viernes, 24 de abril de 2009

No, no eran inhumanos


JOSEPH CONRAD
(1857-1924)

de El corazón de las tinieblas
(Fragmentos)


El "Nellie", un bergantín de considerable tonelaje, se inclinó hacia el ancla sin una sola vibración de las velas y permaneció inmóvil. El flujo de la marea había terminado, casi no soplaba viento y, como había que seguir río abajo, lo único que quedaba por hacer era detenerse y esperar el cambio de la marea. El estuario del Támesis se prolongaba frente a nosotros como el comienzo de un interminable camino de agua. A lo lejos el cielo y el mar se unían sin ninguna interferencia, y en el espacio luminoso de las velas curtidas de los navíos que subían con la marea parecían racimos encendidos de lonas agudamente triangulares, en los que resplandecían las botavaras barnizadas. La bruma que se extendía por las orillas del río se deslizaba hacia el mar y allí se desvanecía suavemente.
(...)
La tierra parecía algo no terrenal. Estamos acostumbrados a verla bajo la forma encadenada de un monstruo dominado, pero allí, allí podías ver algo monstruoso y libre. No era terrenal, y los hombres eran... No, no eran inhumanos. Bueno, sabéis, eso era lo peor de todo: esa sospecha de que no fueran inhumanos. Brotaba en uno lentamente. Aullaban y brincaban y daban vueltas y hacían muecas horribles; pero lo que estremecía era pensar en su humanidad -como la de uno mismo-, pensar en el remoto parentesco de uno con ese salvaje y apasionado alboroto. Desagradable. Sí, era francamente desagradable; pero si uno fuera lo bastante hombre, reconocería que había en su interior una ligerísima señal de respuesta a la terrible franqueza de aquel ruido, una oscura sospecha de que había en ello un significado que uno -tan alejado de la noche de los primeros tiempos- podía comprender. ¿Y por qué no? La mente del hombre es capaz de cualquier cosa, porque está todo en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había allí, después de todo? Júbilo, temor, pesar, devoción, valor, ira -¿cómo saberlo?-, pero había una verdad, la verdad despojada de su manto del tiempo. Que el necio se asombre y se estremezca; el hombre sabe y puede mirar sin parpadear.
(...)
Los cielos no se vienen abajo por semejantes tonterías. ¿Se habrían desplomado, me pregunto, si le hubiera rendido a Kurtz la justicia que le debía? ¿No había dicho él que sólo quería justicia? Pero me era imposible. No pude decírselo a ella. Hubiera sido demasiado siniestro...
Marlow calló, se sentó aparte, concentrado y silencioso, en la postura de un Buda en meditación. Durante un rato nadie se movió.
Hemos perdido el primer reflujo dijo de pronto el director.
Yo levanté la cabeza. El mar estaba cubierto por una densa faja de nubes negras, y la tranquila corriente que llevaba a los últimos confines de la tierra fluía sombríamente bajo el cielo cubierto... Parecía conducir directamente al corazón de las inmensas tinieblas.

de La línea de sombra:

Después de la puesta de sol, volvía a subir al puente. Sólo encontré en él vacío y silencio. La delgada y uniforme corteza de la costa permanecía invisible. Las tinieblas se habían levantado en torno del barco, como surgidas misteriosamente de aquellas aguas mudas y solitarias. Me apoyé sobre la barandilla y presté oído a las sombras de la noche. Ni un sonido. Hubiérase podido creer que mi barco era un planeta lanzado con vertiginosidad por su senda prefijada, a través de un espacio infinitamente silencioso. Como si me abandonase el sentido del equilibrio, me agarré a la batayola. ¡Qué absurdo!

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char