martes, 23 de febrero de 2010

La falsa quietud


El poeta es siempre un traductor
Otra entrevista de Osvaldo Aguirre a CIRCE MAIA

A partir de En el tiempo (1958), Circe Maia ha construido una obra poética con características tan cálidas como intensas, para decirlo con palabras que le son entrañables. La apuesta por un “lenguaje simple”, que surge de situaciones cotidianas y como verbalización de una experiencia opaca a la lengua, la distingue de entrada de ciertas “complejidades” en que se distrae buena parte de la poesía contemporánea.
Esa singularidad se potencia con un distanciamiento que asume varias formas: la residencia en Tacuarembó, su tarea como traductora —nuevo principio de reflexión sobre el trabajo poético— y las lecturas de textos filosóficos, que inciden en su forma de verlas cosas, en esa “respuesta animada al contacto del mundo” que pedía Antonio Machado y que Maia se planteó casi programáticamente.
Las clasificaciones, los conceptos con que la crítica trata de leer la poesía se vuelven entonces inoperantes, e incómodos. Circe Maia se resiste a ser “ubicada”. “El metro de las generaciones, por ejemplo, no es muy satisfactorio —dice—, y me cuesta vera la gente agrupada”. Por otra parte, “las relaciones con mis colegas son buenas, porque son pocas: pero creo que la actitud crítica con respecto a otros poetas debe pasar por el respeto”.

Aquel primer libro “adulto” descansa en un sostenido interés por la poesía, documentado por otra publicación, Plumitas. Maia tenía entonces 11 años; pese al típico rechazo que suscitan los poemas iniciales estaba ya en curso la búsqueda que definiría, entre otras cosas, con la asunción del acontecimiento corriente como principio de escritura, de un lenguaje “directo, sobrio, abierto”, y de la idea de belleza como “sed de existencia cierta”. Sobre ello señala:

—En realidad todos los niños hacen muy tempranamente el descubrimiento de la poesía. Aquellos romances del siglo XV que cantábamos, como juego, fueron una entrada a la poesía, anterior a cualquier lectura sistemática. Se sentía que aquello era otra cosa, que había adquirido otra cualidad. Y para que veas que la poesía es algo que puede ocurrirle al lenguaje, como si le pasara algo al idioma: el primer libro de mi escuela decía “el pino”, “la pena”, palabritas sueltas para aprender a leer que me sonaron extrañas, como si hubiera visto la posibilidad de una puerta entreabierta. Recuerdo también que Cortázar elogiaba esa sección de poesía de los “libros verdes”, como les llamábamos, del Tesoro de la Juventud, donde había cuentos de hadas preciosos. Y muy tempranamente me di cuenta de que había una forma de poesía que me repelía: la poesía pomposa, aquello de “oh”, “ah”, aquellas odas larguísimas. El polo opuesto de las odas de Anacreonte, que descubrí hace poco.

Puntos de partida

—¿Se alentó en tu hogar el interés por la literatura?
—Se alentó el interés por la pintura. Fracasamos totalmente, con mi hermana: le dimos a mi padre frustraciones en la música y la pintura. Pero había una buena biblioteca, y a él le sorprendió e interesó que buscáramos tanto y leyéramos tanta poesía. Estaban las nanas de García Lorca, un misterio y un verdadero estímulo para mí, y después Machado.

—¿Cómo se produjo la edición de Plumitas?
—Yo no lo publiqué: a mis padres se les ocurrió pagar ese librito, que me da bastante vergüenza. Hacía además una especie de recorrido por la escuela, con recitados, que nunca me gustó. Recitaba con las manos así (las cruza tras la espalda y ríe), ¡ay Dios! Y era tímida, no me animaba a decir que no quería, que no me gustaba. Pero me doy cuenta que, dentro de tanta bobada, en ese librito hay cosas que tal vez continuaron. Después traté de compensar no publicando nada, porque la experiencia de la publicidad fue negativa, en cuanto a lo doloroso que me resultaba conversar las cosas que requieren mucha maduración. En el tiempo es mi primer libro adulto, del que me siento responsable: lo escribí entre los 18 y los 25 años, desde cuando estaba en preparatorios hasta cuando ya me casé y me resolví a publicarlos.

