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jueves, 5 de enero de 2017

Algo que las tormentas no destruyen

WILLIAM WORDSWORTH

(Inglaterra, 1770-1850) 


Amonestación y respuesta

«¿Por qué sobre esa vieja piedra,
durante toda la jornada,
William, así solo te sientas
y entre sueños el tiempo pasas?

¿Dónde están tus libros? ¡La luz
a este ciego mundo legada!
¡Arriba! Aspira la salud
que en ellos los muertos exhalan.

Miras la tierra como un hijo
que a su madre pidiese cuentas
o como el primer hombre vivo
que conociese la existencia».

Así, del Esthwaite a la orilla,
la vida dulce y sin porqué,
el buen Matthew me habló un día
y así le quise responder:

«El ojo sólo mirar puede
y el oído nunca está en paz;
siquiera que va, el cuerpo siente
contra o con nuestra voluntad.

Así, creo que existen fuerzas
que al pensamiento dan traza,
que nutrimos nuestras ideas
con una pasividad sabia.

¿Crees, en el mundo infinito
de estos seres que hablan sin verbo,
que nada vendrá por sí mismo
y que siempre buscar debemos?

Pues no preguntes por qué a solas,
según me plazca conversando,
me siento en esta vieja roca
y entre sueños el tiempo paso».

Versión de Gabriel Insausti
**
El muchacho danés

Entre dos páramos hay una quebrada
Y un espacio que parece sagrado
A las flores de las colinas,
Y sagrado al cielo encima.
En este valle pequeño y abierto
Hay un árbol por la tempestad golpeado;
El rayo ha cortado una piedra angular,
La última piedra de una solitaria choza;
Y en este valle pequeño puedes ver
Algo que las tormentas no destruyen,
La sombra de un muchacho danés.

De las nubes altas se oye a la alondra,
Pero las gotas no caen en esta tierra;
En este rincón solitario las aves
Nunca construyen sus nidos.
Ni bestia ni pájaro levanta aquí su casa;
Las abejas, llevadas sobre el aire ventoso,
Pasan encima de aquellas campanas fragantes
Hacia otras flores, hacia otros pequeños valles
Llevan su mercancía de polen;
El Muchacho danés deambula solo:
El valle pequeño es todo suyo.

Un espíritu meridiano es él;
Aunque parece hecho de carne y sangre;
No es un pastor ni lo será nunca,
Peón de los campos jamás será.
Porta un chaleco real de piel,
Oscuro como las alas del cuervo;
No teme lluvias, ni vientos ni rocío;
Pero en la tormenta se ve fresco y azul
Como pinos en ciernes de la primavera;
Su casco posee una gracia vernal,
Brillante como la flor en su rostro.

El arpa cuelga de su hombro;
Y luego descansa sobre su rodilla,
A las voces de una lengua olvidada
Él les regala su melodía.
Por multitudes en la vieja colina
Él es el querido y alabado;
Y a menudo, sin causa aparente,
Los corceles del monte escuchan,
Oyen al muchacho danés,
Mientras en el valle pequeño él canta solo
Junto al árbol y la piedra angular.

Allí se sienta él; en su rostro no encontrarás
Ningún rastro de su antiguo aire feroz,
Ni amplios cielos despejados
O estáticas nubes estivales.
El muchacho danés es bendito
Y feliz en su ensenada florida:
Su mente viaja por distantes hechos de sangre;
Y aún él susurra sus canciones de amor
Que suenan como cantos de guerra,
Pues tranquilo y apacible es su semblante;
Sereno como un muchacho muerto.

Versión s/d
**
Camposanto en el sur de Escocia

Acotado del hombre y al borde de una cima
donde el torrente espuma, veréis el cementerio.
Allí la liebre alcanza su más tranquilo sueño
y los elfos, nevados de luna, entran y danzan
para crédulos ojos. De aquelarre ni templo
no queda ya vestigio, pero allí se deslizan
desconsoladas gentes, que con velada angustia
le lloran su oración al viento y al celaje.
No hay tumbas orgullosas. Mas rudos caballeros,
que esculpiera el humilde querer de tiempos idos,
en tierra yacen, entre verdores de cicuta;
no es una mezcla triste, si quiebra el alba clara
el resplandor del césped, y cerca, en los arbustos,
coros primaverales entonan su alborozo.

Versión s/d

jueves, 25 de febrero de 2016

¡Triste caso para un cerebro estar unido a un niño que se agita en el vientre!




