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viernes, 29 de junio de 2018

Su mente dormía aún en la juventud

Pearl S. Buck

(Hillsboro, Virginia Occidental, EE.UU., 1892. Residió en China hasta 1911-Danby, Vermont, EE.UU., 1973)


El eterno asombro 
(fragmento)

"Tumbado en la cama, sin poder dormir, revisó su vida tal y como la recordaba, una vida breve si la contaba en años, aunque en cierto modo vieja. Había leído muchísimos libros, había tenido muchísimos pensamientos propios, su mente siempre era un hervidero de ideas… y de pronto, con su capacidad para visualizar las cosas, recordó las carpas doradas que había en el estanque bajo un sauce del jardín, y cómo en los primeros días cálidos de primavera, cuando lucía el sol, el agua se agitaba y cobraba vida con destellos dorados cuando los peces salían en tropel del lodo donde se habían cobijado durante el invierno. Aquélla, según creía, era la viva imagen de su mente, una constante sucesión de destellos, siempre en movimiento con pensamientos brillantes que se atropellaban en busca de terrenos inexplorados. A menudo, lo dejaba agotado esa mente suya de la que sólo podía encontrar descanso durante el sueño, y hasta el sueño era breve, pero profundo. A veces su mente le despertaba con su actividad. Visualizó su cerebro como un ser independiente de sí mismo, una criatura con la que tenía que convivir, un hechizo, pero también una losa. ¿Para qué había nacido él? ¿Cuál era el sentido y el propósito? ¿Por qué era tan distinto de Chris, por poner un ejemplo? No lo había visto desde aquella breve visita poco antes de la muerte de su padre. Habían pasado cerca de dos años, años en los que había estado abriéndose camino en la universidad. Ahora, antes de volver a empezar en otra parte, si es que volvía a empezar, se le ocurrió ir a buscar a Chris, con la curiosidad y el deseo de regresar al pasado, aunque fuera fugazmente. Su mente tomó así una determinación y por fin le dejó conciliar el sueño."
**
Un día feliz 
(fragmento)

"Ya que todo estaba resuelto, el anciano se mostraba muy alegre. Anduvo rápidamente hacia la verja e hizo señas a la señora Jackson y a sus hijas para que le siguieran hasta el coche, dejando que la señora Jackson y Nora ocuparan los asientos mejores mientras él y Jane se acomodaban en los más pequeños. Las mandíbulas de Jane empezaban ya a quedar libres, y el anciano le miró, sonriendo suavemente entre dientes.
El poney trotaba más alegremente que nunca calle abajo, y de vez en cuando, después de consultar al señor Nishima, el cochero le orientaba hacia donde tenía que dirigirse. La primera parada la hicieron ante un gran mercado. Allí, a la luz del sol, vendían las más hermosas verduras que la señora Jackson había visto. Había coles, espinacas, apios y guisantes. Éstos eran de color rojo, amarillo y verde. También se veían requesones moldeados con distintas formas, trozos de roja carne de buey, montañas de pescado y montones de coles de Bruselas y de tallos de bambú. Había frutas, tortas y flores. Las flores eran maravillosas, de muchas clases, pero abundaban las lilas, las rosas, los claveles y los lirios. Todos bajaron del coche y vagabundearon a su placer por el mercado, mientras el señor Nishima compraba todo lo que deseaba.
El señor Nishima había ido señalando con su bastón lo que quería comprar y cuando terminó sus compras se acercó a la señora Jackson y la obsequió con un fragante ramo de rosas amarillas y rosa pálido. A Nora le regaló un alegre cestillo de tortas de ajonjolí hechas en forma de flor, y a Jane un paquete envuelto en suave papel de color castaño con una roja etiqueta. Cuando la niña lo abrió se encontró con pequeños cuadrados de confitura.
—Mitzuami —dijo el señor Nishima.
Se trataba del dulce más famoso en todo el Japón, y Jane empezó inmediatamente a comer.
Y de este modo dio comienzo aquel feliz día. Todos volvieron a subir al coche y el poney trotó de nuevo, no tardando en salir de la ciudad y encontrarse en el campo. ¡Qué bello era éste! Las montañas se alzaban muy altas, a lo lejos, y el camino se abría entre verdes campos que parecían jardines. Sobre las montañas había trozos de nubes blancas, pero sobre los campos brillaba la luz del sol. Todo el mundo estaba trabajando y todos se sentían felices, pues había llovido el día anterior y el tiempo era magnífico. Los niños corrían envueltos en quimonos floreados, recogidos de modo que no se lo mancharan de barro. Llevaban los pies desnudos y reían cuando el barro se les metía entre los dedos de los pies."
**
Pabellón de mujeres
(fragmento)

