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lunes, 5 de noviembre de 2018

En esotra ciudad o en ésta

EUGENIA CABRAL

(Córdoba, Argentina, 1954)

Bautismo

He temblado junto a la pila bautismal
en la iglesia a oscuras. He temblado al verte de perfil
porque parecías un galo de la Alta Edad Media.
El techo de la nave central es combado y tiene costillas doradas
y pinturas en rojo. Temblaba en esta ciudad americana
y te señalé los santos tallados por aborígenes,
a lo largo de la nave izquierda. En esta ciudad o en esotra.

Somos criollos de varias generaciones, argentinos,
de apellido hispano, de cultura rioplatense,
de costumbres pampeanas, de silencios federales.
Si festejamos la patria comemos a la usanza del Noroeste,
si filosofamos lo hacemos a lo porteño
(la zamba marechaleana de la escisión).
En esotra ciudad o en ésta.

Agradecí a la penumbra que no le permitiese al temblor
avergonzarme. De pronto el ritmo de las frases no coincide,
el temblor ha desencajado alguna articulación.
Como gozne y goce, una es vértigo, la otra, silbo.
Un desplazamiento de placas, un prefacio a la falla de San Francisco.
Pero los desastres de la melancolía se perciben a solas.
Un cloqueo, un chasquido se levanta con dificultad desde la greda
y, anfibio, atraviesa el patio, llega a la ventana.
Los dos somos jóvenes –él de catorce y yo, de doce años- y temblamos,
bajo el hedor acre de las vestiduras,  en el siglo XIII,
ya no somos coloniales y barrosos españoles
desafiando a las autoridades del virreinato:
somos judíos conversos  y sabemos leer.
Después nos convertimos en arrianos y vuelta a perseguirnos.
Más atrás aun en el tiempo, éramos adúlteros y nos lapidaron.
Entonces nos hicimos hinduistas y nos despreciaron.
Cometimos incesto y nos quemaron.
Mezclamos nuestras etnias y nos apartaron.
En esta ciudad y en esotra.

“Amor constante más allá de la muerte”,
nadie podría vencernos, salvo una clara eternidad.

Miré hacia el altar católico y sentí llegar desde vos
esa como ansiedad fastidiosa, esa exquisita fatiga
que te absorbe hacia los corredores del laberinto,
como los embudos de los ríos serranos a los nadadores angélicos.

Y supe lo de siempre: que, para el gran río,
representamos apenas un sorbo dulzón, como la sangre,
un puñado de moléculas y de entropía.

(De En este nombre y en este cuerpo, Editorial Babel, Córdoba, 2012)
**
La voz herrumbrosa 

Sobre la tierra del patio,
mañanas como países condensados en racimos:
pequeñas naciones verdes y floridas,
minúsculas pampas de tréboles
y –en la habitación trasera-
el jardín zoológico de mis gatos,
jilgueros nerviosos y perros adoptivos.
Todo el mundo de la infancia converge
hasta que la sed nos doblega la espalda
y el sueño (boxeador experto) nos cubre la boca
con una toalla deshilachada,
que apaga un tanto la sed de estar solos.

Tantas veces has creído
que no volverías a ver la luz del día,
que no remontarías la punta de tu dedo
fuera del borde de la ventana
y, ahora, como si nadie te mirase,
encuentras –demorados en el patio-
la brevedad de la tarde, el cansancio
y la huella de salitre que ha calado las paredes.
Sin embargo, no es coherente,
¡si estás muy lejos del mar,
de los salitrales, de toda salina!
¿De qué manera el salobral
podría carcomer los revoques de tu casa,
las punteras de tus zapatos?

Mas, aunque dudes, ahí estás,
comprobando la improbable huella,
el salivazo despiadado
de una sal que no escogiste.
**
SALITRE

La sed no tiene voz.

La sedienta mudez implora
un aullido de ángeles al cielo,
una monodia oscura al infierno,
un arrullo de paloma a la cornisa,
una oración temerosa al canalla,
una diatriba memorable al ministro,
una cáscara de sustantivo,
el hollejo de un verbo,
el hueso de un adjetivo,
la médula de un poema.

Algo que diga algo del deseo
y del silencio.

No es preciso que suene sublime,
ni tan siquiera bien dicho,
sólo algo conque tapar la boca,
la gruta cuaternaria de la boca.

(De La voz más distante, Pan Comido Ediciones, 2016)

martes, 19 de febrero de 2013

Están todos muertos, Harry

Tomada del blog hacienda-glamorosa

EUGENIA CABRAL
(Córdoba, Argentina, 1954)


LA QUEJA

1.
Algo sangra débilmente.
Una palabra se obstina y prolifera
entre paredes de basalto,
relumbra cual la muerte de un águila.

2.
Mil y una veces
ha pasado la Muerte por el cuerpo.
Forma de cacatúa, libro, automóvil
o vidrio adquiría;
travestida, micareme;
es un tatuaje en el muslo –casualmente advertido
bajo la falda de una amiga histérica-.
Siempre fuimos ingenuos ante sus manías.