William Wordsworth
(Cockermouth, Inglaterra, 1770-Cumberland, Id., 1850) 

El espino

I
He ahí un espino; da la impresión de ser tan viejo
Que en verdad sería difícil poder decir
Que alguna vez haya podido ser joven,
Tan viejo y gris como parece.
No más alto que un niño de dos años
Se alza erguido este espino anciano;
No tiene hojas ni puntas espinosas,
Es una masa de nudos retorcidos
Un objeto desgraciado y olvidado.
Se alza erguido y, como una piedra,
De líquenes está cubierto.

II
Como una roca o una piedra está cubierto
De líquenes hasta lo más alto,
Y de él cuelgan espesas matas de musgo,
Como melancólica cabellera;
Desde el suelo hacia arriba esos musgos van trepando,
Y a este pobre espino lo rodean con su abrazo
Tan apretado, que se diría que están decididos
Con intento claro y manifiesto
De arrastrarlo hacia el suelo;
Y que todos se han unido en un solo esfuerzo
Para enterrar a este pobre espino para siempre.

III
Elevado en la cresta más alta de una montaña
Donde con frecuencia la tormenta terrible del invierno
Corta como una hoz mientras, atravesando las nubes,
Lo barre todo yendo de un valle a otro;
A menos de cinco metros del sendero de la montaña,
Este espino queda a nuestra izquierda
Y, también a la izquierda, tres metros más atrás,
Se ve el estanque de agua cenagosa,
Agua que nunca se seca;
Lo he medido de un lado a otro:
Un metro de largo por medio de ancho.

IV
Y muy cerca de este viejo espino
Hay una vista maravillosa, un montículo de musgo
Que se eleva diez centímetros.
Hermosos colores se ven allí,
Todos los colores que jamás hayan podido existir
Y un musgoso entramado aparece allí también,
Como si por mano de una bella dama
Ese trabajo hubiera sido tejido,
Y ranúnculos, tan queridos por los ojos,
Tan intenso es su tinte bermejo.

V
Ah, qué hermosos colores hay aquí,
Verde oliva y escarlata brillante
En las espigas, en las ramas y en las estrellas,
Verde, rojo y blanco madreperla.
Este montón de tierra cubierto de musgo
Que junto al espino veis,
Tan lleno de frescura con sus preciosos colores
Es del tamaño de la tumba de un niño
Tanto como a esta parecerse pueda;
Mas nunca, nunca en lugar alguno
La tumba de un niño fue siquiera la mitad de hermosa.

VI
Ahora que ya podéis ver este anciano espino,
Este estanque y este hermoso montículo de musgo,
Debéis tener cuidado y elegir bien el momento
Para cruzar la montaña.
Porque a menudo allí se sienta, entre el montón
Que es del tamaño de la tumba de un niño
Y ese mismo estanque del que he hablado,
Una mujer con un manto de escarlata
Que para sí se lamenta:
¡Ay qué desgracia, qué desgracia,
Ay de mí, qué desgracia!

VII
A cualquier hora del día y de la noche
Esta pobre mujer allí se acerca,
Y todas las estrellas la conocen,
Y también todos los vientos que soplan;
Y allí junto al espino se sienta cuando la luz está en los cielos,
Cuando el torbellino recorre la colina
O cuando el aire está claro y quieto,
Y para sí se lamenta:
¡Ay qué desgracia, qué desgracia,
Ay de mí, qué desgracia!

VIII
Así pues, ¿por qué ocurre esto: que de día y de noche,
Llueva, haya tempestad, y cuando nieva,
Que a la desolada cima del monte
Vaya esta pobre mujer?
¿Y por qué se sienta junto al espino
Cuando la luz azul del día está en los cielos
O cuando el torbellino recorre la colina,
O el aire helado está claro y quieto?
¿Y por qué llora y se lamenta?
¿Por qué? ¿Por qué? Decidme por qué
Repite ese llanto doloroso sin cesar.

IX
No lo sé, y bien me gustaría saberlo
Porque nadie conoce la razón verdadera
Mas si quisiéramos contemplar ese lugar,
El lugar al que ella va;
El montón de tierra gris que es como la tumba de un niño,
El estanque, y el espino, tan viejo y tan gris,
Pasad junto a su puerta -rara vez cerrada-
Y si la veis en su cabaña,
Hacia ese lugar entonces,
Nunca he oído de nadie que se atreviese
A acercarse a ese lugar cuando está ella allí.

X
Mas, ¿por qué causa hacia la cima del monte
Puede ir esta desdichada mujer,
Sea cual sea la estrella que gobierna el cielo,
Sea cual sea el viento que sople?
No os devanéis los sesos, es todo en vano,
Porque os contaré todo lo que se;
Pero al espino y al estanque
Que está unos pasos más allá,
Me gustaría que fuerais:
Quizá cuando estéis en ese lugar
Podáis vislumbrar algo de su historia.

