ALISTAIR MACLEOD
(Canadá, 1936)
El final del verano
(Fragmentos)
"Ha sido un récord para el turismo en Nueva Escocia, según dicen continuamente. (...) En esta playa, en la costa oeste de la isla de Cabo Bretón, no hay turismo. Sólo estamos nosotros. Llevamos aquí la mayor parte del verano, sorprendidos por la duración y la consistencia del calor. A finales de julio nos dijeron: 'Llegará la galerna de agosto y hará trizas todo esto'. Lo mismo dijimos a los demás. La galerna de agosto es la tempestad que tradicionalmente sobreviene en agosto, la precursora de los huracanes que soplarán cada vez con más fuerza desde el Caribe, para azotar estas costas durante el otoño. Con sus vendavales ululantes, con sus olas inmensas y enfangadas, la galerna de agosto ha supuesto por lo general, aunque de una manera que no es oficial, el final del verano. Puede producirse incluso los primerísimos días del mes. Este año, en cambio, aún no se ha producido. (...) Con todo, sabemos que el tiempo no se mantendrá así indefinidamente; dentro de una semana, los turistas habrán marchado, las escuelas volverán a abrir sus puertas y el ritmo de la vida habrá cambiado una vez más. Tendremos que reunirnos de la manera que sea, hacer acopio de valor y tomar decisiones que hemos aplazado y arrinconado en el fondo de nuestro ánimo. Quizá seamos la mejor cuadrilla de mineros de pozos y explotaciones mineras que existe en el mundo entero. Nos esperaban en Sudáfrica el 7 de julio.
Sin embargo, aún no hemos partido. (...) cuando lleguemos a lo alto del acantilado, todos respiraremos el aire a pleno pulmón, y entonces tomaremos el sendero que sigue hacia el norte, por el borde del prepicio, hasta donde están aparcados nuestros coches. (...)
Cerca de la punta sur, un arroyo concluye su viaje y se precipita en vertical sobre el mar desde una altura de unos quince metros. Algunas veces, después de nadar o de pasar un buen rato tendidos en la arena, nos ponemos debajo del chorro como si fuera una ducha, y sentimos el frescor del agua en la cabeza, en el cuello y en los hombros, que nos baña de arriba abajo, hasta los pies sumergidos en el mar.
Todos nosotros nos hemos plantado bajo el chorro y hemos bañado nuestros cuerpos desnudos incontables veces bajo los chorros a presión que hay en las duchas de las minas de medio mundo. Son cuerpos que, una vez liberados del barro y el hollín y del olor a pelos quemados que tiene la pólvora, resultan tan blancos como la leche o el marfil. Tan blancos que no parecen sanos del todo, pues cuando trabajamos, a menudo invertimos hasta doce horas seguidas en los pozos y en las galerías, sin sentir en la piel un solo rayo de sol. A lo largo del verano hemos visto cómo se nos volvía más rubio el cabello, hasta casi emblanquecer. (...)
Siempre tenemos una intensa conciencia de nuestros cuerpos y de los dolores que palpitan y no dejan de darnos punzadas. Incluso a altas horas de la noche, cuando dormimos, nos sacuden de forma inesperada, con la violencia de la corriente eléctrica, y hacen que las lágrimas nos asomen a los ojos, o que cerremos los puños con tanta fuerza que se nos vuelven blancos los nudillos mientras nos hincamos las uñas en las palmas de las manos. (...)
Tendidos en la playa, nos vemos las cicatrices, y nos acordamos de cómo se produjeron. Cuando estamos vestidos, el precio que pagamos por nuestra manera de ganarnos la vida no resulta tan visible como ahora. (...)
Echamos a caminar. Se detienen y miran atrás, claro. Miran atrás y abajo, a la playa que hace tan poco hemos dejado desierta. Las olas son más altas; rompen y se adentran más en la arena. Han borrado los perfiles que dejaron nuestros cuerpos en la arena, las huellas de hace muy poco han desaparecido también. Ya no existen pruebas de que hayamos estado ahí abajo alguna vez. El mar ha lavado la arena como quien hace borrón y cuenta nueva.
Y empieza a llover. No es una lluvia recia, es casi vacilante, como si el tiempo llevara tantos días seco y caluroso que se hubiera olvidado de la lluvia, como si tuviera que volver a aprender dolorosamente a llover de nuevo.
Llegamos a lo alto del acantilado y recorremos el sendero que nos lleva a nuestros coches. Están polvorientos y calientes por el sol. Nos tumbamos sobre los capós para separar del cristal los limpiaparabrisas. (...)
Las gotas aisladas de la lluvia caen por igual en el parabrisas y en el techo, en el capó y en el maletero. Traza cada una su riachuelo individual entre las capas de mugre que cubre el coche y luego gotean sobre la tierra seca y anhelante"...
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De Los pájaros traen el sol (RBA), de Alistair MacLeod. Traducción de Miguel Martínez-Lage
Tomado de el pais.com, 30/08/2010
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
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