jueves, 24 de septiembre de 2009

¡Atrás los remos!


Algunos poemas de
LEONOR GARCÍA HERNANDO

(Tucumán, Argentina, 1955-Buenos Aires, 2001)

TANGOS DEL ORFELINATO

No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares.
La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo;
y entre las mismas paredes irás encaneciendo.
Siempre llegarás a esta ciudad.
C.P. CAVAFIS

si el desastre fuese pudoroso conmigo,
yo sería pudorosa con él, supongo
pero siendo así las cosas, yo también soy lujosa.
Tener y no tener sería la novela de mi
pasión rota de lencería, inundada puntilla del corazón,
Tener y no tener

si esa rubia de peinado violento sonriera
con menos placer, la vida sería, en fin, menos canalla
la camisa que la cubre de seda blanca no mejora un paisaje de lenta desviación
y al fondo del mostrador, rancio, con anillo de sello en el
anular que se hunde en ceniza, un hombre mira a su
acompañante
Mejilla a mejilla sería la novela de mi
pasión

cheek to cheek cantaría mi novela la
voz de Sarah.

caricia de tu mano breve
el placer, el desdén, el vínculo perverso que retiene a los
desdichados en la pecera del abrazo
breve
el clima de la fiesta se pierde como aguas de riego entre las
franjas del balcón.
La fiesta se apagaba
era el vientre de un insecto luminoso que se sostuvo un
instante en el aire que encierran las manos de un niño

breve Tangos del orfelinato.

el cabello cortado a navajazos sobre la
frente
y el largo paredón de la curtiembre para que los ojos
miren agrandados en la delgadez del rostro
sombra de las niñas expósitas sobre los pómulos
soy la que mira con insistencia caer los granos de sal
sobre la babosa que se disuelve en las baldosas del patio
ahuyentar con la mano esos rotos
mechones que molestan la frente
soy la dejada con una manta en los hombros la tocada
por la sospecha

¿me querías pecadora? Yo te daré indo-
lencia semejante al destierro.

__esa blanda extensión de campo se ve
desde la curva de la ruta
murmurada en ajustados labios, estas palabras que a
nadie atraen, que nada piden como otra respiración.
Un alambre corta la planicie delgado arpón clavado en
un horizonte esquivo temblores en un páramo errado.
Se escucha rasante el quejido de los motores, exigidos
por una velocidad que es pánico
el pedregullo salta en la banquina escasa magros fuegos
de artificio que se extinguen en lo que tarda un camión en
recorrer la curva con su acoplado de bestias para entregar
a los matarifes
una palabra murmurada en ajustados labios
pronto la sombra apretará la tierra
desaparecerá el campo y las tenues flores de alfalfa en la
intemperie cenizas que el viento afloja
bocina atónita en el desvío de un muelle de cal
¿seré tan triste como esa palabra que en
mi boca se retuerce como un lagarto blanco?
rosa de piedra en la boca de un lastimado

cenizas en la curva.

y ella dijo: __avanzar en la noche de
pasillos circulares con una vela en la mano.
A veces, un escalón de piedra me hacía tropezar hongos
de un rosa viejo, cicatrices
y después esa carpa de lona junto a las vías, un llanto de
animales atados, la ráfaga con un quejido de ruedas
girantes en carriles helados.
La noche era hundida como un balde en un pozo.

Temblorosa llama. Las gotas de sebo impregnaban el
vestido de viyela gris
¿era triste entonces? Era descalza en un
corredor con su extrema claraboya cayendo en el
descampado?
Supongo la mirada extraviada en una noche al fin plana
sobre el pastizal
y el miedo como una respiración en la nuca rapada

Atardecía cuando me cortaron la trenza. Cayó circular
al canasto.

el devoto paso de los animales a las
aguas.
En plástica humillación, ese recorrido elude todo infierno.
Ellos están mansos en su olfato. Conocen su deseo como
nosotros las marcas de la frente
una tensión de bestias en el polvo
y las lenguas pesadas, entregadas al paisaje que aguarda.
La huérfana soy yo entre los animales
que embisten empecinados.
La huérfana soy yo sin mandato que
termine con la sed
soy la que está en el fuego de la estampida.
quizás en mi monedero sostenga,
remota, un arma pequeña, de dama, adornada con
incrustaciones de nácar
un instrumento cursi para matar.