XI
Mas os daré toda la ayuda que pueda:
Antes de que monte arriba subáis
Hasta la desolada cima del monte,
Os contaré todo lo que sé.
Hará unos veintidós años
Que ella -se llama Martha Ray-,
Prometió con la voluntad de una doncella
A Stephen Hill ser su compañera;
Y se sentía alegre y jubilosa,
Y estaba feliz, muy feliz
Cuando pensaba en Stephen Hill.

XII
Y ya habían fijado fecha para la boda,
La mañana en que ambos iban a desposarse;
Mas Stephen a otra muchacha
Había hecho juramento;
Y con esa otra muchacha a la iglesia
Stephen sin cuidado iba.
¡Pobre Martha! En aquel desdichado día
Un cruel, muy cruel fuego según dicen,
Empezó a consumirle las entrañas:
Le secó el cuerpo como si de un montón de ceniza se tratara
Y casi le convirtió en yesca los sesos.

XIII
Y dicen que seis meses después de todo aquello,
Mientras las hojas del verano aún estaban verdes,
Ella se iba a la cima de la montaña
Y allí se la veía con frecuencia.
Se dice que llevaba un niño en su vientre,
Como claro le parecía a quien la viese;
Estaba preñada y estaba loca,
Mas a veces estaba tristemente cuerda
A causa de su insoportable dolor.
¡Ay, diez mil veces hubiese preferido
Que hubiese muerto ese padre cruel!

XIV
¡Triste caso para un cerebro estar
Unido a un niño que se agita en el vientre!
¡Triste caso, como pensar podéis, para alguien
Que tenía el cerebro trastocado!
La Navidad pasada cuando hablábamos de estas cosas,
Simpson, el viejo granjero, mantenía
Que en sus entrañas la criatura fue enroscándose
En torno al corazón de su madre, y que le había devuelto
De nuevo el sentido:
Y cuando al fin fue acercándose el momento,
Su mirada estaba en calma, su inteligencia despejada.

XV
Nada más sé, que bien me gustaría,
Y así podría daros cuenta de todo;
Porque lo que ocurrió con aquel pobre niño
Nadie lo supo nunca:
Y si la criatura nació o no,
Nadie pudo darnos fe de ello;
Y si nació viva o muerta,
Nadie lo sabe, como he dicho
Pero hay quienes recuerdan
Que Martha Ray por aquel entonces
Subía con frecuencia a la montaña.

XVI
Y todo aquel invierno, cuando por las noches
El viento soplaba desde la cima de la montaña,
Merecía la pena, aunque estuviese oscuro,
Recorrer el sendero del cementerio:
Porque muchas veces con frecuencia se escuchaban
Gritos que procedían de la cumbre de la montaña:
Algunos eran claramente voces de los vivos,
Y otros, a muchos les oí jurar,
Eran voces de muertos.
No se me alcanza, digan lo que digan,
Qué tendrían que ver con Martha Ray.

XVII
Mas allá va hacia ese viejo espino,
El espino que os he estado describiendo,
Y allí se sienta con un manto escarlata,
Que en verdad os juro que esto es cierto.
Pues un día con mi telescopio lo vi,
Al contemplar el océano extenso y resplandeciente,
Cuando a esta región llegué por vez primera.
Antes de haber oído el nombre de Martha
Subí a la escarpadura de la montaña:
Hubo una tormenta y no pude ver
Nada que sobrepasara mis rodillas.

XVIII
Todo era niebla y lluvia, lluvia y tempestad,
Ningún refugio, ninguna valla pude descubrir,
¡Y vaya viento, doy fe, había!
Diez veces más poderoso que cualquier otro.
Miré a mi alrededor y creí ver
Un saliente en una peña
Y hacia allí corrí,
Lanzándome de cabeza a través de cortinas de lluvia
Para alcanzar el abrigo de la peña.
Y, por mi honor os digo,
En lugar del saliente de una peña,
Me encontré a una mujer sentada en el suelo.

XIX
No hablé -vi su rostro-,
Su rostro me bastó:
Me di la vuelta y la oí llorar
"¡Ay qué desgracia, qué desgracia
Ay de mí, qué desgracia!"
Y allí permanece sentada
Hasta que la luna
Haya atravesado la mitad del cielo azul.
Y cuando las brisas suaves consigan
Que las aguas del estanque se agiten,
Como sabe toda la región,
Se estremece y se la oye llorar
"Ay qué desgracia, qué desgracia".

XX
Mas, ¿qué es el espino? ¿Y qué es el estanque?
¿Y qué es para ella el montículo de musgo?
¿Y qué es esa brisa súbita que viene
A agitar ese pequeño estanque?.
No lo sé, pero habrá quienes digan
Que colgó del árbol a su niño,
Y otros dirán que lo ahogó en el estanque
Que está unos pasos más atrás.
Mas todos y cada uno están de acuerdo,
En que el pequeño fue enterrado allí,
Bajo ese montículo de musgo tan hermoso.

