miércoles, 18 de enero de 2012

Agua de lágrimas bebo

PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA

(España, 1600-1681)

Penitencia de San Ignacio


3

Con el cabello erizado,
pálido el color del rostro,
bañado en un sudor frío,
vueltos al cielo los ojos,

más muerto que vivo, haciendo
de gemidos y sollozos
los suspiros una esfera,
las lágrimas dos arroyos,

a Ignacio su mismo cuerpo,
helado, sangriento y roto,
desta manera le dice
con voz baja y pecho ronco:

-No te espantes si te trato,
como ajeno de ti propio,
que es bien que como otro hable,
pues ya contigo soy otro,

no es mucho ignore quién eres,
si el mismo que soy ignoro;
que tal tu rigor me ha puesto,
que aún a mi no me conozco.

Siete días ha que muero,
pues vivo sin saber cómo,
y a mi torpe natural
forzosas leyes le rompo.

Negando lo que te pido,
siete días ha que sólo
agua de lágrimas bebo
y pan de dolores como.

Duros abrojos tres veces
castigan mis perezosos
miembros: tan estéril tierra
¿qué ha de tener sino abrojos?

Gastadas tengo las piedras
donde las rodillas pongo,
y porque cabales vivan
cubro de sangre los hoyos.

Vivo cadáver me dejas,
y en tu espíritu dichoso
vas a gozar dulces gustos,
a gustar suaves gozos.

Todo en amor te transformas,
porque vivas en Dios todo,
con una gloria amorosa,
y con un amor glorioso.

Al alma sólo regalas:
quejas justamente formo,
pues a tus gustos mis penas
son manjar dulce y sabroso.

Dueño soy de los sentidos:
¿qué importa si no los gozo?
Pues sin alma ¿qué me sirven
boca, manos, oídos ni ojos?

Yo sus contentos no gusto,
yo sus gustos no los toco,
sus regalos no los veo,
sus dulzuras no las oigo.

Mira no se ofenda Dios,
que cargues sobre mis hombros
murallas de penitencia,
siendo el cimiento tan poco.

Una llama soy que vivo
obediente a un fácil soplo,
humilde barro, y al fin
fuego y humo, tierra y polvo.

No hay comentarios:

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char