciéndole proseguir estudios en Praga, cerca del hogar. De cómo siguió desarrollándose luego el camino externo de su vida, ya nada supo referirme Horacek.
Por todo ello, será fácil comprender que yo, en aquel mismo instante, decidiera enviar mis ensayos poéticos a Rainer Maria Rilke y solicitara su dictamen. No cumplidos aún los veinte años, y hallándome apenas en el umbral de una carrera, que en mi íntimo sentir era del todo contraria a mis inclinaciones, creía que si acaso podía esperar comprensión de alguien, había de encontrarla en el autor de "Para mi propio festejo". Y sin que lo hubiese premeditado, tomó cuerpo y juntose a mis versos una carta, en la cual me confiaba tan francamente al poeta, como jamás me confié, ni antes ni después, a ningún otro ser.
Muchas semanas pasaron hasta que llegó la respuesta. La carta, sellada con lacre azul, pesaba mucho en la mano, y, en el sobre, que llevaba la estampilla de París, veíanse los mismos trazos claros, bellos y seguros, conque iba escrito el texto, desde la primera línea hasta la última. Iniciada de esta manera mi asidua correspondencia con Rilke, prosiguió hasta el año 1908, y fue luego enriqueciéndose poco a poco, porque la vida me desvió hacia unos derroteros de los que precisamente había querido preservarme el cálido, delicado y conmovedor desvelo del poeta.
Pero esto no tiene importancia. Lo único importante son las diez cartas que siguen. Importante para saber del mundo en que vivió y creó Rainer Maria Rilke. Importante también para muchos que se desenvuelvan y se formen hoy y mañana. Y ahí donde habla uno que es grande y único, deben callarse los pequeños.
Franz Xaver Kappus.
Berlín, junio de 1929.
***
CARTA I
París, a 7 de febrero de 1903.
Muy distinguido señor:
Hace sólo pocos días que me alcanzó su carta, por cuya grande y afectuosa confianza quiero darle las gracias. Sabré apenas hacer algo más. No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus versos, porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices.
Las cosas no son todas tan comprensibles ni tan fáciles de expresar como generalmente se nos quisiera hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son inexpresables; suceden dentro de un recinto que nunca halló palabra alguna. Y más inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de arte: seres llenos de misterio, cuya vida, junto a la nuestra que pasa y muere, perdura.
Dicho esto, sólo queda por añadir que sus versos no tienen aún carácter propio, pero sí unos brotes quedos y recatados que despuntan ya, iniciando algo personal. Donde más claramente lo percibo es en el último poema: "Mi alma". Ahí hay algo propio que ansía manifestarse; anhelando cobrar voz y forma y melodía. Y en los bellos versos "A Leopardi" parece brotar cierta afinidad con ese hombre tan grande, tan solitario. Aun así, sus poemas no son todavía nada original, nada independiente. No lo es tampoco el último, ni el que dedica a Leopardi. La bondadosa carta que los acompaña no deja de explicarme algunas deficiencias que percibí al leer sus versos, sin que, con todo, pudiera señalarlas, dando a cada una el nombre que le corresponda.
Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien —ya que me permite darle consejo— he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?". Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Sí debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor, rehuya. Al principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura, para poder dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que le rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.
Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella. Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá como su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida.
Una obra de arte es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente en éste su modo de engendrarse radica y estriba el único criterio válido para su enjuiciamiento: no hay ningún otro. Por eso, muy estimado señor, no he sabido darle otro consejo que éste: adentrarse en sí mismo y explorar las profundidades de donde mana su vida. En su venero hallará la respuesta cuando se pregunte si debe crear. Acéptela tal como suene. Sin tratar de buscarle varias y sutiles interpretaciones. Acaso resulte cierto que está llamado a ser poeta. Entonces cargue con este su destino; llévelo con su peso y su grandeza, sin preguntar nunca por el premio que pueda venir de fuera. Pues el hombre creador debe ser un mundo aparte, independiente, y hallarlo todo dentro de sí y en la naturaleza, a la que va unido.