XXI
He oído que el musgo escarlata se volvió de color rojo
Por las gotas de sangre de aquella pobre criatura;
¡Matar de ese modo a un recién nacido!
No creo que pudiera hacerlo.
Algunos dicen que si vais al estanque
Y mantenéis en él la mirada fija,
Contemplaréis en él la sombra de un niño,
Un niño y la cara de un niño,
Y que esa cara le mira a uno;
Cuando uno lo mira está bien claro
Que el niño le devuelve la mirada.

XXII
Y algunos habían hecho juramento de que ella
Habría de ser entregada a la justicia pública;
Y en pos de los huesos del pequeño
Con palas buscar habrían querido.
Mas entonces aquel hermoso montículo de musgo
Ante sus ojos empezó a agitarse.
Y en cincuenta metros alrededor
Sacudió la hierba que cubría el suelo;
Mas todos siguen obstinados
En que el niño está ahí enterrado,
Bajo aquel montículo de musgo tan hermoso.

XXIII
No sabría decir si es de ese modo
Pero claro está, el espino está atenazado
Por grandes masas de musgo que se esfuerzan
En derribarlo hacia el suelo.
Y de esto estoy seguro: de que muchas veces
Cuando estaba en lo alto del monte
De día, y durante el silencio de la noche,
Cuando brillaban claras todas las estrellas,
La he oído llorar gimiendo
"¡Ay qué desgracia, qué desgracia
Ay de mí, qué desgracia!"

Versión sin datos

miércoles, 9 de octubre de 2013

Y confío en que a cada flor le guste el aire que respira

WILLIAM WORDSWORTH 

(Cockermouth, Gran Bretaña, 1770-Rydal Mount, id., 1850)

Oí miles de notas mezcladas,
mientras en el bosque, reclinado me sacié,
en esa dulce atmosfera, cuando pensamientos agradables
trajeron pensamientos tristes a la mente.

En su bello trabajo la naturaleza hizo conexión
con el alma humana que a través de mí pasó;
y muy acongojado mi corazón pensó
lo que el hombre ha hecho del hombre.

A través de plantas primaverales, en esas enramadas verdes,
la vincapervinca perdió sus coronas;
y confío en que a cada flor
le guste el aire que respira.

Los pájaros a mi alrededor saltaban y jugaban,
-sus reflexiones no las puedo medir-
Pero el menor movimiento que hacían
parecía un estremecimiento de placer.

Sus pequeñas ramas en ciernes se extendieron en abanico,
para atrapar el aire;
y debo pensar (hacer) todo lo posible,

en que allí había placer, allí.

Si esta creencia del cielo se enviara,
si el plan santo de la naturaleza es tal,
¿No hay razón para lamentar
lo que el hombre ha hecho del hombre?
***
¡Oh ruiseñor!

¡Oh ruiseñor! Tú eres
de ardiente corazón :
tus notas nos penetran, nos penetran,
tumultuosa, indómita armonía.
Cantas como si el dios del vino
te dictara un mensaje de sátira amorosa:
una canción de burla y de desprecio
a la sombra, al rocío y a la noche callada
y a la ventura firme y a todos los amores
que descansan en esos tranquilos bosquecillos.
Escuché a una paloma torcaz, el mismo día,
cantando o recitando su doméstica historia.
Su voz se sepultaba entre los árboles
y en alas de la brisa me llegaba.
No cesaba jamás: arrullaba, arrullaba,
y era su cortejar un tanto pensativo.
Amor cantaba, muy mezclado en calma,
muy lento al empezar y sin acabar nunca:
la grave fe y el íntimo alborozo.
Ese es el canto, el canto para mí.

Versión de Màrie Montand

domingo, 17 de marzo de 2013

Esplendor en la hierba


WILLIAM WORDSWORTH
(Cockermouth, Cumberland, Inglaterra, 1770-Rydal Mount, id., 1850)