un vestido de viyela opaca, con pespun-
tes en los puños y el cuello que cae en envejecidos pétalos
bordeando la garganta. En la pechera también pespuntes
y botones de un menguado azul.
Para ese tablero agrio de escarcha
un derramado vestido en patios de invierno.
nada palpita en esta franja que la desidia
absorbe
una película que el ácido impregna
revelaciones en un ámbito negro

y después ese tiempo de convalecencia
el pabellón con una suave fila de camas de hierro frente a
largos ventanales
ir hasta los vidrios con un rengueante
camisón de franela cubriendo el deterioro
el campo es una helada curva hacia la ruta, el plateado
sonido de los álamos, portones movibles que separan
camiones tapados con lona, cortezas empalidecidas por la
cal, las líneas de alambre manchadas de ligustro
paisaje blanco espuma de la peste
el cartel de chapa se agita en la intemperie, como la
bandera de una patria se desparrama para cubrir el
cuerpo de sus tullidos
un amargo olor quemado desprende la
estufa con velas de loza entristecidas por el humo
las sábanas se derraman en los mosaicos
sin orden. El ventanal dilata un páramo de arcilla
empapada. Dibujos de agua adornan la tierra fría
ventanal de La Matanza

tengo mi zapato en la mano
de cordones apretando el cuero, de alta suela negra:
un zapato de invierno.

la taza debe parecer excesivamente
blanca en contraste con la boca pintada -- No deberíamos
acercarnos a objetos tan nítidos
envuelta la garganta por un extenso
pañuelo de gasa, todo rostro es más plácido y se esfuma
como una lancha en esa agua extrema donde el cielo deja
de fluir
no deberíamos acercarnos a objetos tan
nítidos
una taza un sobre en el que la lengua impone un
poder; las uñas esmaltadas de rojo y tres desnudas
cebollas en el mármol
no deberíamos acercarnos a esa brus-
quedad del objeto que satura como un golpe
no deberíamos ser honestos en el terror.
Mejor palidecer como esa línea de álamos en la tormenta.
Mejor estar callada mientras la fiebre unta las sienes con
grasa de ciervo
mejor esperar a que las hojas del nogal apacigüen el sende-
ro de piedras rojas. Parques con una pálida herida de
mármol pierden su agua rara, lastimosa hundimientos
en la frondosa oscuridad.
no deberíamos acercarnos a objetos tan
nítidos.
Zonas que no conocen piedad.
(...)
de aquel hombre no le creo la herida.
Cuando la cicatriz estire una línea de escurridizos bordes
llameantes
tampoco creeré su herida.
¿por qué confiar? Si yo hubiese sido así
lastimada, a nadie le daría una verdad
ni daría dátiles. No le daría nada a nadie.
los desesperados no son confiables. Sería
un idiota el que arriesgara por mí su moneda. Sería un
encandilado por el quejido por el frenesí del que ruega
calmantes con labios blancos.
no hay gloria ninguna en la mutilación
ya no creo en heridas. No creo en la sangre derramada.
El viento se retuerce entre altos pastos. Los jugadores de
cartas miran sus diamantes y saben que es poco.
Las aguas turbulentas golpean ventanas opacas, de
vidrios empañados por un aliento roto y esa mirada
desvalida del que perdió, se entierra en mi garganta como
una respiración intrusa.

de su herida no es cierto el tajo ni el
olor de la gangrena ni la navaja que como un pez sutil,
ha quedado en el acuario negro de mosaicos.
Sólo esa manera de aproximar el cuerpo
al lavatorio, de raspar con una esponja la falta, tiene algo
de verdad
y no es amor lo que pierde la herida,
no es la fatalidad de una pasión insensata.
Es sólo sangre.

