martes, 25 de mayo de 2010

Aún no encenderé la luz


MARÍA ELENA ANNIBALI
(Oncativo, Córdoba, Argentina, 1978)


De Estudio sobre el signo, basado en Charles Peirce

“...el sueño difiere de la realidad sólo por ciertas marcas, por su oscuridad y carácter fragmentario.”
(Obra lógico-semiótica; pag. 41; Ed. Taurus)

Llegada a la casa-Avistaje de uno o dos animales

Está sobre la heladera.
Es una mancha negra, con dos puntos brillantes y verdes.
Esa mancha encarna la gatidad, sin ser aún en un gato.
La gatidad absoluta o ideal antes de la mueca del dios que la formule.
Alguna clase de gatidad superior,
un fuego de artificio,
alcohol ardiendo en una hendidura de la noche,
una hermosa ferocidad gimiendo por las ratas,
clavándome algunas uñas en un pecho,
una imagen de París,
una suavidad moldeada en el infierno.

Nota: que la primeridad, según Peirce, es el modo de ser de aquello que es tal como es positivamente, y sin referencia a ninguna otra cosa. Vendría a comprenderse como la posibilidad o sensación de su existencia, un sentimiento.
***
Cocinar es un arte-Actividad

Aún no encenderé la luz.
Me basta la lumbre náufraga del cigarrillo para verla brillar y gemir.
Entretanto, saco las flores amarillas de calabaza,
las dispongo sobre una fuente junto a las zanahorias y los alcauciles.

Esta escena deberá ser de una ceguera inusitada,
y me guío por el perfume y el silencio.
La tomo de una de sus suavidades: el cuello.
De un solo tajo la parto al medio mientras una parte me muerde la mano,
y yo grito y ella ya no puede.
El agua hierve con especias, sal y hojas de laurel.
Dejo caer allí sus dos puntas,
ambas hermosas y ya de una mortalidad visible y casi triste.

Me siento a la mesa. Sirvo el vino.
Me desnudo.
Pienso que cocinar es un arte.

Nota: que la terceridad es el modo de ser de aquello que es tal como es, al relacionar una segunda cosa con una tercera cosa entre sí. Pertenece al orden del pensamiento y la representación.
***
De Disolución de la realidad

Fantasmales 1

Todos los días,
atrás de un árbol oscuro y deliciosamente profundo,
los fantasmales esperan.
Empiezan a crecer de noche,
tras el cierre de transmisión de los partidos de fútbol,
después de los micros religiosos,
mientras Marilyn Monroe gira incansablemente
en las sucias estaciones de trenes,
y alguien comenta, como soñando:
—Yo conozco esa tristeza, de algún lado...

A los fantasmales los hiere el perfume violento de las amapolas.
Es que a veces, ellos son viejos como catedrales,
y necesitan la amabilísima luz de los vitreaux,
las lámparas apenas insinuadas en los ojos de las muchachas vírgenes,
o la fosforescencia tenue de las luciérnagas.
Yo vi sus ojos clarividentes
una noche de lluvia,
dolorosos y enormes como l’Inferno, de Dante.

Es imposible que salgan de esta ciudad.
Primero,
porque la ciudad es un laberinto de rutas y espejos
nacida de un remoto sueño de Escher.
Segundo,
porque los fantasmales casi no tienen deseos.
Tercero,
porque son felices en esa zona perdida,
entre la Plaza de las revelaciones,
y las plantaciones de rosas.
Ellos abren todas las ventanas, aún en invierno,
porque el alma, a veces, no les cabe en los hoteles.

Los fantasmales suelen ampararse
bajo la mirada amarilla de los perros callejeros.
Los aman por dóciles,
por hambrientos,
porque arden en la noche,
pero sobre todo,
por las heridas de los autos de las avenidas furiosas.
Ambos reconocen en el otro,
a un hermano de la tibieza,
y, cándidos, serenos,
duermen abrazados, en los portales,
hasta que se encienden las manzanas,
y nace un crepúsculo de entre las piernas de una mujer hermosa.
***
Fantasmales 4

Todo lo aduraznado.
Todo siempre del vuelo hablábame. De sus angelosidades que le tremaban,
que le resbalaban, como un vaso sobre las ancas de las yeguas.
Algo santo, ¿no?, algo levitativo le ocurría en las mañanas,
porque de pronto, era un zeppelín que soltaba cuerdas
—encordada, solía dormirse, con todas sus extremidades
de austronauta, a salvo—
Desde siempre, le vi la mariposidad saltándole por los ojos,
por las antenas de resolana
(de felpa)
(de polvo de oro)
por donde se dispersaba el viento,
vibrando, como en un arpa.
Temblaba, al alzarse las cortinas de luz,
el aro anaranjado, álbico, que doraba serpientes
y músculos de codornices. Algo, no sé bien qué,
se le encendía gravemente adentro,
algo, una fogacidad volcánica.
Luego, entonces, comenzaban a volársele
los pollerines almidonados, las trenzas,
los tazones de beber agua-mate, el pabilo,
y entre tantos ojos azorados, volaba,
en direcciones equívocas, un poco hacia arriba,
como una perfecta bruja, madura de oscuridades.
**

TOMADOS DE LETRALIA.COM
© María Elena Annibali

4 comentarios:

sibila dijo...

me gustó. gracias, i.

Irene Gruss dijo...

¿Han visto qué fuerza? Gracias, Irene

Anónimo dijo...

qué bueno. Buenísimo! Gracias.

susana.

EG dijo...

Ando por aquí y por todos lados leyendo los poemas de Elena. Sí, tiene fuerza, tiene con qué. Es muy buena. Creo que "se las trae".

Un abrazo Irene

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char