JUAN RODOLFO WILCOCK
(Buenos Aires, Argentina, 1919 – Lubriano, Italia, 1978)
La Atlántida
Cuando aquella vasta isla que los antiguos llamaban Atlántida comenzó a hundirse en el océano, los más sagaces de sus habitantes decidieron embarcarse y mudarse a otro continente. Lamentablemente sus barcos eran pequeños y bastó una sola tempestad para tragarse a todos los emigrantes. Pero la gran mayoría de los atlánticos se habían quedado en la isla; de hecho, todas las profecías preveían un gradual reelevamiento del nivel de las tierras, y los isleños, como sucede a menudo, creían más en las profecías que en la realidad de lo que veían con los ojos y tocaban con la mano. Por eso, inundadas las llanuras costeras y amenazadas por las olas las primeras colinas, los periódicos atlánticos continuaban alentando a la población: "Hemos tenido una nueva confirmación, venida de las más altas esferas científicas de la isla, de que está prevista la progresiva elevación de la plataforma continental atlántica, cuyo movimiento parece haber sido tan repentino que ha arrastrado consigo las aguas del océano; esto explica el hecho de que éstas hayan alcanzado en algunas localidades un nivel falsamente preocupante. En la espera del retorno, sin duda inminente de las aguas geológicamente impelidas, los habitantes y animales sobrevivientes se han refugiado en las montañas que rodean a la capital. El gobierno ha tomado las medidas apropiadas para evitar este temporario peligro, mediante oportunos diques y barreras, mientras los sacerdotes amorosamente se ocupan de bendecir los restos flotantes".
Más subían las aguas, más optimistas se volvían los comunicados distribuidos por las agencias de noticias, más inminente era declarado el reflujo de la marea, con la consiguiente adquisición por parte del patrimonio nacional de nuevas e ilimitadas extensiones de tierra enriquecida por el fértil humus de milenios de vida submarina. Por eso nadie hizo nada, y cuando el último habitante, que era justamente el presidente del consejo, se encontró en la cima de la más alta montaña del país, con el agua al pecho, se oyó decir a los ministros que flotaban en torno suyo, cada uno aferrado a su propio escritorio: "Valor, excelencia, lo peor ya pasó".
***
Despertar
¡Sí, podemos asombrarnos de estar todavía vivos!
Cada mañana el sueño que nos había sumergido
como un lago desagotado se retira
y todavía húmedos nos deja en las orillas,
delante del bosque o fábrica o luna park
o cementerio de una nueva jornada.
Versión de Jorge Aulicino
***
DOS
Conmigo desaparecerá mi mundo, la red
que me he tejido como esa araña
que está detenida en un ángulo de la tela
y a veces come y a veces la remienda;
pero su tela está cada vez más desgarrada
y la araña no tiene ganas de arreglarla.
Continuarán entretanto los otros mundos
cada uno con su insecto en el centro, alerta,
tramas brillantes o, a veces, manojos grises,
pequeños ovillos como jaulas delicadas
que no se resignan y en el medio la araña
hasta que desaparece y nadie lo advierte.
Pero tú, ya que has querido que también fuese tuyo
este mundo que fue quizás el más hermoso,
erizado de agujas de oro y fibras finas,
abrázame, envuélvete en la misma
compleja red que no se repite,
hilo a hilo poséela y sosténla
como lo hice hasta ahora mientras estaba solo.
Traducción de Enrique M.Butti
***
LA ESTATUA
El viento frío ha despoblado las calles; en la noche, los jardines oscuros parecen ásperos refugios para cualquiera que tenga algo que esconder, el cuerpo o la conciencia. Brasco ve un portón abierto; entra en un jardín de adelfas, con palmeras y árboles de troncos altos. Entre las palmeras divisa una estatua gris; es una mujer gigantesca, sentada, la cabeza semiescondida entre las ramas de un castaño de la India. Atraído por el calor que irradia la estatua, Brasco se trepa y se sienta en las rodillas de la mujer. Su vestido es un verdadero vestido de tela, los miembros de la estatua son blandos y difunden un olor que Brasco cree reconocer; finalmente comprende que es el olor familiar de su madre. Conmovido, como solía hacer de niño, busca el regazo tibio y se acurruca; con la mano izquierda se aferra a la tela y bajo los dedos vuelve a encontrar el vientre blando, palpitante de vida generosa. Así anidado, Brasco ya no siente el viento frío que sacude las palmeras; con la cabeza apoyada en ese vientre, delicadamente movido por una respiración regular, se siente perdonado. La dulzura del perdón lo hace llorar, un llanto en el que se disuelven años de desesperación, de humillación y de soledad. Habiendo olvidado todo, protegido, poco a poco, llorando, se duerme. Pero apenas se ha dormido sueña, y en el sueño vuelve a su pobre habitación de alquiler; resignado, come la cena fría que le han dejado en la mesa, después se acuesta en una camita estrecha, como uno que se acostara en su tumba.
Trad.: s/d
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
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