—El prólogo de ese libro contiene definiciones importantes, relativas a tu concepción del lenguaje y de la poesía.
—Sí, un poco dogmáticas.

—Al contrario, es un punto de partida muy sólido.
—Bueno, llevaba muchos años de escribir y de pensar. Uno de los caminos, una de las fuentes de la poesía, es la que yo tomo. Necesariamente uno se ve ubicado dentro de una modalidad, en la que se mantiene, con variantes. Pero esos puntos de vista los conservo. El hecho de traducir, ahora, me ha llevado a meditar más en lo específico de la poesía como lenguaje. Pero sigo pensando que es una respuesta al mundo, que las dos fuentes de la poesía son lo leído y lo vivido, y que esto último siempre es básico. Y aunque respeto otras posiciones, me parece que si se pone demasiado en primer plano lo leído, si la poesía se piensa demasiado como experimento lingüístico, ese otro elemento, esencial, puede fallar. Hay una especie de tensión: cuando uno está creando nota que no está solo, sino en contacto con una materia no lingüística. Al que traduce le pasa lo mismo, con la lengua extranjera. Está luchando, porque su lengua no le permite lo que la otra está haciendo muy bien. Pero yo creo en la posibilidad de traducir poesía. No en el mal sentido, de creer que el poema es el mismo: los referentes de sonido y sentido son diferentes, cada lengua es un universo distinto. Pero es legítimo, traducir es lograr la irradiación de un poema en otra lengua. Entonces, ¿por qué no es más reconocida la tarea del traductor? Si es creativa...

Perfiles, fragmentos

—¿Cómo se explicaría la “irradiación” de un poema?
—No hay que empecinarse en un problema de palabras. Cada poema pertenece al universo de su lengua. Pero ésta es el modelo que el traductor tiene delante para hacer un poema. Con los recursos de su lengua, el traductor trata de lograr efectos tal vez distintos, pero que son los posibles.

—¿De qué manera pensabas esa analogía entre la traducción y la escritura de un poema?
—El que escribe está como traduciendo, tratando de hacer transparente una experiencia vital, no lingüística, que es opaca a la lengua. Ojo con la palabra transparencia: yo busco el lenguaje simple, mi tipo de poesía es cotidiana porque me gusta ver cómo en cierto momento aparece lo poético. Prefiero darle una intensidad, una temperatura especial al lenguaje cotidiano. Pensemos en los parlamentos de Shakespeare: un personaje habla en prosa, pero cuando adquiere cierta intensidad lo que dice pasa al verso blanco, el lenguaje se estructura con una respiración especial y aparece la poesía sin que haya un corte nítido.

—Esa insistencia en la cualidad “transparente” de las palabras, que se nota en Superficies, parece casi un desafío hacia algunas concepciones del lenguaje.
—Los lingüistas se horrorizan cuando se habla del lenguaje como puerta o medio; odian que se hable del referente. Pero sigo pensando que es un medio comunicacional: todo el mundo disfruta de un poema sonoro, pero pienso que esas cualidades lo ponen en contacto con algo que no son ellas mismas. A mí no me parece, como se dice, que el significante se enrosque sobre sí mismo y se separe de su referente. En todo poema resuenan voces de otros, claro, y no creo en un significado exterior, aparte, que se pueda señalar como idea. Pero lo importante es ese sentido que se hace transparente a través de la forma.