El gesto que con la mano en alto, los dedos molestando
el aire, dice adiós
es el gesto de las mutaciones
devorado por la intensidad de los aviones que cruzan la
pista.
N No volveremos a estrecharnos las cabezas desnudas
bajo la ráfaga.
N No volveremos.
Somos el desesperado giro del insecto tocado por el
veneno.

y ella dijo: __sueño y desorden. La noche
me da estos frutos porosos.
No me quejo del azar.
No me quejo del llanto de los animales atados,
ni del hambre de la noche que come los objetos y los hace
carne de su oscuridad
y ella dijo: __se supone que hay algo
pesado en mi corazón.
Mis piernas son blancas, sin solear y de una pereza que es
la turbia apariencia de la sangre.
Se me supone iluminada de frialdad y de astucia;
en el desorden pero estéril,
acabada por un aprendiz que hizo lo que pudo.
**
De Tangos del Orfelinato Tangos del asesinato.
***
PUERTO DE FILIBUSTEROS
a Leandro Regúnaga

Con un canto en los labios para la oscuridad, amarran sus
ocres barcazas.
Las luces son ilusorias y tiemblan en la intemperie.
El agua hasta las rodillas empobrece esos cuerpos que el
mar ha preparado para las tormentas.
Encaramados a la caldera escuchan el silbo de la pasión.
Navegar ha sido ese desdoblamiento de metales y carbón,
para que una tabla busque su isla entre sargazos.
Una ambición de ligas prostibularias (lentos encajes
adornando satén) anima los dedos que arrastran sogas
hasta la muralla donde el agua termina: vaivén de caderas
oscuras y licor derramado en esas mujeres que el sueño
hace bestiales.
El puerto es sólo una herida de luces en tierra
y van con las bocas abiertas donde brilla el diente de oro;
en los puños cosida la misteriosa perla que sólo el amigo
íntimo quitará de las ropas.
La muerte es ese olor a pólvora mojada a carne curada
en un humo de astillas y vísceras
trapo que la sal penetra la muerte es poca cosa
un aleteo de pájaro en el hombro.
Ahora enrollar la velas con un pesado deslizarse en
cubierta. La muerte es esa lona que el viento ha trabajado
como un amante brusco y ahora cae rota en la madera,
retorcida en su abandono
poca cosa esa lona una mujer caída. Los ojos tienen el
temblor que aguarda ante un cuerpo desnudo.
Atrás, la memoria contempla una mansa
pradera y el nacimiento apretado de pobres casas contra
un filo de piedra.
El llanto de cachorros abre el aire, como un tubo inunda
una estancia de desdichada ventilación atrás,
el crimen era de los Príncipes y los ahorcados estaban en
los caminos como un crecimiento fantástico del triste
pendular de máquinas de relojería.
¿qué atavismo hace a un hombre comer
el corazón que aún se contrae y dilata en su latir; enterrar
entre dientes esa carne amorosa, como dicen que pudo El
Olonés orgulloso en una iglesia de espadas?
amarrar los barcos se tira un gancho hacia el muelle y
la memoria padece ese esbozo de casas con lámparas que
palpitan sobre arena fría
retener un corazón para siempre El
Olonés sería un enamorado eterno deslizar de un
corazón tocado contra un paladar que el crimen
manifiesta como luminosidad atravesando un vitró
y luego ese arrastrar de baúles en la explanada tensa
y la intimidad de los cofres perlas que coagulan en
terciopelos magros obsceno deslizar de collares en el
encierro esmeraldas apretadas por un hilo encerado
el peso de las sedas acumuladas en bodegas turbias de
moho
esa mezcla promiscua de lujos y crímenes en el vientre de
un barco sonámbulo
Los brulotes con sus sombríos barriles de pólvora
avanzan en la noche con un clavo de fuego enterrado en la
tabla.
El mar estalla su espuma convulsa. Verrugosos
crecimientos de corales y algas, se adhieren al casco
barco de desdichados rostros con un único ojo sombrío
alzado contra el sol maloliente
y los lastimados pidiendo ron olvido de esa mano que
se deshace en el puente alucinados de un barco fijo,
chalupas con sus tristes bancos que la lluvia alarga,
aceites de lámparas que la tormenta mezcla con sus raros
desvíos
lenta penumbra contra fardos que cubre un turbio
algodón
ahora, explicar esas costras, esa costura en el muslo la
boca apretada en un vidrio ahora explicar esos pómulos
que la sal ha cavado
¿quién vive? en la noche de barcos ¿quién vive?
¿Quién desata el cordaje que sostiene a los demorados en
un barco perpetuo?
¿Quién atraviesa, en altas horas, una plaza vacía? a un
costado la fuente pierde su fúnebre saliva y en el borde de
un espectro de jazmines; el espectro del hermano
ahorcado en Maracaibo