Pero tal vez, aun después de haberse sumergido en sí mismo y en su soledad, tenga usted que renunciar a ser poeta. (Basta, como ya queda dicho, sentir que se podría seguir viviendo sin escribir, para no permitirse el intentarlo siquiera. Mas, aun así, este recogimiento que yo le pido no habrá sido inútil : en todo caso, su vida encontrará de ahí en adelante caminos propios. Que éstos sean buenos, ricos, amplios, es lo que yo más le deseo de cuanto puedan expresar mis palabras.
¿Qué más he de decirle? Me parece que ya todo queda debidamente recalcado. Al fin y al cabo, yo sólo he querido aconsejarle que se desenvuelva y se forme al impulso de su propio desarrollo. Al cual, por cierto, no podría causarle perturbación más violenta que la que sufriría si usted se empeñase en mirar hacia fuera; esperando que del exterior llegue la respuesta a unas preguntas, que sólo su más íntimo sentir, en la más callada de sus horas, acierte quizás a contestar.
Fue para mí una gran alegría el hallar en su carta el nombre del profesor Horacek. Sigo guardando a este amable sabio una profunda veneración y una gratitud que perdurará por muchos años. Hágame el favor de expresarle estos sentimientos míos. Es prueba de gran bondad el que aún se acuerde de mí, y yo lo sé apreciar.
Le devuelvo los adjuntos versos, que usted me confió tan amablemente. Una vez más le doy las gracias por la magnitud y la cordialidad de su confianza. Mediante esta respuesta sincera y concienzuda, he intentado hacerme digno de ella: al menos un poco más digno de cuanto, como extraño, lo soy en realidad.
Con todo afecto y simpatía,
Rainer Maria Rilke
Tomado de http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/rilke.htm
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
4 comentarios:
Mucho nos conmovieron estas cartas... como si para siempre hubiesen sido escritas con el mismo destinatario, un joven poeta
La pregunta del millón -inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir- que tiende a que la poesía sea tomada como algo de vida o muerte, la hemos respondido con sagaz lógica formal al correr de los años: y si no muriera por dejar de escribir, ¿no podría seguir escribiendo? En otros términos: si pudiera vivir sin escribir, ¿por qué debería dejar de hacerlo?
Mis respetos, Irene
El tema, o la cuestión, me parece, no es el "debería". Usted me recuerda a ese viejo poema que terminaba diciendo algo así como "Hoy no, hoy no estoy con ganas". Y tampoco estoy tan segura como usted parece estarlo de si hemos respondido a tomar la poesía como algo de vida o muerte. Hable por usted pero no por todos, don. Hay quien no lo hace así. Y, of corse, hay quienes sí lo hacemos. Para mí la poesía es necesidad. Cuando no me muero por no escribir, vivo. Cuando muero si no escribo, padezco. Si dejara de escribir, sería porque ya no lo preciso; haría otra cosa como mirar las plantas o a la gente o a mis gatos. Se puede vivir sin escribir así; yo puedo, al menos pero no tooodo el tiempo. Si no, no. Si no muero por dejar de escribir, no pasa nada. Pero creo que en el caso que usted plantea al final, yo no escribiría o no podría seguir haciéndolo; porque también es un placer escribir. ¿Por qué negármelo entonces? Mi saludo a usted, Irene
Le saco el 'nosotros' y lo reemplazo por el desagradable 'yo'. Tiene razón en esto. En cuanto a mi opinión y su respuesta: creo que la pregunta de Rilke sigue teniendo valor para un joven poeta, porque mueve a pensar por qué uno hace lo que hace. Nunca habrá una respuesta definitiva, pero en tanto uno se toma la cosa con mayor seriedad. Podría vivir sin tomar vino, pero igual lo tomo, porque, como usted dice, procura placer. Si pienso en la pregunta de Rilke luego de tomar vino o escribir, diría que puedo vivir sin escribir, pero no lo hago, y aun así, inmediatamente, por obra de Herr Rilke, me pregunto sobre el asunto y vuelvo a tomarlo en serio. Saludos cariñosos, Jorge
Yo le diría que tome en serio un buen vino porque la escritura ya lo ha tomado a usted y con placer. No creo, tampoco, que precise el vino del mismo modo que escribir y/o no hacerlo. Gracias, Irene
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