martes, 23 de noviembre de 2010

Una voz tratando de contestar a otra voz

VIRGINIA WOOLF
Adeline Virginia Stephen
(Gran Bretaña, 1882-1941)


Orlando
(Fragmentos)

Pero si había dormido, ¿de qué naturaleza –no podemos dejar de preguntar– son los sueños como ése? ¿Son medidas reparadoras –letargos en que los recuerdos más dolorosos, los hechos capaces de invalidar la vida para siempre, son rozados por un ala oscura que les alisa la aspereza y los dora, por feos y mezquinos que sean, con un resplandor, una incandescencia? ¿Es preciso que el dedo de la muerte se pose en el tumulto de la vida de vez en cuando para que no nos haga pedazos? ¿Estamos conformados de tal manera que no nos haga pedazos? ¿Estamos conformados de tal manera que diariamente necesitamos minúsculas dosis de muerte para ejercer el oficio de vivir? Y entonces, ¿qué raros poderes son esos que penetran nuestros más secretos caminos y cambian nuestros bienes más preciosos a despecho de nuestra voluntad?
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Con la puerta cerrada y la seguridad de estar solo, sacaba un viejo cuaderno, cosido con una seda robada del costurero de su madre, y rotulado con letra redonda de colegial: "La Encina, Poema". Escribía en él hasta mucho después de la medianoche. Pero como por cada verso que agregaba borraba otro, el total, a fin de año, solía ser menos que al principio, y era como si, a fuerza de escribirlo, el poema se fuera convirtiendo en un poema en blanco.
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Dio en cavilar si la Naturaleza era bella o cruel; y luego se preguntó qué era esa belleza; si estaba en las cosas mismas o sólo en ella, y así pasó al problema de la realidad, que la condujo al de la verdad, que a su vez la condujo al Amor, a la Amistad y la Poesía (como antes en la colina del roble); y que le hicieron anhelar, como nunca, una pluma y un tintero.
"¡Quién pudiera escribir!", gritaba (pues tenía el prejuicio literario de que las palabras escritas son palabras compartidas).