3.
Una y mil noches en desvelo
por costumbre materna anticipada
me acerqué a la ventana creyendo
haber oído una voz.
Mujer insomne: casi como decir “condenada”.

4.
No teme el cuerpo a la soledad.
En las calles se repite un proverbio helado
acerca de la luna.
Ahora no es de amor la queja.
Unos lobos azules se reparten la tormenta.

5.
Tengo, para mí, dolor de carne y cielo
a la altura de bronquios
en aire espasmódico;
lo tengo coronado de noches
como a un relato extraño,
extraño a lo pacífico del Arte
y a su violencia rara,
tan amada.

6.
Cuantiosa es la manera adrede
para vivir en la memoria.
Lujo. Extraversión.
El siglo distribuye ilegalidad
a puro antojo.
¿Y el viento? Nada legal.
Antes de que llegaras estaba yo aquí,
en bello delirio.
***
Irak Blues

Están todos muertos, Harry.
Te digo que es cierto, todos murieron.
Mientras caían yo escuchaba campanazos, tañían los infelices al reventar contra las paredes.
Era un campanazo vibrante, se podían ver los círculos concéntricos de las ondas sonoras cada vez que uno de esos moría.

Están muertos, Harry. Todos están muertos.
A las dieciséis horas de Argentina comencé a disparar contra los conejos. Eran todos blancos y los ojos colorados hacían un centro perfecto para darles en el entrecejo.
Eran unos malvados conejos con dos dientes que si se te clavan en la mano te arrancan el pedazo.
Dos dientes con los bordes rectangulares como metal bien torneado, igual que las balas.
A esa hora, mientras los imbéciles se ataban a un explosivo y se hacían estallar, en otra ciudad, junto a un par de conejos (como ellos) y mataban uno que otro de los nuestros.
¡Pero nosotros los matamos a todos, Harry! Los sacamos de las jaulitas uno por uno y se resistían con sus dientes rectangulares, sus ojitos colorados, los conejos.

Pensándolo bien son raros los conejos. Uno los mata por cientos y ellos, por darle sólo a uno de nosotros, son capaces de matar a diez de los suyos. Es que no saben contar. Créeme, Harry, los conejos no entienden la aritmética.
Yo tampoco me llevo bien con la aritmética (ni con los conejos.) Yo entiendo el pelaje blanco volando por los aires como la pelusa cuando se barre una casa vieja, yo veo su sangre salpicando con miles de ojitos rojos la llanura.

A las dieciséis en punto había que matar conejos, hoy, en Fallujah. Era una cuenta fácil: conejos más Fallujah. Fallujah cercada y los conejos atrapados.
Cuando reventaban sonaban los campanazos porque se van al cielo de los conejos, Harry, eso creen los estúpidos. Un cielo sin números, todo poblado de zanahorias y conejas.

Mejor nos vamos, Harry, ¿eh?
Ya me ha cansado la tarea de sumar orejas con colas de pompón.
Vamos por unas cervezas, Harry, así nos olvidamos de Fallujah y de los conejos.
Salimos de Bagdad y nos enviaron a los nortes, los estes, los oestes, y ya veníamos de Afganistán... Después del Golfo, digo, después de Granada, ¿te acuerdas, Harry? Después de El Salvador, después de Viet Nam, cuando pasamos por... Y mucha cerveza para aguantar.
***
LA VOZ HERRUMBROSA

Sobre la tierra del patio,
mañanas como países condensados en racimos:
pequeñas naciones verdes y floridas,
minúsculas pampas de tréboles
y –en la habitación trasera-
el jardín zoológico de mis gatos,
jilgueros nerviosos y perros adoptivos.
Todo el mundo de la infancia converge
hasta que la sed nos doblega la espalda
y el sueño (boxeador experto) nos cubre la boca
con una toalla deshilachada,
que apaga un tanto la sed de estar solos.

Tantas veces has creído
que no volverías a ver la luz del día,
que no remontarías la punta de tu dedo
fuera del borde de la ventana
y, ahora, como si nadie te mirase,
encuentras –demorados en el patio-
la brevedad de la tarde, el cansancio
y la huella de salitre que ha calado las paredes.
Sin embargo, no es coherente,
¡si estás muy lejos del mar,
de los salitrales, de toda salina!
¿De qué manera el salobral
podría carcomer los revoques de tu casa,
las punteras de tus zapatos?

Mas, aunque dudes, ahí estás,
comprobando la improbable huella,
el salivazo despiadado
de una sal que no escogiste.
***
HÁBLAME DEL AGUA QUE TRANSCURRE
más allá del tiempo.

Esa corriente: ¿es pasible de ser vivida?
¿cabe en el puño de un mono?
¿vale más que los huesos del cráneo?
¿es útil como las hierbas
y el aire?

Dime si es cierto que volvemos
a ser hermafroditas.

A veces digo “eras mágica”
y acuden los espectros a vestirme.

Y no sé
si fuiste o no fuiste
la que ha partido sin mí,
la que no precisó de mi mano
para subir a la barca.
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char