viernes, 10 de febrero de 2012

¡Qué superioridad estar vivo!

SIMONE DE BEAUVOIR
(París,  Francia, 1908-1986)


Epílogo de La fuerza de las cosas
(Fragmentos)  


De mí se han forjado dos imágenes. Soy loca, medio loca, una excéntrica. (Los periódicos de Río contaban sorprendidos: “Esperábamos a una excéntrica: nos ha decepcionado encontrar una mujer vestida como todo el mundo.”) Tengo las costumbres más disolutas; una comunista contaba en 1945 que en Ruán, cuando yo era joven, me había visto bailar desnuda sobre toneles; he practicado todos los vicios con asiduidad, mi vida es un carnaval, etcétera.
Zapatos planos, pelo lacio, soy jefa de niños exploradores, una dama de beneficencia, una institutriz (en el sentido peyorativo que la derecha le da a esa palabra). Paso mi existencia entre libros y ante mi mesa de trabajo, puro cerebro. “Ella no vive”, le he oído decir a una joven periodista. “Si a mí me invitaran a los lunes de Madame T., iría corriendo.” La revista Elle, al proponer a sus lectoras muchos tipos de mujer, puso bajo mi foto: “Vida exclusivamente intelectual”.
Nada prohíbe conciliar los dos retratos. Se puede ser una desvergonzada cerebral, una dama de beneficencia retorcidamente viciosa; lo esencial es presentarme como una anormal. Si mis censores quieren decir que no me parezco a ellos, me hacen un cumplido. El hecho es que soy un escritor, una mujer escritora no es un ama de casa que escribe sino alguien para quien toda su existencia está dirigida por la escritura. Esta vida vale lo mismo que otra. Tiene sus razones, su orden, sus fines de los que hay que no comprender nada para considerarla extravagante. ¿La mía ha sido realmente ascética, puramente cerebral? ¡Dios me libre!, no tengo la impresión de que mis contemporáneos se diviertan mucho más que yo en esta tierra ni que su experiencia sea más vasta. En todo caso, al volverme hacia mi pasado no envidio a nadie.
[...] Siempre he soportado bien los fracasos; sólo consistían en no haber ganado, no obstruían mi camino. Mis triunfos me han dado hasta estos últimos años placeres sin reticencias: más que los elogios de los críticos profesionales, me importaban los sufragios de los lectores: las cartas recibidas, las frases sorprendidas al vuelo, las huellas de una influencia, de una acción. Desde Memorias de una joven formal, sobre todo desde La plenitud de mi vida, mi relación con el público se ha hecho muy ambigua, porque la guerra de Argelia puso al rojo el horror que me inspira mi clase. (...) No hay esperanzas de llegar a un público popular; sólo se imprime una colección barata cuando la edición ordinaria se ha vendido bien. Por lo tanto, guste o no, uno se dirige a los burgueses. Por lo demás, hay entre ellos algunos que se separan de su clase o, por lo menos, se esfuerzan por lograrlo como intelectuales o jóvenes; con éstos me entiendo. Pero siento un malestar si la burguesía en conjunto me recibe bien. Demasiadas lectoras han apreciado en Memorias de una joven formal la pintura de un medio que reconocen, sin interesarse por el esfuerzo que había hecho por evadirme de él. En cuanto a La plenitud de la vida, a menudo he rechinado los dientes cuando me felicitaban: “Es tonificante, es dinámica, es optimista”, en un momento en que era tal mi asco que hubiera preferido estar muerta que viva.
Soy sensible a las críticas y a las alabanzas. Sin embargo, en cuanto hurgo un poco en mí, me encuentro, respecto del nivel de mi triunfo, una indiferencia bastante grande. En otro tiempo evitaba medirme por orgullo y por prudencia; hoy ya no sé con qué patrón medir. ¿Hay que referirse al público, a los críticos, a algunos jueces elegidos, a una convicción íntima, al ruido, al silencio? ¿Qué es lo que se mide?, ¿el renombre o la calidad, la influencia o el talento? Y además, ¿qué significan esas palabras? Incluso estas preguntas y las respuestas que se les pueden dar me parecen ociosas. Mi desapego es más radical y tiene sus raíces en una infancia dedicada a lo absoluto; he permanecido convencida de la vanidad de los éxitos terrestres. El aprendizaje del mundo ha fortificado este desprecio; he descubierto una desdicha demasiado inmensa como para inquietarme mucho por el lugar que tengo en él y por el derecho que puedo tener o no tener para ocuparlo.