(...) la poesía puede corromper más seguramente que la lujuria o la pólvora.
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Afortunadamante la diferencia de los sexos es más profunda. Los trajes no son otra cosa que símbolos de algo escondido muy adentro. Fue una transformación de la misma Orlando lo que determinó su elección del traje de mujer y sexo de mujer. Quizás al obrar así, ella sólo expresó un poco más abiertamente que lo habitual –es indiscutible que su característica primordial era la franqueza– es algo que les ocurre a muchas personas y que no manifiestan. Por diversos que sean los sexos, se confunden. No hay ser humano que no oscile de un sexo a otro, y a menudo sólo los trajes siguen siendo varones o mujeres, mientras que el sexo oculto es lo contrario del que está a la vista.
(...)
Tenía amantes de sobra; pero la vida, que al fin y al cabo no carece de toda importancia, se le escapaba.
(...)
Sólo podemos creer enteramente en lo que no podemos ver. p. 145
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... el manuscrito de su poema "La Encina". Lo había llevado consigo tantos años, y en circunstancias tan azarosas que muchas páginas estaban manchadas, algunas rotas, y la carencia de papel entre los gitanos había forzado a aprovechar los márgenes y cruzar las líneas hasta que el manuscrito parecía un zurcido prolijo. Volvió a la primera página y leyó la fecha 1586, en la antigua letra de colegial. ¡Casi trescientos años que estaba trabajándolo! Ya era tiempo de concluirlo. p. 172
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Porque parece –su caso era una prueba– que escribimos, no con los dedos sino con todo nuestro ser. El nervio que gobierna la pluma se enreda en cada fibra de nuestro ser, entra en el corazón, traspasa el hígado. p. 177
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Habiendo interrogado al hombre y al pájaro y a los insectos (porque los peces, cuentan los hombres que para oírlos hablar han vivido años de años en la soledad de verdes cavernas, nunca, nunca lo dicen, y tal vez lo saben por eso mismo), habiendo interrogado a todos ellos sin volvernos más sabios sino más viejos y más fríos –porque ¿no hemos, acaso, implorado el don de aprisionar en un libro algo tan raro y tan extraño que uno estuviera listo a jurar que era el sentido de la vida?–, fuerza es retroceder y decir directamente al lector que espera todo trémulo escuchar qué cosa es la vida: ¡ay!, no lo sabemos. p. 197
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El manuscrito, que yacía sobre su corazón, empezó a latir y a agitarse, como si fuera vivo, y (rasgo más raro e indicio de la fina simpatía que había entre los dos) a Orlando le bastó inclinarse para entender lo que decía. Quería que lo leyeran. Exigía que lo leyeran. Era capaz de morírsele sobre el pecho si no lo leían. Por primera vez en su vida, Orlando se rebeló contra la naturaleza. Había a su alrededor profusión de dogos y de cercos de rosas. Pero ni los dogos ni los cercos de rosas pueden leer. Esa lamentable imprevisión de la Providencia nunca la había impresionado. Sólo los seres humanos tienen ese don. Los seres humanos eran imprescindibles. p. 198
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Al pensar esas cosas, el túnel infinitamente largo en que ella había estado viajando por centenares de años se ensanchó; penetró la luz; sus pensamientos se templaron misteriosamente como si un afinador le hubiera puesto la llave en el espinazo y hubiera estirado mucho sus nervios; al mismo tiempo se le aguzó el oído; percibía cada susurro y cada crujido en el cuarto, hasta que el tic tac del reloj sobre la chimenea fue como un martillazo. p. 216
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¿Qué revelación más aterradora que la de comprender que este momento es el momento actual? La conmoción no nos destruye, porque el pasado nos ampara de un lado y el porvenir de otro. Pero no queda tiempo de meditar: Orlando estaba en retardo. p. 217
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Sombras y perfume la envolvieron. Eliminó el presente como si fueran gotas de agua hirviendo. Ondulaba la luz como telas livinas ahuecadas por una brisa de verano. p. 217
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Es, por cierto, innegable que los que ejercen con más éxito el arte de vivir –gente muchas veces desconocida, dicho sea de paso– se ingenian de algún modo para sincronizar los sesenta o setenta tiempos distintos que laten simultáneamante en cada organismo normal, de suerte que al dar las once todos resuenan al unísono, y el presente no es una brusca interrupción ni se hunde en el pasado. De ellos es lícito decir que viven exactamante los sesenta y ocho o setenta y dos años que les adjudica su lápida. De los demás conocemos algunos que están muertos aunque caminen entre nosotros; otros que no han nacido todavía aunque ejerzan los actos de la vida; otros que tienen cientos de años y que se creen de treinta y seis. La verdadera duración de una vida, por más cosas que diga el Diccionario Biográfico Nacional, siempre es discutible. Porque es difícil esta cuenta del tiempo: nada la desordena más fácilmente que el contacto de cualquier arte, y quizá la poesía tuvo la culpa de que Orlando perdiera su lista de compras y regresara sin las sardinas, las sales para baño o los zapatos. p. 222
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(...) y aprovecharemos este espacio para anotar qué descorazonador es para su biógrafo que esta culminación hacia loa que tendió todo el libro, esta peroración que iba a coronar nuestro libro, nos sea arrrebatada en una carcajada casual; pero lo cierto es que al escribir sobre una mujer todo está fuera de lugar –peroraciones y culminaciones: el acento no cae donde suele caer con un hombre). p. 226
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Orlando contempló todo esto –los árboles, los ciervos, el césped– con la mayor satisfacción, como si su espíritu fuera un líquido que fluyera alrededor de las cosas y las abarcara absolutamente. p. 228
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(...) basta rellenar de significado la piel arrugada de lo cotidiano, para que ésta satisfaga nuestros sentidos. p. 229
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Aquí me enterrarán, pensó, arrodillándose en el ventanal de la galería y saboreando el vino de España. Aunque no podía creerlo, el cuerpo de leopardo heráldico proyectaría charcos amarillos en el suelo, el día que la bajaran a descansar con sus mayores. Ella, que descreía de toda inmortalidad, no podía no sentir que su alma estaría siempre con los rojos en los paneles y los verdes en el diván. p. 230
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Estimulada y animada por el presente, sentía asimismo un incomprensible temor, como si cada segundo que se infiltrara por el abierto golfo del tiempo comportase un riesgo desconocido. p. 233
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El espectáculo era tan atroz que sintió como un vahído, pero en esa fugaz oscuridad, cuando parpadearon sus ojos, dejó de oprimirla el presente. Había algo insólito en la sombra que proyectaba el parpadear de sus ojos, algo que (como cualquiera puede comprobarlo mirando, ahora, el cielo) siempre está lejos del presente –de ahí, su terror, su indeterminado carácter–, algo que uno rehúsa fijar con un nombre y llamar belleza, porque no tiene cuerpo, es como una sombra sin sustancia, ni calidad propia, pero con el poder de transformar todo a lo que se agrega. (...) Sí, pensó, exhalando un hondo suspiro de alivio al salir de la carpintería para ascender la colina, otra vez empiezo a vivir. Estoy en la ribera del Sepertine, pensó, el barquito está remontando el arco blanco de mil muertes. Estoy a punto de comprender. p. 234
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¿Escribir versos no era acaso un acto secreto, una voz tratando de contestar a otra voz? De modo que toda esta charla y censura y elogio y ver personas que la admiran a una y ver personas que no la admiran a una, nada tiene que ver con la cosa misma: una voz tratando de contestar a otra voz. p. 236
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El presente se le vino encima otra vez, más suave que antes, ahora que se desvanecía la luz. (...) Ya no necesitaba desmayarse para mirar bien hondo en la oscuridad donde las cosas toman forma y para distinguir en el negro estanque a una muchacha de bombachas rusas, o a Shakespeare, o un buque de juguete en el Serpentine, y después el Océano Atlántico embraveciéndose en las altas olas contra el Cabo de Hornos. Miró en la oscuridad. p. 237
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Todo, ahora, estaba tranquilo. p. 238
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De Orlando. Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1995
Traducción: Jorge Luis Borges

2 comentarios:

Maria Taurizano dijo...

Me encanta reencontrarme con estos fragmentos acá como una recapitulación del libro que acabo de leer y que todavía está tibio y con las hojas pestañeando en mi mesa de luz. Como si supieras, maga del mundo incompleto.

Irene Gruss dijo...

Ay, ay, ay... Gracias, Irene

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char