Aves acuáticas
Observadas frecuentemente sobre los lagos de Rydal y Grasmere

Ved cómo los plumosos habitantes del agua,
con tal gracia al moverse, que apenas se diría
inferior a la angélica, prolongan
su curioso placer. Describen en el aire
(y a veces con volar osado, que se cierne
hasta las mismas cumbres),
un círculo más amplio que el lago, allá en lo hondo,
su dominio; y en tanto que se aplican
a trazar, una vez y otra vez, el gran círculo,
su jubilosa actividad describe
centenares de curvas y círculos menudos,
ora abajo, ora arriba, en avance intrincado,
pero seguro, como si guiase un espíritu
su vuelo infatigable. Ya el juego terminó:
así lo imaginé diez o más veces;
pero, mira: la banda, desvanecida ya,
vuelve a ascender. Se acercan. Rumorean sus alas,
leves al pronto, y luego su enérgico batir
pasa a mi vera y vuelve a oírse el rumor leve.
Al sol invitan, para que juegue con sus plumas,
y al agua o bien al hielo chispeante,
que les muestren su bella imagen. Ellos mismos,
sus bellas formas son en el luciente llano,
con colores más suaves y hermosos, cuando bajan,
casi rozándole... y luego alzan el vuelo
de nuevo, con un súbito empuje presuroso,
como si hicieran burla del lago y del reposo.

Versión de Màrie Montand
***
Oda a la inmortalidad

I
Hubo un tiempo en que prados, bosquecillos, arroyos,
la tierra, y toda vista acostumbrada,
me parecían ser, en luz celeste
adornos, la gloria, la frescura de un sueño.
Hoy ya no es como fue,
me vuelva a donde quiera,
de día o por la noche:
las cosas que veía no puedo verlas ya.

II
El Arco Iris sale y se retira,
deliciosa es la Rosa,
la Luna, con deleite,
mira en torno si el cielo está sin nubes;
en la noche estrellada, el agua corre
hermosa y deliciosa;
el Sol brilla en glorioso nacimiento,
pero, por donde vaya,
sé que se fue una gloria de la tierra.

III
Hoy que las aves cantan un canto alegre, así,
y brincan los borregos como al son del tambor,
me vino, en soledad, un doliente día:
y oportunas palabras aliviaron mi mente
y otra vez tengo fuerzas: desde el borde
del precipicio suenan trompetas de cascadas;
no ofenderá otro agravio mío a la primavera:
oigo por las montañas los ecos en tropel,
llegan a mí los vientos de los campos del sueño,
la Tierra está gozosa:
mar y tierra se entregan
al regocijo: todo
animal, con el ánimo de mayo,
hace su vacación:
¡hijo de la Alegría,
grita en torno de mí, déjame oír tus gritos,
tú, feliz pastorcillo!

IV
Criaturas benditas, escuché la llamada
que os hacéis unas a otras; y veo con vosotras
a los cielos reír en vuestro jubileo:
en vuestro festival entra mi corazón,
mi cabeza se ciñe de guirnalda,
la plenitud de vuestra dicha siento: lo siento todo.
Oh mal día, si estuviera ceñudo
mientras la misma tierra se ha adornado
esta dulce mañana de mayo, cuando están
los Niños recogiendo,
por todas partes, frescas
flores, en tantos valles a lo lejos,
mientras brilla el sol tibio,
y el Niñito pequeño salta en brazos
de la Madre: yo escucho, ¡con alegría escucho!
pero hay un Árbol, entre muchos, uno,
un cierto Campo que he mirado tanto,
y ambos me dicen de algo que se fue:
ante mis pies, la flor del pensamiento
repite un cuento siempre:
¿a dónde huyó aquel brillo visionario?
¿dónde están hoy las glorias y los sueños?

V
Nuestro nacer es sólo un dormir y olvidar:
el Alma que se eleva con nosotros, la Estrella
de nuestra vida, tuvo su ocaso en otro sitio,
y llega de muy lejos:
no en un entero olvido,
no del todo desnudos,
sino arrastrando nubes de gloria hemos llegado
de Dios, que es nuestro hogar;
¡en torno nuestro hay Cielo en nuestra Infancia!
Sombras de la prisión se empiezan a cerrar
sobre el Niño que crece,
pero él mira la luz y de dónde le afluye,
en su gozo lo ve,
el Joven, aunque a diario ha de andar alejándose
del Este, es sacerdote de la Naturaleza
todavía, y su espléndida visión
le sigue, acompañando su camino;
al fin, el Hombre nota cómo muere
y se extingue en la luz del común día.

VI
La Tierra, de placeres suyos llena el regazo,
siente afán de su propia especie natural,
y aún con algo de ánimo
de una Madre, con digna pretensión, familiar
Ama, hace cuanto puede para lograr que a su Hijo
Adoptivo, el Hombre, se le olviden
las glorias que ya había conocido,
y el palacio imperial de donde vino.