Pese a ese fondo de desencanto, desvanecida toda idea de mandato, de misión, de salvación, sin saber para quién ni por qué escribo, esa actividad me resulta más necesaria que nunca. Ya no pienso que “justifica”, pero sin ella me sentiría mortalmente injustificada. Hay días tan hermosos que uno tiene ganas de brillar como el sol, es decir, de deslumbrar la tierra con palabras, hay horas tan negras que ya no queda otra esperanza que ese grito que uno quisiera lanzar. ¿De dónde proviene, a los cincuenta y cinco años lo mismo que a los veinte, ese extraordinario poder del Verbo? Digo: “Nada ha tenido más que el lugar” o “Uno más uno es uno: ¡qué malentendido!” y asciende por mi garganta una llama cuya quemadura me exalta. Indudablemente las palabras, universales, eternas, presencia de todos en cada uno, son lo único trascendente que reconozco y que me emociona; vibran en mi boca y mediante ellas comulgo con la humanidad. Arrancan del instante y la contingencia a las lágrimas, a la noche, hasta la muerte, y las transfiguran. Quizá mi más profundo deseo hoy es que se repitan en silencio algunas palabras que yo he entrelazado.
(...)
Un viejo amigo me reprochó: “Vives en un convento”. Bueno: pero paso muchas horas en el locutorio.
Sin embargo vi ansiosamente y con nostalgia cómo caía sobre Sartre la celebridad y cómo nacía mi notoriedad. Perdimos la despreocupación desde el día en que nos convertimos en personajes públicos y tuvimos que tener en cuenta esa objetividad; perdido el lado aventurero de nuestros antiguos viajes, tuvimos que renunciar a los caprichos, a los vagabundeos. Para defender nuestra vida privada tuvimos que elevar barreras –abandonar el hotel, los cafés–, y esa separación me ha pesado, a mí, que amaba tanto vivir mezclada con todos. Veo a mucha gente; pero la mayoría ya no me hablaba como a cualquiera; mis relaciones con los otros están falseadas. “Sartre nunca frecuenta más que a personas que frecuentan a Sartre”, ha dicho Claude Roy. La expresión puede aplicarse a mí. Corro el riesgo de comprenderlos peor porque ya no comparto completamente su suerte. Esta diferencia procede de la notoriedad y de las facilidades materiales que trae consigo.
Económicamente soy una privilegiada. Desde 1954 mis libros me dan mucho dinero; me compré un coche en 1952 y en 1955 un departamento. No salgo, no recibo; fiel a las repugnancias de mis veinte años, no me gustan los lugares lujosos; me visto sin opulencia, a veces como muy bien, ordinariamente muy poco, pero respecto de esto sólo decide mi capricho, no me privo de nada. Algunos censores me reprochan esta holgura, gente de derecha, por supuesto; en la izquierda jamás han criticado por su fortuna a un hombre de izquierda, aunque sea millonario; se le tiene gratitud por ser de izquierda. La ideología marxista no tiene nada que ver con la moral evangélica, no reclama del individuo ni ascesis ni desnudez; a decir verdad, le importa un pito su vida privada. La derecha está tan convencida de la legitimidad de sus pretensiones que ante ella los adversarios sólo se pueden justificar por el martirio; y además, como los intereses económicos son los que dictan sus opciones, no puede concebir que ambos puedan disociarse; le parece que un comunista adinerado no puede ser sincero. Por último y sobre todo, la derecha hace fuego con cualquier leña cuando se trata de atacar gente de izquierda. Es el molinero, su hijo y su asno. Un comentarista, que por lo demás se esforzaba en ser imparcial, escribió, después de haber leído La plenitud de la vida, que a mí me gustaban los “malos lugares” porque durante la guerra, sin medios, viví en hoteles sórdidos: ¡qué no diría si hoy yo viviera en un tonel! Un abrigo confortable es una concesión a la burguesía; un vestido descuidado sería considerado como afectación o indecencia. Te acusarán de tirar dinero por la ventana o de ser avara. No existe un justo medio; lo bautizarán, por ejemplo, mezquindad. La única solución es seguir la propia inspiración y dejar que hablen todo lo que quieran.
