jueves, 9 de diciembre de 2010

El poema de la fuerza

DE ARCHIVO
La Ilíada, o El poema de la fuerza
(fragmento), de Simone Weil


El verdadero héroe, el verdadero tema, el centro de La Ilíada es la fuerza. La fuerza manejada por los hombres, la fuerza que somete a los hombres, la fuerza ante la cual la carne de los hombres se crispa. El alma humana sin cesar aparece modificada por sus relaciones con la fuerza, arrastrada, cegada por la fuerza de que cree disponer, doblegada por la presión de la fuerza que sufre. Los que soñaron que la fuerza, gracias al progreso, pertenecía ya al pasado, pudieron ver en este poema un documento; los que saben discernir la fuerza, hoy como antes, en el centro de toda historia humana, encuentran en él el más bello, el más puro de los espejos.
La fuerza es lo que hace de quien quiera que le esté sometido una cosa. Cuando se ejerce hasta el fin, hace del hombre una cosa en el sentido más literal, pues hace de él un cadáver. Habla alguien y, un instante después, no hay nadie. Es un cuadro que La Ilíada no se cansa de presentar:

"... los caballos haciendo resonar los carros vacíos por los caminos de la guerra, en duelo de sus conductores sin reproche. Ellos sobre la tierra yacían, de los buitres más queridos que de sus esposas".

El héroe es una cosa arrastrada tras un carro en el polvo:

... "Alrededor, los cabellos negros estaban esparcidos, y la cabeza entera en el polvo yacía, antes encantadora; ahora Zeus a sus enemigos había permitido envilecerla en su tierra natal".

A la amargura de tal cuadro la saboreamos pura, sin que ninguna ficción reconfortante venga a alterarla, ninguna inmortalidad consoladora, ninguna insípida aureola de gloria, o de patria:

"Su alma fuera de sus miembros voló, fue hacia el Hades, llorando su destino, abandonando su virilidad y su juventud".

Más patética todavía, por lo doloroso del contraste, es la evocación súbita, rápidamente borrada, de otro mundo, el mundo lejano, precario y conmovedor de la paz, de la familia, ese mundo donde cada hombre es para los que lo rodean lo que más cuenta:

"En la casa ella ordenaba a sus sirvientas de hermosos cabellos poner cerca del fuego un gran trípode, a fin de que hubiera para Héctor un baño caliente al retornar del combate. ¡Ingenua! No sabía que muy lejos de los baños calientes el brazo de Aquiles lo había sometido, a causa de Atenas la de los ojos verdes".

En verdad, estaba lejos de los baños calientes el desdichado. No estaba solo. Casi toda La Ilíada transcurre lejos de los baños calientes. Casi toda la vida humana ha transcurrido siempre lejos de los baños calientes.
La fuerza que mata es una forma sumaria, grosera, de la fuerza. Mucho más variada en sus procedimientos y sorprendente en sus efectos es la otra fuerza, la que no mata; es decir, la que no mata todavía. Matará seguramente, o matará quizá, o bien está suspendida sobre el ser al que en cualquier momento puede matar; de todas maneras, transforma al hombre en piedra. Del poder de transformar un hombre en cosa matándolo procede otro poder, mucho más prodigioso aún: el de hacer una cosa de un hombre que todavía vive. Vive, tiene un alma, y sin embargo es una cosa. Ser muy extraño, una cosa que tiene un alma; extraño estado para el alma. ¿Quién podría decir cómo el alma en cada instante debe torcerse y replegarse sobre sí misma para adaptarse a esta situación? No ha sido hecha para habitar una cosa, y cuando se ve obligada a hacerlo no hay ya nada en ella que no sufra violencia.
Un hombre desarmado y desnudo sobre el cual se dirige un arma se convierte en cadáver antes de ser alcanzado. Durante un momento todavía calcula, actúa, espera:

"Pensaba, inmóvil. El otro se aproxima, todo sobrecogido, ansioso de tocar sus rodillas. En su corazón deseaba escapar a la muerte malvada, al negro destino... Y con un brazo apretaba para suplicar sus rodillas, con el otro mantenía la aguda lanza sin abandonarla...".

