domingo, 5 de diciembre de 2010

¿Dónde?, ¿dónde?, ¿dónde?, ¿dónde?

JOAQUÍN ABATÍ DÍAZ

(Madrid, España,1865-Madrid, 1936)

Romance del Conde de Sisebuto


A cuatro leguas de Pinto
y a treinta de Marmolejo,
existe un castillo viejo
que edificó Chindasvinto.

Lo habitaba un gran señor,
algo feudal y algo bruto;
se llamaba Sisebuto
y su esposa, Leonor,

y Cunegunda, su hermana,
y su madre, Berenguela,
y una prima de su abuela
que atendía por Mariana,

y su cuñado, Vitelio,
y Cleopatra, su tía,
y su nieta, Rosalía,
y su hijo mayor, Rogelio.

Era una noche de invierno,
noche cruda y tenebrosa,
noche sombría, espantosa,
noche atroz, noche de infierno,

noche fría, noche helada,
noche triste, noche oscura,
noche llena de amargura,
noche infausta, noche airada.

En un gótico salón
dormitaba Sisebuto,
y un lebrel seco y enjuto
roncaba en el portalón.

Con quejido lastimero
el viento fuera silbaba,
e imponente se escuchaba
el ruido del aguacero.

Cabalgando en un corcel
de color verde botella,
raudo como una centella
llega al castillo un doncel.

Empapada trae la ropa
por efecto de las aguas,
¡como no lleva paraguas
viene el pobre hecho una sopa!

Salta el foso, llega al muro,
la poterna está cerrada.
-¡Me ha dado mico mi amada!
-exclama-, ¡vaya un apuro!

De pronto algo que resbala
siente sobre su cabeza;
extiende el brazo y tropieza
con la cuerda de una escala.

-¡Ah!... -dice con fiero acento.
-¡Ah!.. -vuelve a decir gozoso.
-¡Ah!.. -repite venturoso.
-¡Ah!.. -otra vez, y así, hasta ciento.
Trepa que trepa que trepa,
sube que sube que sube,
en brazos cae de un querube,
la hija del conde... ¡la Pepa!

En lujoso camarín
introduce a su adorado,
y al notar que está mojado
lo seca bien con serrín.

-Lisardo... mi bien, mi anhelo,
único ser al que adoro,
el de los cabellos de oro,
el de la nariz de cielo,

¿qué sientes, di, dueño mío?,
¿no sientes nada a mi lado?,
¿qué sientes, Lisardo amado?
Y él responde: -Siento frío.

 -¿Frío has dicho? Eso me espanta.
¿Frío has dicho? eso me inquieta.
No llevarás camiseta
¿verdad?... pues toma esta manta.

-Y ahora hablemos del cariño
que nuestras almas disloca.
Yo te amo como una loca.
-Yo te adoro como un niño.

-Mi pasión raya en locura,
-La mía es un arrebato.
-Si no me quieres, me mato.
-Si me olvidas, me hago cura.

-¿Cura tú?, ¡Por Dios bendito!
No repitas esas frases,
¡en jamás de los jamases!
¡Pues estaría bonito!

Hija soy de Sisebuto
desde mi más tierna infancia,
y aunque es mucha mi arrogancia,
y aunque es mi padre muy bruto,

y aunque temo sus furores,
y aunque sé a lo que me expongo,
huyamos... vamos al Congo
a ocultar nuestros amores.

-Bien dicho, bien has hablado,
huyamos aunque se enojen,
y si algún día nos cogen,
¡que nos quiten lo bailado!

En esto, un ronco ladrido
retumba potente y fiero.
-¿Oyes? -dice el caballero-,
es el perro que me ha olido.

Se abre una puerta excusada
y, cual terrible huracán,
entra un hombre..., luego un can...,
luego nadie..., luego nada...

-¡Hija infame! -ruge el conde.
¿Qué haces con este señor?
¿Dónde has dejado mi honor?
¿Dónde?, ¿dónde?, ¿dónde?, ¿dónde?

Y tú, cobarde villano,
antipático, repara
cómo señalo tu cara
con los dedos de mi mano.

Después, sacando un puñal,
de un solo golpe certero
le enterró el cortante acero
junto a la espina dorsal.

El joven, naturalmente,
se murió como un conejo.
Ella frunció el entrecejo
y enloqueció de repente.

También quedó el conde loco
de resultas del espanto.
El perro... no llegó a tanto,
pero le faltó muy poco.

Desde aquel día de horror
nada se volvió a saber
del conde, de su mujer,
la llamada Leonor,

de Cunegunda su hermana,
de su madre Berenguela,
de la prima de su abuela
que atendía por Mariana,

de su cuñado Vitelio,
de Cleopatra su tía,
de su nieta Rosalía
ni de su chico Rogelio.

Y aquí acaba la leyenda
verídica, interesante,
romántica, fulminante,
estremecedora, horrenda,

que de aquel castillo viejo
entenebrece el recinto,
a cuatro leguas de Pinto
a treinta de Marmolejo.
**
Imagen tomada de worldpress.com

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char