—En tus poemas no hay presencias literarias explícitas, sino más bien, en acápites por ejemplo, de filósofos: san Anselmo, Platón, Lucrecio. ¿Cómo se plantea la relación entre esos dos campos?
—Siempre la he visto como muy peligrosa, cuando se pretende hacer un poema filosófico, en una actitud teórica y explicativa, con la grandilocuencia y la oscuridad que puede tener el lenguaje filosófico. Nada de eso me interesa. Me defiendo con un lenguaje totalmente cotidiano, y si al final sugiero otro problema, en un par de líneas, puede ocurrir que el lector ni siquiera se dé por aludido y entonces parezca nada más que un poema doméstico, en el que hablo de la leche, del azúcar que está sobre la mesa. Me decía una amiga: qué bien que me apoye en mi vida como ama de casa, para exaltarla... (risas) Si yo pudiera, y no quedara muy pretencioso, mostraría problemas filosóficos que están dados en mis poemas y que poca gente puede advertir, porque no están citados. Una de las cosas en que insiste la fenomenología es que el objeto tiene multiplicidad de perfiles. Eso está en el poema del paseo a la laguna (“Múltiples paseos a un lugar desconocido”, en Dos voces)

—Allí se dice que todo cambia cuando uno se decide a ver. ¿Cómo es eso?
—Cuando uno quiere de verdad ver. Y ve que, por más vueltas que dé, la laguna escapa, invisible, en medio de altos árboles radiantes. Entonces me decían: “Ese poema es misterioso, ¿por qué la laguna escapa?”. Porque nada es visible en sí, no hay un en sí de las cosas: vemos perfiles, todo es muy fragmentario.

Temas manifiestos y latentes

—¿Los problemas de la filosofía son también temas de tu poesía?
—El tema no es importante. En el primer poema de En el tiempo aparece la indiferencia de la realidad al pasaje del tiempo humano, cómo salvar de esa destrucción continua, marcada casi como un aparato por el golpe del remo en el agua, que va marcando casi mecánicamente el tiempo. Y en el primer poema de Dos voces es otra vez el bote y otra vez el arroyo; sin embargo lo que expresa es casi lo opuesto. Entonces, cuidado con los temas: como ocurre con los contenidos manifiestos de los sueños, hay que buscarlos dejando de lado lo que aparece como tal. Me han dicho que mis temas se repiten, y es probable.

—¿Cuáles, por ejemplo?
—Hay un poema que es ejemplo de lo que quiero decir, y con el cual estoy contenta porque quedo lucida, como dice mi hija. Dice: “El gesto más simple/cortar el pan y llevarlo a la mesa/ empieza, y luego acabo/ —círculo de sentido que se cierra—/ la pequeña molécula de un proyecto cumplido”. El proyecto es simplemente cortar el pan. Sigo el poema: “¿Trivial? Tal vez, pero mira proyectar/ la espiral perfectísima/que va del pensamiento a la mano/del ojo hacia el cuchillo” (1). Ese poema no habla de un cuchillo, de poner la mesa, sino de un problema filosófico, de la complejidad de la relación entre el sujeto y el objeto, lo misterioso que resulta la relación de lo psíquico y lo físico, ese largo proceso que media del ojo hacia el cuchillo.

—Para muchos, Destrucciones es tu mejor libro. ¿Estás de acuerdo?
—Si tuviera que elegir uno, diría que Destrucciones es el que todavía me duele. Ese libro fue la única manera de poder volver a escribir, no podía escribir otra cosa y tampoco podía escribir de algo tan horrible como la pérdida de un hijo. Cuando a uno le pasa una cosa de esas, tan espantosa —un accidente que se llevó a mi hijo—, no puede escribir. Entonces el tema de la muerte, de la muerte personal, espantosísima, que aparece en “Desconsuelo”, está como rodeada o protegida por un montón de otras destrucciones. La persona que pasa por eso mira y... ¿te acordás de Quevedo? “No hallo cosa en que poner los ojos que no fuera recuerdo de la muerte”. Vi que había diferentes tipos de destrucciones, por todos lados. Un recuerdo que se empieza a borrar en tu cabeza, que no está tan nítido, es una destrucción; la rutina, que destruye la novedad de tantas cosas. Encontré una fotografía de mi padre, sentado conmigo, y todo el paisaje lo veía en la foto, pero mi recuerdo era muy pobre. Tenía 16 años, estábamos en Chile, nos sentamos y ¿qué quedó de ese momento? Apenas una sensación de gran altura.