Esto no significa que me adapte alegremente a mi situación. La molestia que sentí hacia 1946 no se ha disipado. Sé que soy una aprovechada, ante todo por la cultura que he recibido y las posibilidades que me ha proporcionado. No exploto directamente a nadie, pero la gente que compra mis libros es la beneficiaria de una economía fundada en la explotación. Soy cómplice de los privilegiados y estoy comprometida por ellos; por esto he vivido la guerra de Argelia como un drama personal. Cuando se está en un mundo injusto es inútil esperar purificarse por algún procedimiento; lo que habría que hacer es cambiar el mundo y eso no está en mi poder. Sufrir sus contradicciones no sirve de nada, olvidarlas es mentirse. Falta de solución, también este punto me dejo llevar por mis humores. Pero la consecuencia de mi actitud es un aislamiento bastante grande; mi condición objetiva me separa del proletariado, y el modo como la vivo subjetivamente me opone a la burguesía. Este retiro relativo me conviene pues nunca tengo tiempo, pero me priva de cierto calor –que he recuperado, con tanta alegría, estos últimos años, en las manifestaciones– y, lo que es para mí más grave, limita mi experiencia.
A esas mutilaciones, que son el reverso de mis posibilidades, se agrega otra para la que no encuentro ninguna compensación. Lo más importante, lo más irreparable que me ha sucedido desde 1944 es que –como Zazie– he envejecido. Esto significa muchas cosas. Y ante todo, que el mundo a mi alrededor ha cambiado: se ha achicado y encogido. Ya no olvido que la superficie de la Tierra es finita, finito el número de sus habitantes, de las esencias vegetales, de las especies animales y también el de los cuadros, libros y monumentos que en ella están depositados. Cada elemento se explica por ese conjunto y sólo remite a él; su riqueza también es limitada. Cuando Sartre y yo éramos jóvenes, a menudo encontrábamos “individualidades por encima de la nuestra”, es decir que resistían el análisis y conservaban para nosotros algo de lo maravilloso de la infancia. Este núcleo de misterio está disuelto; lo pintoresco ha muerto, los locos ya no parecen sagrados, las muchedumbres ya no me embriagan y aunque antes era fascinante la juventud, ya no veo en ella más que el preludio de la madurez. La realidad todavía me interesa pero su presencia ya no me fulmina. Por cierto queda la belleza; aunque ya no me reporte alguna revelación estupefaciente, aunque la mayoría de sus secretos se hayan aventado, a veces detiene el tiempo. A menudo, también la detesto. La noche de una matanza oía un andante de Beethoven y detuve el disco, colérica: allí estaba todo el dolor del mundo pero dominado y sublimado tan magníficamente que parecía justificado. Casi todas las obras bellas han sido creadas para privilegiados por privilegiados que, aunque hayan sufrido, han tenido la posibilidad de comprender sus sufrimientos; disimulan el escándalo de la desdicha desnuda. Otra noche de matanza –hubo muchas– deseé que se aniquilaran esas bellezas mentirosas. Hoy el horror se ha alejado. Puedo escuchar a Beethoven. Pero ni él ni nadie me dará jamás esa impresión que a veces tenía de tocar un absoluto.
Pues actualmente conozco la verdad de la condición humana: los dos tercios de la humanidad tienen hambre. Mi especie esta constituida, en sus dos tercios, por larvas, demasiado débiles para la rebelión, que arrastran desde el nacimiento hasta la muerte una desesperación crepuscular. Desde mi juventud vuelven en mis sueños objetos, inertes en apariencia, pero en los que se aloja un sufrimiento; las agujas de un reloj se ponen a galopar, movidas ya no por un mecanismo sino por un desorden orgánico, oculto y espantoso; un trozo de madera sangra bajo el hacha, en un momento un ser innoblemente mutilado va a descubrirse bajo el caparazón reñoso. Cuando estoy completamente despierta recupero esa pesadilla si evoco los esqueletos animados de Calcuta o esas pequeñas vejigas de rostro humano: niños subalimentados. Sólo allí rozo el infinito: es la ausencia de todo y es consciente. Morirán y nada más habrá sido. La nada me espanta menos que lo absoluto de la desdicha.