[...]
En noches como aquélla le costaba dormir. Permitía en silencio que Ying la preparase y se encaramaba luego a la plataforma de madera de secuoya de su cama. Se abandonaba a su alma detrás de las cortinas de seda y meditaba sobre el significado de todo lo que había aprendido. El hermano André se había convertido para ella en una especie de pozo, amplio y profundo, un pozo de conocimientos y aprendizaje. Por la noche pensaba en las muchas preguntas para las que quería respuestas. A veces, cuando su excepcional número atribulaba su memoria, se levantaba de la cama y encendía una vela. Y cogía su pincel de pelo de camello y, con su delicada escritura, anotaba las cuestiones en una hoja de papel. La tarde siguiente, cuando llegaba el hermano André, se las leía una a una y escuchaba con atención todo lo que él le explicaba.
Su manera de responderle era tremendamente simple, y se debía a que él era una persona muy instruida. No necesitaba, como los hombres de intelecto inferior, divagar largo y tendido sobre el meollo de la cuestión. Igual que los antiguos taoístas, sabía cómo expresar en pocas palabras la esencia de la esencia de la verdad. La despojaba de sus hojas, extraía el fruto y quebraba la cáscara, pelaba la vaina interior, partía la pulpa, sacaba la semilla y la dividía, y allí estaba el corazón, puro y limpio.
Y la mente de madame Wu estaba tan despierta en aquel momento de su vida, era tan punzante y penetrante, que cogía dicho corazón y lo absorbía en su totalidad. La joven Linyi permanecía sentada entre los dos y mantenía los ojos abiertos de par en par mientras esas palabras eran pronunciadas y escuchadas, y era evidente que todo aquello quedaba mucho más allá de su alcance. Su mente dormía aún en la juventud."

domingo, 29 de junio de 2014

Nunca imaginé que pudiera haber en ella tantas ideas inexpresadas

PEARL S. BUCK

(Hillsboro, EE.UU., 1892-1973)

De Viento del este, viento del oeste
(Fragmento)