¿quién sepulta al hermano en el abismo de aguas rápidas?
calavera incrustada en telas negras única bandera que
toca el hueso de los hombres
Piratas de Tortuga Isla para los obstinados
ningún objeto de la tierra merece que nuestros dedos
entierren un doblón de plata en boca de banqueros.
Ciudades con sus altas murallas de vidrio en la noche
de barcos ¡quién vive?
constelaciones de estrellas ingratas sobre nuestras cabezas
rapadas, en el aire de ahorcados ¿quién vive!
una híbrida acumulación de minicomponentes en los
escaparates,
eso es todo
y los cantores de zarzuela caídos en un mostrador de
mármol.
Ya no hay Islas embrutecidas por el deseo, las
galápagos rompen su frente contra las vidrieras que
exhiben un lujo de compactos que cantarán sobre el oído
de nuestras desdichas su pesado blues, su armónica rara
quejándose en la piedra de las catedrales.
Ya no hay Islas ya no hay nada que merezca una línea
de sangre
ya no hay sombras de las sombras de los barcos que el
rencor echó al mar como un vómito de las tabernas, de los
muelles de Liverpool, prostíbulos de Marsella, de los
hospicios de Dublin ciudades maliciosas estopa
jergones del hambre, la pesadilla, el daño torturada
rebanada de pan en una sopa de cebollas ya no hay
ciudades.
Ya no hay odio contra el crimen de los Príncipes
sólo deseos de alcanzar un objeto sintético, girante tras el
vidrio como un carrusel atrofiado
¡Quién vive en la noche de cabinas ardiendo?
quién tiene un cuchillo en la media?
quién entibia una máquina densa en el íntimo bolsillo de
la campera de cuero?
quién vive en la costa de ciudades pálidas como ese lento
cadáver que no tuvo cuerpo?
quién busca al ángel rubio y le pone una estaca de plomo
en la frente?
quién entra con altas botas en la Plaza de Maracaibo y
quita al hermano de la horca; envuelta su triste sangre, su
carne humillada en patio desolado y lo devuelve a las frías
aguas rápidas y el rezo de los lastimados que suplican
ron olvido de esa mano que el puente derrama
¡atrás los remos! ¡atrás los botes en la
marea alta de los corazones que vuelven a los hoteles a
pernoctar entre cal amarga!
atrás los huérfanos! atrás los desobedientes en botes
que el oleaje alza hacia un cielo de un clásico gris de
dinamita!
Porfiados con sus desdichadas uñas arañando el ojo de
Dios. No hay nada que mirar debajo de esa boca que habló
para expulsarnos.
No hay Jardines no hay Islas
sólo rincones con hombres que tienen sus párpados
flotando en un cuenco de cerveza.
La velocidad de las avenidas concluye en aguas pardas,
hinchadas como un golpe
de Buenos Aires hablo de la niña sonriente en el bur-
del.
Nuestras ensoñaciones terminan en el estrecho mirar
hacia la asfixia del agua donde bogan envases vaciados y
un fantasmático desplomarse de oxidados cuerpos hacia
las argollas de petróleo flotante
costanera de los cobardes
balcón donde la memoria llora apretando sus delgadas
rodillas rotas
¡quién vive? quién deambula en la
noche de hierros, con un frasco de ácida furia sostenido
entre dedos nerviosos?
quién pidió y no le dieron? y pidió y le pegaron?
y pidió y lo mataron?
en la corrosiva cúpula de las Metrópolis
¡quién vive con nucas marcadas por la alquimia de los
orfelinatos?
largos paredones de las curtiembres ampollas de pánico
débiles comiendo en escudillas de estaño jeringas con
líquidos fuertes
quién vive después de mirar y comprender
expulsados de la patria, del hogar, de las copas de
borgoña, del papel suave de las cartas expulsados de
la adolescencia, de canciones que derrama un disco negro
Hombres de la Tortuga hermanos de
una costa que es sueño y desobediencia memoria
perpleja barco errado entre corales
y los muertos sin docilidad sin nombres en la tumba
sin dedos en la sombra arcillosa lenguas dobladas sobre
una palabra que tembló en paredones de ese arrabal
amargo
hombres de Yucatán, de la Malasia, de la lunática Costa
Bereber; hacinados en una barco palúdico febriles los
astrolabios cartas de navegación bajo una lámpara de
cinco puntas orilla enferma de una isla que es patria
para los bucaneros, suposición la sífilis deja su grano
de oro en el cráneo donde el pensamiento es ceniza lí-
quido error
espalda para los traidores
animales de espinazo doblado sobre la pólvora
camarotes que el sarro entristece y cubre al dormido de
maderos cruzados.
Honorata de Van Guld durmió envuelta en esa sábana
de fiebre.
Enlutado corsario frente al traje de una mujer maldita.