Ya no tengo ganas de viajar por esta tierra vaciada de sus maravillas; si no se espera todo, no se espera nada. Pero me gustaría saber cómo continuará nuestra historia. Los jóvenes son futuros adultos pero me intereso por ellos; el porvenir está en sus manos, y si en sus proyectos reconozco los míos, me parece que mi vida se prolonga y más allá de mi tumba. Me gusta su compañía, pero el consuelo que me dan es dudoso; al perpetuar este mundo me lo roban. Micenas será de ellos, la Provenza y Rembrandt, y las plazas romanas. ¡Qué superioridad estar vivo! Todas las miradas que se han posando antes que la mía en la Acrópolis me parecen caducas. En esos ojos de veinte años, me veo ya muerta y embalsamada.
¿Qué veo? Envejecer es definirse y reducirse. Me he debatido contra las etiquetas, pero no he podido evitar que los años me aprisionen. Viviré mucho tiempo en ese decorado en que mi vida se ha ubicado, seré fiel a las antiguas amistades; aunque se enriquezca un poco, el lote de mis recuerdos permanecerá. He escrito algunos libros, no he escrito otros. A este respecto algo me desconcierta. He vivido tendida hacia el porvenir y ahora recapitulo el pasado; se diría que el presente ha sido escamoteado. Durante años he pensado que mi obra estaba ante mí y he aquí que está detrás; en ningún momento ha tenido lugar. [...] Aprendía, para poder algún día servirme de mi ciencia, pero he olvidado enormemente y, con lo que sobre, nada, no sé qué hacer. Al recordar mi historia me encuentro siempre más acá o más allá de algo que nunca se ha cumplido. Sólo he experimentado como una plenitud de mis sentimientos.
De todos modos el escritor tiene la oportunidad de escapar a la petrificación en los momentos en que escribe. Con cada nuevo libro que estreno, dudo, me descorazono, el trabajo de los años pasados está abolido, mis borradores son tan informes que me parece imposible proseguir la empresa. Hasta el momento –inadmisible, también aquí hay un corte– en que se hace imposible no acabarlo. Todas las páginas, todas las frases exigen una invención fresca, una decisión sin precedentes. La creación es aventura, es juventud y libertad.
Pero en cuanto abandono mi mesa de trabajo, el tiempo transcurrido se congrega detrás de mí. Tengo otras cosas en qué pensar; bruscamente tropiezo con mi edad. Esta mujer ultramadura es mi contemporánea: reconozco este rostro de muchacha demorada en una vieja piel. Ese señor canoso, que se parece a uno de mis abuelos tíos, me dice sonriendo que hemos jugado juntos en el Luxemburgo. “Usted me recuerda a mi madre”, me dice una mujer de unos treinta años. A cada paso, la verdad me asalta y no comprendo mediante qué ardid me alcanza desde afuera, cuando habita en mí.
La vejez: de lejos se la toma por una institución, pero es la gente joven la que súbitamente descubre que es vieja. Un día me dije: “¡Tengo cuarenta años!”. Cuando desperté de esta perplejidad tenía cincuenta. El estupor que entonces se adueñó de mí todavía no se ha disipado.
No consigo creerlo. Cuando leo Simone de Beauvoir, me hablan de una joven que soy yo. Cuando duermo, a menudo sueño que en sueños tengo cincuenta y cuatro años y que cuando abra los ojos tendré treinta. “¡Qué horrible pesadilla he tenido!”, se dice la joven despierta a medias. También a veces, antes de volver al mundo, un animal gigantesco se sienta en mi pecho. “¡Es cierto! ¡Lo que es cierto es la pesadilla de tener más de cincuenta años!” ¿Cómo algo que no tiene ni forma ni sustancia, el tiempo, puede oprimirme con un peso tan grande que ceso de respirar? ¿Cómo lo que no existe, el porvenir, puede calcularse tan implacablemente? Mi setenta y dos aniversario está tan próximo como el día de la liberación.
Para convencerme de ello no tengo más que ponerme ante el espejo. Un día, a los cuarenta años, pensé: “En el fondo del espejo me espía la vejez, y es fatal, me atrapará”. Me atrapó. Con frecuencia me detengo, asombrada, ante esa cosa increíble que me sirve de rostro. Comprendo a la Castiglione que había roto todos los espejos. Me parecía que me cuidaba poco de mi apariencia. De ese modo, la gente que come a gusto y se siente bien olvida su estómago; mientras he podido mirar mi figura sin disgusto, la olvidaba, la daba por sentada. Ahora detesto mi imagen: por encima de los ojos, el gorro, las bolsas abajo, la cara demasiado llena, ese aire de tristeza en torno a la boca que dan las arrugas. Tal vez la gente que se cruza conmigo no ve en mí más que a una quincuagenaria que no está ni bien ni mal, tiene la edad que tiene. Pero yo veo mi vieja cara infectada por una viruela de la que no me curaré.
