jueves, 21 de octubre de 2010

Bien entrada la noche caía

OSVALDO AGUIRRE
(Rosario, Santa Fe, Argentina, 1964)

Diario de un cardenal

1

Entre las hojas oscuras
de la enredadera
el cardenal mostró
el color más vivo
del atardecer.

2
El cardenal anda
lo más tranquilo:
no hay chicos
que lo corran.

3
Le das maíz,
y viene.
El cardenal
ya entiende:
encuentra,
entre nosotros,
su hogar.

4
Quién sabe
por dónde,
pero ha entrado a la pieza.
También yo
me asusto
y golpeo, ciego,
contra los vidrios
y busco salir.

5
Las gallinas
lo quieren picar.
Y le tenés miedo
por el gato,
que finge dormir
cuando campanea
la siesta del cardenal
en la enredadera.

6
Es lo hermoso,
decís, lo hermoso:
el rojo más vivo
en la cabecita
y el pecho,
como una medalla.
Inmóvil, oculto
tras una chapa,
uno no se cansa
nunca de mirar.

7
Ya entendemos:
en el cardenal,
en el rojo solar
para siempre
encendido,
late el hogar.
***
Visión

Tras la calle de casuarinas,
recorrida en diagonal
por algunas gallinas,
en la orilla misma
del alambrado que la corta,
y campo adentro, fogatas
de gramilla y rastrojos
levantando una neblina
celeste que borra los surcos
y empapa, con dulce olor
a hojas quemadas, la ropa
que pusiste a secar.
***
La persecución

El gran error del Negro
fue pasar la noche
en el pueblo. No dijo
una palabra, nada,
pero lo afligido.

                           ¿Cómo?
Los galgos lo siguieron
y aunque extrañaban
dejaron sin guardia
la casa. A la mañana
esperaba una desgracia:
alguna gallina menos,
la comadreja adentro
con pichones, el almácigo
dañado, pero jamás
de los jamases el padrillo
perdido ni las chanchas
en un charco de sangre.
Los perros que crecían
salvajes en las taperas
las habían liquidado
-las crías se salvaron
porque los maíces
y Dios es grande.

Furioso por la carnicería
que hacían de las hembras
el padrillo destrozó
a uno de los cimarrones
-y el Negro encontró
la cabeza por un lado
y las patas y el resto-
pero estaba herido
y lo superaban en número.
Los vecinos vieron
que salía como escupida
por el campo: nada
del otro mundo, ojo,
porque era costumbre
que los animales del Negro
buscaran la comida
sueltos en el camino.

Ese padrillo era,
decían, más malo
que la peste: una bestia
de 200 kilos, y para peor
enardecida por el chillido
de las chanchas, su sangre,
y para peor que desconocía
más allá de la chacra.
La voz de alarma corrió
con el Negro, que quería
seguir el rastro y de paso,
con la escopeta y los galgos,
barrer con los perros salvajes
que se le pusieran delante.

Así andaba del camino
del Concejo a la escuela
de Campo Albornoz
y en ese radio no pasaba
un día sin noticias
del padrillo: hacía
un desquicio en la soja,
llegaba medio muerto
al molino de una casa,
una señora lo topaba
cuando colgaba la ropa.
Pero siempre tenía
la forma de escapar
antes que el Negro
y la gente que ayudaba,
porque a esa altura,
después de una semana
de martes 13, desastres
y sustos, esa bestia
suelta era un peligro
para cualquiera.

Había que ver: iban
y venían con una jaula,
maíces para invitarlo,
palos y perros de todo
tamaño. Al final
lo rodearon en una laguna,
tan rendido de cansancio
que se dejó llevar
de lo más manso.
***
Vuelta a vuelta, y de lejos,
los gritos. Le pega, decía uno.
Y otro: le quiere enseñar.
Bien entrada la noche caía,
en el sulky, o en auto, favor
que algún vecino le haría.
bajo las casuarinas estaba
un buen rato, aspirando el aire
de la refrescada, o devolviendo,
quién sabe -hay que dejarlo,
pensaba uno, solo; y otro:
para qué decirle algo-
y ya en la casilla de chapa,
con la mano, con alguna rama
que deshojaría, le pegaba.
De pocas palabras,
por no asentado quizá,
se iba, entonces, de lengua:
vuelta a vuelta, dele putear
nomás. Pobre Ada, decía uno.
Y otro: mate con ceniza
debería tomar.
Entre los repollos,
cuerpo a tierra, lo encontró
el milico cuando vino,
con orden de marche preso,
en el farlain azul.

Sobre la calle ancha,
donde los árboles en ronda
dieron sombra y fresco a la casa,
a la tapera y a esa tristeza,
ahora, de yuyos y cardos
que nadie corta,
molestadas nomás por el tero
que asoma su desconfianza
al bebedero y, viéndolo seco,
protesta, levantando vuelo
para perderse, con su nido
será potrero adentro,
hay tacuaras mirá
y sobre los hilos de alambres,
sin prenderse en las púas
el bonito traje, que cae
y se abre en la cola negra
y erecta, expectantes,
mirá: tijeretas.
Anudando la goma
a cada cabo de la horqueta,
al estirarla queda tensa
como para que la piedra,
con puntería y fuerza.
El “Leal” y el “Quédice”
ya saben; no duermas,
vamos, la siesta.

Levanta, con la pala de hoja
ancha, la chapa que cubre
la parrilla y sopla de golpe,
en su cara sudada, la brisa
caliente alentada por las brasas.
Hace a un lado la chapa,
cruza las manos sobre el mango
de la pala: a la carne, dice,
le falta. Volcando en el suelo
un canasto de mimbre, elige
y añade al fuego dormido algo
de leña. Al potrero postrado,
al monte donde florecen
vuelve la espalda: de otro
paisaje fue paisano.

Cuando sirven la mesa
el asador ya está tomado.
Sobre la parrilla nomás
cortó la costilla: paaaa,
no hay cosa más rica,
dice, saboreando con ojos
cerrados. Pero aunque
haya reparo, fuego hecho,
mucho espacio, se come
en la cocina, en familia,
con mantel, fuente, plato.
**
Foto tomada de loscelebresclandestinos.com

2 comentarios:

Yanina Magrini dijo...

Me encanta Aguirre.... me da paz... me acerca todos los olores, las imágenes, los sonidos... es la simplicidad más perfecta.
Saludos desde Córdoba, Irene, siempre te visito..

Irene Gruss dijo...

Yanina, gracias; ¡mi abrazo a Córdoba!, Irene

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char