La desolada Plaza de Maracaibo entre el amor de los
cuerpos
y un hombre que llora arrojado entre cuerdas
y una mujer que la tormenta hace vana desleída en la
lluvia alzada en un bote que la ráfaga consume.
No hay olvido no hay Islas
el perdón come mis uñas galletas húmedas humo de
astillas verdes.
Caen derrotados los dados en la mesa.
Un estrecho corredor deja mirar la ciudad lejana en su
abundancia de hoteles donde el asma hierve puñados de
eucaliptus.
No hay Islas no hay bosques con
ganado salvaje
no hay pasión que merezca una linea de tinta
sólo mercados en veredas angostas sólo imbéciles
mirando como caen las fichas en máquinas donde la
derrota es segura llaves en las rajaduras de las puertas,
escalones de asfalto.
Todo es inundación y mujeres de rápidas piernas en la
espuma de los colchones.
Hombres de la Tortuga hombres sin
otra fe que la velocidad de sus navajas
remos acercados al agua jadeo cavan el agua donde
el tiburón nada en círculos.
Errabundos fanales de proa alumbran ese espacio mínimo
renglón que mi mano tensa y es acero que repite una
herida monótona
despiertos bajo un foco blues de los que contuvieron su
garganta con el luto de una media
de los llevados a un baldío para llorar, extendidos en un
catre de hierro, esa ausencia de goleta que el horizonte
pierde como arena en un guante
adiós,
filibusteros que entraron a las ciudades arriando monjas
negras con un pálido cuchillo; que pusieron sacos de
pólvora en la capucha de los frailes y los hicieron avanzar
entre tiendas abandonadas avanzar sobre las piedras
de calles angostas y las casas tapiadas, duras de cal, eran
una incesante floración de sudarios bordeando
explanadas húmedas.
Devoradores asaltando una ciudad perdida arrancando
las copas de oro en las iglesias, la dura porcelana de las
virgenes muñecas lascivas con largas cabelleras muertas
y la tallada madera de los cristos y lo azul del manto
incrustado de perlas; arrojados a un fuego más voraz que
el Infierno que hierve mas allá de las islas.
Hombres con un rústico fieltro caído sobre la ausencia de
un ojo que miró lo suficiente
en habitaciones donde la rapiña se instala desnudas las
mesas de sus manteles de hilo crudo el viento morboso
de los trópicos entra por ventanas reventadas y el hambre
busca muslos blancos, gargantas españolas.
Muchos días arrastrando cañones de bronce y pesadas
cajas de arcabuces a través de la selva los abiertos ojos
de la lechuza en el bosque cerrado las sienes insoladas
los amputados con el triste muñón envuelto en trapos
y todo para lanzar un furioso garfio contra la ciudad
perdida botín perdido lengua castellana
y todo para nada ese despertar bajo un sol
malsano que pudre las maderas y fermenta huevos de
mosquitos en las ciénagas
y todo para nada el barco no está en el agua quieta.
El barco no supo esperarlos. Se fue con la vajilla de los
Príncipes
y todo para nada Han quedado solos en una ciudad
extraña.
Desencajadas, las vigas caen entre un desangrar de flores.
Las puertas, arrancadas de sus goznes, dejan entrever
interiores trémulos donde las mujeres se arrastran hacia
palanganas de un agua intranquila donde flota, inerte,
una hoja de hiedra
párpados caídos sobre la traición hombres absortos, sin
barco; miran el agua donde el horizonte es fuga
la boca sucia de ron el pecho tatuado por la Rosa de los
Vientos
abandonados en una ciudad peligrosa; inestable en sus
consumidas murallas
alcobas con un hedor a muertos, a humillación.
Los ojos azules de los caimanes vigilan la debilidad de
unos hombres que el abandono retiene en una ciudad
española
de mantillas rotas en los altares
de cobardes sin respiración en los sótanos
la mórbida niebla de los pantanos y la selva que los ciñe
con el empecinamiento de una mulata
nada una ciudad arrancada de si, entre dedos
palúdicos.
Eso es todo.
¡Atrás los botes! ¡atrás las chalupas en
un mar impasible.
La estática loza del cielo, desganada, se estira sin nubes
¡atrás las tablas y a los remos! con un
canto en los labios ¡a quebrar la quietud donde Dios no
tiene verbo!
¡Hombres a los remos! oprimir el
agua que se resigna con espuma en los labios orilla de
la ciudad saqueada ¡a los remos! pluma desencajada
pájaro de la traición picoteándoles la frente
¡a quebrar ese apacible relato de aguas y cielo!. La lengua
de Dios conoce el ácido de sus cuchillos y no habla en el
Caribe.
El puerto es sólo una herida de luces en tierra
remolcadores que guían un navío hemipléjico entre
túneles líquidos.