—Esa preocupación por el cambio y la permanencia de las cosas también aparece respecto a la idea del tiempo. Se habla de hechos especiales, que están al margen de...
—Son esos hechos, los que no se pueden tragar. No los podés aceptar, y es como si volvieran a ocurrir. No permanentemente, claro, sino que cada vez que una cosa lo recuerda, te das cuenta que no han pasado. Después seguís haciendo las cosas, pero es como si de golpe descendiera el nivel en el que estás.

—Además de las líneas propuestas en En el tiempo, hay cuestiones de política que insisten en tus textos posteriores. ¿Hubo alguna redefinición de aquel primer proyecto?
—Creo que todos los poetas nos hemos preguntado por lo que hacemos y por el lenguaje poético. El hablar sobre el lenguaje mismo ya está en Cambio, permanencias. En “Composiciones” (Dos voces), se dice: “Unas cosas se hacen de otras/—el portafolio está hecho de cuero—/de sonido y sentido, el lenguaje/y de muchas sustancias/el mirar...”

—“Y el silencio.” ¿De que cosas está hecho el mirar?
—De muchas sustancias, de las que el que mira capta una y otra. Nadie capta totalmente al otro: miramos y algo vemos.
El lector también percibe un aspecto, por lo menos: si el poema pudiera llegar así como si una ranura se abriera, yo quedaría contentísima. Y ahora que vemos: mirá qué espléndida luna llena está saliendo (por calle Santiago Vázquez)

La experiencia y su forma

—Otro objeto de reflexión en tus poemas es la imagen. En un texto de Cambios, permanencias se habla de la “falsa quietud” de una imagen, de un movimiento oculto tras el simple reflejo de una hija que está sentada y cuya imagen se refleja en un vidrio.
—Se refiere a que hay una doble luz: la luz del sol y de los ojos. Hay una niña sentada y su imagen. Ah, es una fotografía que está en mi casa, de una hija que está sentada y cuya imagen se refleja en un vidrio. De pronto vi que había un doble movimiento, el de la luz que llega a los ojos y el de la mirada que sale hacia el mundo. La mirada es como un lanzarse hacia afuera, ¿no?, aunque te saquen una fotografía y estés inmóvil. También como en el tema de la destrucción, llegué a ver que había diferentes tipos de imágenes, lo que me sugirió una sección de ese libro. Tomé algunos cuadernos de Vermeer: allí no hay jerarquías, todo está al mismo nivel de vida intensa, sea una puntilla o el brillo de un ojo. Eso me parecía precioso: el respeto por las cosas que estando en el ser ya merecen cierta atención.

—¿Cómo aparece la idea para un poema?
—Es una especie de inquietud, de molestia más bien. Tomás (de Mattos) lo dijo en relación con un cuento: entró a una casa donde se había cometido un crimen y encontró una cuchara clavada en un vaso, cuyo contenido se había solidificado. Y se dio cuenta que esa cuchara era la punta de un hilo, de la que podía sacar toda la historia. Curiosamente, ese cuento, “Mujer de Batoví”, tiene un acápite mío: “Allí cayó la muerte, y allí está ahora, quieta/como un agua de pozo” (de En el tiempo). No es diferente de lo que ocurre en la poesía: por eso decía que el componente no puede ser estrictamente literario. Generalmente la experiencia, que puede ser tan trivial como esa cuchara, se repite o se vuelve a vivir o a mirar y se siente que todavía no está transformada en lenguaje, que está como palpitando: molestando.