VII
En su dicha recién nacida, ved al Niño,
¡el querido pigmeo de seis años!
Vedle tendido en medio de lo que hacen sus manos,
mientras le asaltan ráfagas de besos de su madre,
con la luz de los ojos de su padre sobre él.
Ved a sus pies, algún pequeño plano o mapa,
por sí mismo formó con recién aprendido
arte; quizá una boda, un festival,
un funeral, un luto; y eso ahora
tiene su corazón y a ello ajusta su canto;
luego acomodará su lengua a diálogos
de negocios, de amor o de disputa;
pero no tardará eso en quedar a un lado,
y con nueva alegría y nuevo orgullo
ese pequeño Actor formará un papel nuevo:
y ocupará su “escena de humores”, alternando
todos los personajes, hasta la paralíticaVejez,
que trae la vida consigo en su reserva:
como si su completa vocación
fuera la imitación interminable.

VIII
Tú, que desmientes en tu aspecto externo
la inmensidad de tu alma,
filósofo mejor, que aún conservas
tu herencia, y eres Ojo entre los ciegos;
que, sordo y en silencio, lees la eterna hondura
siempre acosado por la mente oscura,
¡poderoso Profeta!, ¡venturoso Vidente!;
en quien descansan todas las verdades
que pasamos la vida buscando con fatiga,
perdidos en lo oscuro, lo oscuro de la tumba;
con tu Inmortalidad, como el Día, cerniéndose
sobre ti, como un Amo sobre un Siervo,
una Presencia que no es posible eludir;
para quien es la tumba un lecho solitario
sin sensación o imagen del día o la luz cálida,
lugar de pensamiento donde esperar yaciendo;
tú, Niño, todavía glorioso en el poder
de libertad celeste en lo alto de tu cima,
¿por qué con tal empeño fatigoso provocas
a los años a traer el yugo inevitable,
luchan ciegamente así contra tu dicha?
Pronto tu alma tendrá una carga terrenal
y pondrá la costumbre un peso sobre ti,
pesado con el hielo, hondo como la vida.

IX
¡Oh gozo! En nuestras ascuas
hay algo que está vivo,
que la naturaleza recuerda todavía
cómo fue tan fugaz.
Pensar en nuestros años pasados en mí engendra
perpetua bendición: no ciertamente
por lo más digno de ser bendecido;
deleite y libertad, el simple credo
de la Infancia, en reposo o atareada,
con esperanza nueva aleteando en el pecho;
no por ello levanto
el canto de alabanza agradecida;
sino por las preguntas obstinadas
del sentido y las cosas exteriores;
algo que de nosotros cae y se desvanece,
sospechas sin perfil de una Criatura
que se mueve por mundos sin realizar, instintos
altos, ante los cuales nuestra naturaleza
mortal tembló, así un Ser culpable sorprendido;
sino por las primeras afecciones,
esos vagos recuerdos,
que, sean lo que sean,
son la fuente de luz de todo nuestro día,
son la luz dominante en todo nuestro ver;
nos sostienen y abrigan, con poder para hacer
que estos años ruidosos parezcan sólo instantes
en el ser del eterno Silencio: las verdades
que despiertan a nunca perecer:
que ni desatención, ni esfuerzo loco,
ni el Hombre, ni el Muchacho,
ni todo lo enemigo de la dicha
puede borrar del todo o destruir.
Por eso, en estación de tiempo claro,
aunque estemos muy tierra adentro,
nuestras Almas tienen visiones de ese mar inmortal
que nos trajo hasta aquí;
y hasta allí pueden ir en un momento
para ver a los Niños que juegan en la orilla
y oír las poderosas aguas siempre dar vueltas.

X
Así, pues, cantad, Pájaros,
¡cantad un canto alegre!
¡Y salten los borregos
como al son del tambor!
En nuestros pensamientos
iremos agolpados
con vosotros, flautistas, vosotros que jugáis,
los que sentís en vuestro corazón
la alegría de mayo.
Aunque el fulgor que fue tan claro en otro tiempo
se quite para siempre de mi vista,
aunque nada me pueda devolver esas horas
de esplendor en la hierba, de gloria entre flores,
no me voy a afligir, sino más bien a hallar
fuerza en lo que atrás queda:
en esa simpatía primigenia
que, habiendo sido, debe siempre ser;
en los suavizadores pensamientos que brotan
del sufrimiento humano;
en la fe que contempla a través de la muerte,
en los años que traen la mente filosófica.

XI
¡Vosotros, Fuentes, Prados, Colinas, Bosquecillos,
no presagiéis que se separen nunca
nuestro amores! Siento en el corazón, hondo
vuestro poder: tan sólo he perdido un deleite,
el vivir bajo nuestro más habitual dominio.
Al Arroyo que baja, ruidoso, lo amo ahora
más que cuando, ligero como él, me tropezaba;
el fulgor inocente de otro día que nace
me sigue siendo amable;
las nubes que se juntan en torno al sol poniente,
toman su colorido sobrio de una mirada
que ha velado la humana mortalidad: ha habido
otra carrera, y otras palmas se han conquistado.
Gracias al corazón que se hace vivir,
gracias a su ternura, sus gozos, sus temores,
la menor flor me puede ofrecer pensamientos
a veces demasiado hondos para las lágrimas.