También me infecta el alma. He perdido el poder que tenía para separar las tinieblas de la luz consiguiendo, al precio de algunos tornados, cielos radiantes. Mis rebeliones se desaniman por la inminencia de mi fin y la fatalidad de las degradaciones; pero también han palidecido mis felicidades. La muerte ya no está en la lejanía de una aventura brutal; asedia mi sueño y cuando estoy despierta siento su sombra entre el mundo y yo: ya ha comenzado. He aquí lo que no preveía; eso comienza pronto y corroe. Tal vez concluirá sin mucho dolor, cuando todas las cosas me hayan abandonado, de modo que esta presencia a la que no quería renunciar, la mía, ya no será presencia ante nada, no será nada y se dejará barrer con indiferencia. Uno tras otro han sido roídos, se rompen, se van a romper los lazos que me retenían en la tierra.
Sí, ha llegado el momento de decir: ¡nunca más! No soy yo la que me separó de mi vieja felicidad, es ella la que se separa de mí: los caminos de montaña se rehúsan a mi paso. Nunca más me desplomaré aturdida de fatiga, en el olor del heno; nunca más me deslizaré solitaria por la nieve de las montañas. Nunca más un hombre. Ahora, tanto mi cuerpo como mi imaginación han tomado partido. Pese a todo, es extraño no ser más un cuerpo; hay momentos en que esta extrañeza, por su carácter definitivo, me hiela la sangre. Lo que me aflige, mucho más que estas privaciones, es no encontrar en mí deseos nuevos; se marchitan antes de nacer, en ese tiempo rarificado que es desde ahora el mío. Antes los días se deslizaban lentamente, yo iba más deprisa que ellos, mis proyectos me llevaban. Ahora, las horas demasiado cortas me llevan a rienda suelta a la tumba. Trato de no pensar, dentro de diez años, dentro de un año. Los recuerdos se extenúan, los mitos se descascaran, los proyectos abortan en el huevo: yo estoy aquí y las cosas están allá. Si este silencio debe durar, ¡cuán largo me parece mi preve porvenir!
¡Y qué amenazas encierra! Lo único a la vez nuevo e importante que me puede acontecer es la desdicha. O veré morir a Sartre, o moriré antes que él. Es espantoso no estar aquí para consolar a alguien por la pena que le ocasionamos al abandonarlo; es espantoso que él nos abandone y se calle. Sin contar con la más improbable de las posibilidades, uno de esos destinos será el mío. A veces deseo terminar pronto para abreviar esta angustia.
Sin embargo, detesto aniquilarme tanto como antes. Pienso con melancolía en todos los libros leídos; en los lugares visitados, en el saber que he acumulado y que no será más. Toda la música, toda la pintura, toda la cultura, tantos lugares: súbitamente ya nada. No es miel, nadie se lamentará con ella. Por lo menos, si me leen, el lector pensará: ¡ella había visto cosas! Pero este conjunto, mi propia experiencia con su orden y sus azares –la Ópera de Pekín, la plaza de toros de Huelva, el candomblé de Bahía, las dunas de El Oued, la avenida Wabansia, las auroras de la Provenza, Toronto, Fidel Castro hablando ante quinientos mil cubanos, un cielo de azufre por encima de un mar de nubes, el haya purpúrea, las noches blancas de Leningrado, las campanas de la liberación, una luna anaranjada sobre el Pireo, un sol rojo ascendiendo sobre el desierto, Torcello, Roma, todas esas cosas de las que he hablado, otras de las que no he dicho nada –en ninguna parte resucitará. Si por lo menos hubiera enriquecido la tierra; si hubiera engendrado... ¿qué?, ¿una colina?, ¿una espiga? Pero no. Nada tendrá lugar. Vuelvo a ver el seto de avellanos que el viento balanceaba y las promesas con que enloquecía mi corazón cuando contemplaba esa mina de oro a mis pies, toda una vida por delante. Las he cumplido. Sin embargo, al volver una mirada incrédula a esa crédula adolescente, mido con estupor hasta qué punto he sido estafada.
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Fuente: suplemento "Verano" de Página/12, 19 de febrero de 2000.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char