—¿Qué pasa cuando esa experiencia es finalmente verbalizada?
—¡Grande! (risas). La creación es siempre una alegría especialísima, no demasiado diferente del acto de terminar este mantel. Generalmente es un trabajo nocturno, aunque durante el día sigue molestando. Molestando porque uno nota que el poema no quedó bien. Entonces deja lo que está haciendo y va a mirarlo de nuevo. Y al otro día vuelve. A veces me lleva meses lograr una forma definitiva. Mi tendencia es a tachar: cuando noto que el poema está opaco lo condenso, lo aprieto lo más posible, porque me molesta la cháchara. Y le tengo mucho temor a la poesía de los sentimientos, de expresión del yo, de los amores contrariados o no. Es peligrosísima: casi siempre sale mal.
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Notas

(1) La versión anterior de este poema, “Unidad”, consta en Dos voces: “Una pequeña tarea como ésta del cortar el pan y llevado a la mesa/empieza y luego acaba/—círculo de sentido que se cierra—/ la pequeña molécula de un proyecto cumplido/ ¿Trivial? Tal vez, pero mira dibujarse/con perfección acabadísima/cada gesto enlazado en el siguiente/anillado en la suave/espiral invisible/ que va del pensamiento hacia la mano/ del ojo hacia el cuchillo”.
DATOS BIOBIBLIOGRÁFICOS
Una obra continua


Nació en Montevideo, en 1932. Poco después, su familia se radicó en Tacuarembó, donde permaneció hasta 1939, para regresar a Montevideo. Cursó durante dos años estudios de filosofía en el Instituto de Profesores Artigas, "y lo dejé porque era muy absorbente, había horarios a todas horas y yo ya me había casado".
Luego retomó sus estudios en la Facultad de Humanidades: "En total estudié unos cinco años, lo que era más que suficiente para ser profesora de filosofía".
En 1958 publicó En el tiempo. "Me alegró saber que una persona exigente como Emir Rodríguez Monegal lo considerara talentoso. Se lo mandé al Bocha (Washington Benavides), y le gustó, y a algunos amigos: me sentí como liberada". En 1962 regresó a Tacuarembó, donde actualmente vive.
Presencia diaria (1964) y El Puente (1970) la consolidaron como una de las escritoras uruguayas más importantes. En 1974 fue destituida del liceo por la dictadura militar. "No quise quedar fuera de la enseñanza; como no podía ser profesora, me pregunté que podría aprender en Tacuarembó y entonces decidí levantar los idiomas (inglés y francés) que tenía sólo a nivel de lectura. Después descubrí el griego moderno: conocí a Ritsos, a Odysseas Elytis, conseguí una edición bilingüe de sus poemas en Montevideo y hasta que pude leerlo en griego no descansé". Mientras se iniciaba como traductora, escribió los poemas de Cambios, permanencias (1978), Dos voces (1981) y Destrucciones (en prosa, 1986)
En 1983 retornó al liceo, donde continua dando clases. "Me gusta la relación con los muchachos, a veces doy clases divertidas y todo. Hago que la filosofía no sea pesada, lo cual es bastante".
En 1990 publicó otro volumen de poemas, Superficies. En diciembre de 1992 participó en el Encuentro de escritores y traductores de Delfos (Grecia) y al año siguiente dio a conocer la crónica "Un viaje a Salto": "Consideré que valía la pena conocer lo que pasamos en esos años de dictadura, sobre todo porque es un testimonio de la gente del interior y de los familiares de los presos políticos. Ese viaje a Salto se realizó realmente, en condiciones muy particulares. Mi esposo, que estaba detenido en el cuartel de Salto, había sido llevado a Montevideo para un interrogatorio. Una amiga me dijo que yo podía subir en Paso de los Toros y desde allí viajar en el mismo tren que lo traía de regreso al cuartel; tal vez me dejaran hablar con él. Como ya hacía más de un año, pensando que a ella la dejarían hablar, lo que era algo. Y efectivamente; aunque los guardias, al principio, se mostraron feroces, malísimos porque habíamos subido".
Ahora Circe Maia prepara un nuevo libro de poemas: "Tal vez se llame La puerta entreabierta; no estoy segura, parece el título de una película de misterio. Aunque tengo una treintena de poemas, todavía no se ha armado, y me gusta que se note cierta unidad".

Osvaldo Aguirre
El País Cultural Nº 243
1º de julio de 1994

Tomado de poeticas.com

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char