sábado, 21 de febrero de 2009

Ella, la blanca

¡No soy Nadie! ¿Quién eres tú?
¿Eres tú –Nadie– también?
¿Somos entonces dos?
¡No lo cuentes!,¡sabes que lo dirían!

¡Qué triste –ser– Alguien!
¡Qué vulgar –como una rana–
recitar el propio nombre –a lo largo de todo Junio–
a un admirador Pantano!

Versión de Irene Gruss


***


Morí por la Belleza, pero apenas
acomodada en la Tumba,
Uno que murió por la Verdad yacía
En un cuarto contiguo–

Me preguntó en voz baja por qué morí.
—Por la Belleza –repliqué–
—Y yo –por la verdad– Las dos son una–
Somos Hermanos –dijo–

Y así, como Parientes, reunidos una Noche–
Hablamos de un cuarto a otro–
hasta que el Musgo alcanzó nuestros labios–
y cubrió –nuestros nombres–


Versión de Irene Gruss


***


Sin asombro, parece,
A cualquier flor feliz,
Jugando, la helada decapita
Con su poder casual.

La asesina rubia pasa,
El sol prosigue impasible,
Trazando un día más
Para un Dios que aprueba.


Trad. de Raúl Gustavo Aguirre


Emily Dickinson nació y murió en Amherst, estado de Massachusetts, EE.UU., 1830-1886). Profunda lectora de la Biblia, la literatura y filosofía griegas, y, entre otros, de Emerson, Emily Brontë, Elizabeth Barrett Browning. Casi un siglo antes de la creación de la penicilina y en pleno dominio de la tuberculosis, vivió rodeada de noticias funestas al respecto y fue testigo del nacimiento del ahora cotidiano deseo de “salud” (que entonces se daba con temor real) cuando se estornuda. Vivió y murió en esa aldea, más que encerrada, dedicada a la escritura. Resulta curioso que la edición de sus poemas demoró su salida (¿en función de aclarar, dudar de su calidad, dificultades en la recopilación, conflictos de derechos?) 109 años después de su muerte. O como los mitos creados respecto de sus costumbres y de su íntima decisión: leer, escribir, convivir con la naturaleza. Casi semejante a Thoreau, en su momento –otro poeta del llamado movimiento trascendentalista–, con el que también se la vincula.

La idea aparentemente taxativa de Keats: “Verdad es belleza; belleza es verdad” se da en Emily Dickinson de una manera más sutil: pareciera que la verdad y la belleza llevaran su vida independientemente, y hasta se asombraran de que la otra existe.
Dickinson no afirma ni niega, y lo hace con la delicadeza propia del humilde y del que sabe lo que quiere. Con la misma paciencia con que producía (hoy se agrupan 1.775 poemas) o cosía los cuadernillos de su obra inédita, sin interés ni deseo alguno de entrar en el mundanal ruido. Escribir poemas que “tuviesen vida” pedía de sí misma; poemas cargados de guiones en los que se acota, se respira, se precisa la imagen o la idea; decir, para Dickinson, no era una tarea fácil. Cuentan que era rara, excéntrica (la guerra civil la afectó de soslayo; no concurría a misa y se negaba a hacer o recibir visitas); en una de sus cartas, que fueron múltiples, dice solamente: “Hoy maté un hongo”. Ése era su contacto con la crueldad; la violencia de su estilo es idéntica a la de aquel pisotón.
Salvo cinco poemas publicados en vida, permaneció inédita, y recién en 1955 aparece en las librerías su obra completa, gracias al cuidado de Thomas H. Johnson.

Los primeros dos poemas y parte de este texto fueron publicados, con alguna que otra modificación, en Diario Clarín, el 27 de julio de 2002.

2 comentarios:

Jorge Aulicino dijo...

Está poniendo usted muy buenos textos
Felicitaciones

Irene Gruss dijo...

Señor, muchísimas gracias a usted.

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char