(Escrito entre 1803 y 1806; publicado en 1807)

De: Poetas románticos ingleses. Byron, Shelley, Keats, Coleridge, Wordsworth. Introducción de: José María Valverde. Traducciones de: José María Valverde y Leopoldo Panero. Barcelona: Editorial Planeta, 2000.
**
Poema original 
Intimations of Immortality

THERE was a time when meadow, grove, and stream,
The earth, and every common sight,
To me did seem
Apparell’d in celestial light,
The glory and the freshness of a dream.
It is not now as it hath been of yore;—
Turn wheresoe’er I may,
By night or day,
The things which I have seen I now can see no more.

The rainbow comes and goes,
And lovely is the rose;
The moon doth with delight
Look round her when the heavens are bare;
Waters on a starry night
Are beautiful and fair;
The sunshine is a glorious birth;
But yet I know, where’er I go,
That there hath pass’d away a glory from the earth.

Now, while the birds thus sing a joyous song,
And while the young lambs bound
As to the tabor’s sound,
To me alone there came a thought of grief:
A timely utterance gave that thought relief,
And I again am strong:
The cataracts blow their trumpets from the steep;
No more shall grief of mine the season wrong;
I hear the echoes through the mountains throng,
The winds come to me from the fields of sleep,
And all the earth is gay;
Land and sea
Give themselves up to jollity,
And with the heart of May
Doth every beast keep holiday;—
Thou Child of Joy,
Shout round me, let me hear thy shouts, thou happy
Shepherd-boy!

Ye blessèd creatures, I have heard the call
Ye to each other make; I see
The heavens laugh with you in your jubilee;
My heart is at your festival,
My head hath its coronal,
The fulness of your bliss, I feel—I feel it all.
O evil day! if I were sullen
While Earth herself is adorning,
This sweet May-morning,
And the children are culling
On every side,
In a thousand valleys far and wide,
Fresh flowers; while the sun shines warm,
And the babe leaps up on his mother’s arm:—
I hear, I hear, with joy I hear!
—But there’s a tree, of many, one,
A single field which I have look’d upon,
Both of them speak of something that is gone:
The pansy at my feet
Doth the same tale repeat:
Whither is fled the visionary gleam?
Where is it now, the glory and the dream?

Our birth is but a sleep and a forgetting:
The Soul that rises with us, our life’s Star,
Hath had elsewhere its setting,
And cometh from afar:
Not in entire forgetfulness,
And not in utter nakedness,
But trailing clouds of glory do we come
From God, who is our home:
Heaven lies about us in our infancy!
Shades of the prison-house begin to close
Upon the growing Boy,
But he beholds the light, and whence it flows,
He sees it in his joy;
The Youth, who daily farther from the east
Must travel, still is Nature’s priest,
And by the vision splendid
Is on his way attended;
At length the Man perceives it die away,
And fade into the light of common day.

Earth fills her lap with pleasures of her own;
Yearnings she hath in her own natural kind,
And, even with something of a mother’s mind,
And no unworthy aim,
The homely nurse doth all she can
To make her foster-child, her Inmate Man,
Forget the glories he hath known,
And that imperial palace whence he came.

Behold the Child among his new-born blisses,
A six years’ darling of a pigmy size!
See, where ‘mid work of his own hand he lies,
Fretted by sallies of his mother’s kisses,
With light upon him from his father’s eyes!
See, at his feet, some little plan or chart,
Some fragment from his dream of human life,
Shaped by himself with newly-learnèd art;
A wedding or a festival,
A mourning or a funeral;
And this hath now his heart,
And unto this he frames his song:
Then will he fit his tongue
To dialogues of business, love, or strife;
But it will not be long
Ere this be thrown aside,
And with new joy and pride
The little actor cons another part;
Filling from time to time his ‘humorous stage’
With all the Persons, down to palsied Age,
That Life brings with her in her equipage;
As if his whole vocation
Were endless imitation.

Thou, whose exterior semblance doth belie
Thy soul’s immensity;
Thou best philosopher, who yet dost keep
Thy heritage, thou eye among the blind,
That, deaf and silent, read’st the eternal deep,
Haunted for ever by the eternal mind,—
Mighty prophet! Seer blest!
On whom those truths do rest,
Which we are toiling all our lives to find,
In darkness lost, the darkness of the grave;
Thou, over whom thy Immortality
Broods like the Day, a master o’er a slave,
A presence which is not to be put by;
To whom the grave
Is but a lonely bed without the sense or sight
Of day or the warm light,
A place of thought where we in waiting lie;
Thou little Child, yet glorious in the might
Of heaven-born freedom on thy being’s height,
Why with such earnest pains dost thou provoke
The years to bring the inevitable yoke,
Thus blindly with thy blessedness at strife?
Full soon thy soul shall have her earthly freight,
And custom lie upon thee with a weight,
Heavy as frost, and deep almost as life!

