lunes, 20 de abril de 2009

El mal aliento


Katherine Anne Porter
(EE.UU., 1890–1980)
Judas en flor
(fragmento)

Braggioni se puso a cantar. Rasgueaba la guitarra con familiaridad, como si fuera un animalito, y cantaba desentonando apasionadamente, llevando los agudos a un prolongado y doloroso lamento. Laura, que recorría los mercados escuchando a los baladistas y se detenía todos los días a escuchar al muchacho ciego que tocaba su flauta de caña en la calle Dieciséis de Septiembre, escuchaba a Braggioni con despiadada cortesía, pues no se atrevía a sonreír ante su lamentable interpretación. Nadie se atrevía a sonreírle. Braggioni era cruel con todos, con una especie de insolencia especializada, pero estaba tan orgulloso de su talento, y era tan sensible a las críticas, que se necesitaría una crueldad y un orgullo mayores que los suyos para poner un dedo en la gran llaga incurable de su vanidad.
(…)
No en balde Braggioni se ha esforzado por ser un buen revolucionario y un enamorado profesional de la humanidad. Jamás morirá de eso. Tiene la malicia, la sagacidad, la perversidad, el ingenio, la crueldad, estipuladas para amar al mundo provechosamente. Jamás morirá de eso. Vivirá para ver como otros voraces salvadores del mundo lo sacan a patadas del comedero. Tradicionalmente debe cantar pese a una vida que lo conduce al derramamiento de sangre, le cuenta a Laura, pues su padre era un labriego de Toscana que emigró al Yucatán y se casó con una mujer maya: una mujer de raza, una aristócrata. Le legaron el amor y el conocimiento de la música, así; y con los tirones de la uña de su pulgar, las cuerdas del instrumento se quejan, tensas, como nervios expuestos. En un tiempo todas las muchachas y mujeres casadas que lo perseguían lo llamaban Delgadito: era tan esmirriado que se le veían los huesos bajo la fina ropa de algodón, y podía apretarse el vientre hasta tocarse el espinazo con las dos manos. Era poeta y la revolución era sólo un sueño; demasiadas mujeres lo amaban y le agotaban la juventud y nunca comía lo suficiente, en ninguna parte. Ahora dirige hombres, hombres arteros que le susurran al oído, hombres hambrientos que esperan horas frente a su oficina para hablar con él, hombres demacrados con caras desencajadas que lo paran en la puerta de calle con un tímido "Camarada, quiero decirle..." y le arrojan en la cara el mal aliento de sus estómagos vacíos.
(…)

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char