No hay Islas no hay costa para los hermanos que
odiaron.
Sólo camiones frigoríficos atraviesan las rutas heladas.
Sólo adolescentes que la fiesta consume. Luego aparecen
en un auto incendiado; las manos atadas por un breve
corpiño de lacre.
No hay mapas no hay brújulas con el cuadrante roto
por el calor de los trópicos.

errar incierto entre faros y oleaje Filibusteros
hombres con un pobre designio en unos pobres barcos
empujan los remos con un canto entre la oscuridad de los
corazones.
Un golpe de muleta sobre la madera hinchada de los
botes.
***
Unas palabras de Leonor a la revista Perro Negro Nº 2, agosto/septiembre 2000

(...) hay una vanidad en el dolor. Hay una vanidad en no ocultarlo, porque no estoy de acuerdo con el ocultamiento. Esto para nada tiene que ver con una vida personal carente de motivos de felicidad. Yo he tenido tantos motivos de felicidad como cualquiera. Simplemente no es ése mi tema. Creo que ni a mí ni a los otros les hace demasiada falta el hablar, el escribir, el poderse identificar con esas felicidades domésticas, que más o menos, "casas más, casas menos", podemos resolver. Hace falta hablar de lo que no podemos resolver, hasta resolverlo... cuando esté resuelto, tal vez aparezca un tema. Creo que lo que no podemos resolver es la desgracia, el sufrimiento, la marginación. Y esto no está disminuyendo en Argentina, está aumentando. Todo tipo de marginación, la económica, laboral, trae otros tipos de marginaciones de forma inmediata.

Estoy en un momento en el que me vuelve a afligir el no poder escribir una página feliz. Muchas veces me pesa y me jode, y quisiera que no sea así, quisiera escribir yo también sobre “la felicidad”. Y además sé que hay gente que me lo reprocha, que me dice “no te puedo leer porque me falta el aire cuando leo 10 poemas tuyos”. Y yo por un lado –así un poco rencorosa– pienso “pero si eso quiero yo, que te falte el aire”... Y después pienso, bueno, no todo el mundo puede soportar que alguien se esté quejando sobre su oído todo el tiempo. Pero si al final no lo resuelven diré “y bueno, ¿qué página querías encontrar?, no han leído bastante, con aire o sin aire...”. En definitiva, yo voy a hacer como todo el que escribe, voy a hacer lo que pueda.
M.P: ¿No creés que tu lugar de la queja es digno?
L.G.H: (silencio) No me gusta citarme, pero hay una frasecita que dice “no hay nada bueno que empiece por ser una herida”... Yo creo que cuando alguien se queja de un dolor, de una herida verdadera, nunca hay dignidad, nunca hay elegancia. Porque por naturaleza, no es ni elegante ni digno el sufrimiento. Es siempre indigno. No pretendo ser digna... (silencio)

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char