O joy! that in our embers
Is something that doth live,
That nature yet remembers
What was so fugitive!
The thought of our past years in me doth breed
Perpetual benediction: not indeed
For that which is most worthy to be blest—
Delight and liberty, the simple creed
Of childhood, whether busy or at rest,
With new-fledged hope still fluttering in his breast:—
Not for these I raise
The song of thanks and praise;
But for those obstinate questionings
Of sense and outward things,
Fallings from us, vanishings;
Blank misgivings of a Creature
Moving about in worlds not realized,
High instincts before which our mortal Nature
Did tremble like a guilty thing surprised:
But for those first affections,
Those shadowy recollections,
Which, be they what they may,
Are yet the fountain-light of all our day,
Are yet a master-light of all our seeing;
Uphold us, cherish, and have power to make
Our noisy years seem moments in the being
Of the eternal Silence: truths that wake,
To perish never:
Which neither listlessness, nor mad endeavour,
Nor Man nor Boy,
Nor all that is at enmity with joy,
Can utterly abolish or destroy!
Hence in a season of calm weather
Though inland far we be,
Our souls have sight of that immortal sea
Which brought us hither,
Can in a moment travel thither,
And see the children sport upon the shore,
And hear the mighty waters rolling evermore.

Then sing, ye birds, sing, sing a joyous song!
And let the young lambs bound
As to the tabor’s sound!
We in thought will join your throng,
Ye that pipe and ye that play,
Ye that through your hearts to-day
Feel the gladness of the May!
What though the radiance which was once so bright
Be now for ever taken from my sight,
Though nothing can bring back the hour
Of splendour in the grass, of glory in the flower;
We will grieve not, rather find
Strength in what remains behind;
In the primal sympathy
Which having been must ever be;
In the soothing thoughts that spring
Out of human suffering;
In the faith that looks through death,
In years that bring the philosophic mind.

And O ye Fountains, Meadows, Hills, and Groves,
Forebode not any severing of our loves!
Yet in my heart of hearts I feel your might;
I only have relinquish’d one delight
To live beneath your more habitual sway.
I love the brooks which down their channels fret,
Even more than when I tripp’d lightly as they;
The innocent brightness of a new-born Day
Is lovely yet;
The clouds that gather round the setting sun
Do take a sober colouring from an eye
That hath kept watch o’er man’s mortality;
Another race hath been, and other palms are won.
Thanks to the human heart by which we live,
Thanks to its tenderness, its joys, and fears,
To me the meanest flower that blows can give
Thoughts that do often lie too deep for tears

(from Recollections of Early Childhood)

***
Iba solitario como una nube...

Iba solitario como una nube
que flota sobre valles y colinas,
cuando de pronto vi una muchedumbre
de dorados narcisos: se extendían
junto al lago, a la sombra de los árboles,
en danza con la brisa de la tarde.

Reunidos como estrellas que brillaran
en el cielo lechoso del verano,
Poblaban una orilla junto al agua
dibujando un sendero ilimitado.
Miles se me ofrecían a la vista,
moviendo sus cabezas danzarinas.

El agua se ondeaba, pero ellas
mostraban una más viva alegría.
¿Cómo, si no feliz, será un poeta
en tan clara y gozosa compañía?
Mis ojos se embebían, ignorando
que aquel prodigio suponía un bálsamo.

Porque a menudo, tendido en mi cama,
pensativo o con ánimo cansado,
los veo en el ojo interior del alma
que es la gloria del hombre solitario.
y mi pecho recobra su hondo ritmo
y baila una vez más con los narcisos.

Versión de Gabriel Insausti
**

I wandered lonely as a cloud
That floats on high oer vales and hills,
When all at once I saw a crowd,
A host, of golden daffodils;
Beside the lake, beneath the trees,
Fluttering and dancing in the breeze.

Continuous as the stars that shine
And twinkle on the milky way,
They stretched in never-ending line
Along the margin of a bay: 
Ten thousand saw I at a glance,
Tossing their heads in sprightly dance.

The waves beside them danced; but they
Out-did the sparkling waves in glee:
A poet could not but be gay,
In such a jocund company:
I gazed –and gazed– but little thought
What wealth the show to me had brought:

For oft, when on my couch I lie
In vacant or in pensive mood,
They flash upon that inward eye
Which is the bliss of solitude;
And then my heart with pleasure fills,
And dances with the daffodils.
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char