Ayer, después de saludar a mi madre, fui a las habitaciones de la mujer de mi hermano para hacerle una breve visita: no me atrevía a incurrir en la reprobación de mamá visitándola más reposadamente; eso hubiera podido ser causa de que me prohibiera el acceso, sin más ni más, al patio de la extranjera.
            —¿Eres dichosa? —le pregunté.
Sonrió de aquella manera que iluminaba todo su grave rostro, como hace el sol cuando se aleja de la nube que lo ocultaba.
—Casi –contestó–. Por lo menos las cosas no han empeorado. No he vuelto a ver a la madre de mi marido desde la vez en que hube de prepararle el té... Pero mi suegro viene a verme casi todos los días.
—Es necesario ser paciente –dije–. Llegará el día en que mi augusta madre acabará cediendo.
            La expresión de su rostro se endureció repentinamente.
—¡Como si yo hubiese cometido un pecado! –dijo con voz ronca y vibrante–. ¿Acaso es pecado amar y casarse? El padre de mi marido es el único amigo que tengo en esta casa. ¡Es tan amable conmigo! Y preciso de amabilidad, créeme. No puedo aguantar durante mucho tiempo esta opresión.
            Con un ligero movimiento nervioso de su cabeza, echó atrás los cabellos cortos y rubios que le caían sobre la frente. En sus ojos leí una expresión encolerizada. Vi que miraba hacia los otros patios, y seguí la dirección de sus ojos.
       — ¡Míralas, ahí están otra vez! –exclamó–. Para esas yo soy como un juguete, ¡no puedo resistir que me miren así! ¿Por qué vienen siempre a curiosear y a señalarme con el dedo?
Al hablar así me indicaba con la cabeza el Portón de la Luna, donde se habían agrupado las concubinas, y media docena de esclavas con sus niños; pero se veía claramente que miraban en dirección a la extranjera, riendo entre ellas, indiferentes a mi expresión reprobadora, fingiendo no verme. Por último, la extranjera me obligó a entrar, de un empujón, en la estancia, cerrando la pesada puerta a la nariz de las curiosas.
—¡No puedo aguantarlas! –dijo furiosa–. No entiendo lo que dicen, pero sé que hablan de mí desde por la mañana hasta la noche!
Intenté calmarla:
—No prestes atención, son muy ignorantes.
Pero ella sacudió la cabeza.
           —¡Esto está durando ya demasiado! ¡No puedo más!
Frunció el entrecejo y calló, absorta en sus pensamientos. Yo también guardaba silencio, a su lado, en la amplia habitación donde reinaban las sombras. Por último, ya que no acertábamos a decirnos nada, miré a mi alrededor. Se podía ver que había verificado algunos cambios en el local, para darle un aspecto lo más occidental posible. Observé algunos detalles extraños. Por ejemplo: en las paredes había colgado, sin orden ni concierto, algunos cuadros, y entre ellos varias fotografías con marcos. Al darse cuenta de que los miraba su rostro se suavizó.
—Estos son mis padres –dijo–, y aquellas mis hermanas.
—¿No tienes hermanos?
—No, ¡pero qué más da! Nosotros no somos una gente que únicamente se preocupa de los hijos.
No comprendí. Me levanté para mirar los cuadros. El primero reproducía a un anciano de aspecto grave, con una barbita blanca en punta. Sus ojos eran como los de la extranjera, tempestuosos, con los párpados hinchados. Tenía la nariz puntiaguda y calva la cabeza.
—Mi padre es profesor de la Universidad donde encontré por vez primera a tu hermano –dijo, mirando la fotografía con nostalgia–. Al verle en esta habitación, me parece fuera de lugar –añadió en voz baja y temblorosa–. ¡Pero lo que al principio no podía mirar era la fotografía de mi madre!
                            (...)
—¿Tienes muchos deseos de ver otra vez a tu madre? –pregunté discretamente
—No –me contestó–. Ni tan siquiera puedo escribirle.
—¿Y por qué?
—Porque estoy viendo que todos sus temores a propósito de mi casamiento se cumplen. ¡Ni por todo el oro del mundo quisiera que me viese aquí! Si le escribiese leería la verdad entre líneas. Por eso no le he escrito desde que llegué. En nuestro país todo parecía de una manera muy distinta, magnífica (...) ¡Pero mi madre no se sentía muy tranquila, y nunca logramos hacerle perder el miedo!
—¿De qué tenía miedo? –pregunté, perpleja.
—De que yendo tan lejos no fuese yo dichosa, y que los padres de mi marido no aprobaran el casamiento y procurasen hacerme la vida imposible. ¡Y eso es precisamente lo que ocurre! Ignoro a ciencia cierta cómo, pero me parece haber caído entre las mallas de una red. Aquí, confinada entre estas cuatro paredes, mi imaginación vuela. ¿Qué dicen todos los que me rodean? ¿Qué piensan de mí? Quisiera leer en sus rostros pero no lo consigo. ¡Son tan impasibles! Por la noche, hasta me da miedo... A veces veo la cara de mi marido como las demás, liso, impenetrable. Allí, en mi país, parecía uno de los nuestros, pero un poco más fascinante; una amabilidad como no había conocido nunca. ¡Pero aquí! Hay momentos en que me parece verlo cómo se desvanece en las sombras de este extraño mundo. Hasta parece que me huye... ¿Cómo diría?... Siempre estuve acostumbrada a oír expresar con franqueza los sentimientos. ¡Ah, la alegría de vivir! Aquí, por el contrario, todo es silencio, reverencias, miradas oblicuas. Me importaría poco no gozar de libertad, si, por lo menos, supiese lo que todo esto oculta. ¿Sabes?, en cierta ocasión, en mi país, dije que por amor a tu hermano estaba dispuesta a hacerme china u hotentote. ¡Pues bien, no puedo, me es imposible! ¿Seré americana hasta la muerte!
Se desahogaba en mí, con rostro confuso y ademanes convulsivos, tan pronto en su idioma como en el nuestro. Nunca imaginé que pudiera haber en ella tantas ideas inexpresadas. Habló con la fluidez del agua que surge de una roca. Jamás vi a una mujer mostrando su corazón tan al desnudo. Grande era mi turbación, y a esto se unía una vaga sensación de piedad. Estaba allí, pensando en lo que podría contestar, cuando mi hermano compareció de la contigua habitación y, sin prestarme atención, se acercó a la extranjera.
(...)
—Mary, Mary, nunca te oí hablar así. ¿Acaso ya no tienes confianza en mí? En tu país me decías que adoptarías mi nacionalidad compartiéndola conmigo. Si no puedes..., si te es imposible..., pues bien, a fin de año nos jugaremos el todo por el todo y me haré americano como tú. ¡Y si eso no fuese posible, nos iremos a otro país, adoptaremos otra raza, qué más da, con tal de estar juntos... y que nunca puedan dudar de mí, ni de mi amor!
Comprendí estas palabras porque mi hermano habló en chino. Luego empezó a murmurar frases en otro idioma y ya no pude entender lo que decía. Pero vi que la extranjera sonreía, y comprendí que por amor a mi hermano estaba dispuesta a cualquier cosa.                                                                                                        
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char