Pero pronto comprendió que el arma no se desviaría y, respirando aún, ya no es más que materia, pensando todavía que ya no puede pensar en nada:

"Así habló el hijo tan brillante de Príamo con palabras de súplica. Oyó una palabra inflexible:................ Dijo; al otro desfallecen las rodillas y el corazón; abandona la lanza y cae sentado, las manos tendidas, las dos manos. Aquiles desenvaina su aguda espada, hiere en la clavícula, a lo largo del cuello; y toda enterahunde la espada de doble filo. Él cara al suelo yace extendido, y la negra sangre se escapa humedeciendo la tierra".

Cuando, fuera del combate, un extranjero débil y sin armas suplica a un guerrero, no por eso está condenado a muerte; pero un instante de impaciencia de parte del guerrero bastaría para quitarle la vida. Es suficiente para que su carne pierda la principal propiedad de la carne viva. Un pedazo de carne viva manifiesta su vida ante todo por el estremecimiento; una pata de rana bajo una corriente eléctrica se estremece; el aspecto próximo o el contacto de una cosa horrible o aterrorizadora hace estremecer cualquier masa de carne, de nervios y de músculos. Sólo este suplicante no se estremece, no tiembla; no tiene ese derecho; sus labios tocarán el objeto para él más cargado de horror:

"Vieron entrar al gran Príamo. Se detuvo, apretó las rodillas de Aquiles, besó sus manos, terribles, matadoras de hombres, que le habían asesinado tantos hijos".

El espectáculo de un hombre reducido a tal nivel de desgracia hiela casi tanto como el aspecto de un cadáver:

"Como cuando la dura desgracia embarga a alguien, cuando en su país ha matado, y llega a la casa de otro, de algún rico, un estremecimiento se apodera de los que lo ven, así Aquiles se estremeció viendo al divino Príamo. Los otros también se estremecieron, mirándose entre sí".

Pero es sólo un momento, y bien pronto aun la misma presencia del desgraciado se olvida:

"Dijo. El otro, pensando en su padre, deseaba llorar; tomándolo por los brazos empujó un poco al anciano. Ambos recordaban, el uno a Héctor matador de hombres y se fundía en lágrimas a los pies de Aquiles, contra la tierra; pero Aquiles lloraba a su padre, y por momentos también a Patroclo; sus sollozos llenaban la morada".

No por insensibilidad Aquiles con un gesto ha empujado al suelo a ese viejo apretado a sus rodillas; las palabras de Príamo evocando a su anciano padre lo han conmovido hasta las lágrimas. Es simplemente porque se siente tan libre en sus movimientos y en sus actitudes como si en lugar de un suplicante fuese un objeto inerte lo que toca sus rodillas. Los seres humanos que nos rodean por su sola presencia tienen un poder, que les es propio, de detener, reprimir, modificar, cada uno de los movimientos que nuestro cuerpo esboza; alguien que pasa no desvía nuestro camino como un poste indicador; uno no se levanta, camina, descansa en una habitación cuando está solo de la misma manera que cuando tiene un visitante. Pero esta influencia indefinible de la presencia humana no es ejercida por hombres a quienes un movimiento de impaciencia puede privar de la vida aún antes que un pensamiento haya tenido tiempo de condenarlos a muerte. Ante ellos los otros se mueven como si no estuvieran; y ellos a su vez, en el peligro en que se encuentran de ser reducidos a nada en un instante, imitan la nada. Empujados caen, caídos permanecen en tierra, mientras a alguien no se le ocurra pensar en levantarlos. Pero levantados por fin, honrados con palabras cordiales, que no vayan a tomar en serio esta resurrección, a atreverse a expresar un deseo; una voz irritada los devolvería de inmediato al silencio:

"Dijo, y el anciano tembló y obedeció".

Al menos los suplicantes, una vez escuchados, vuelven a ser hombres como los otros. Pero hay seres aún más desgraciados que, sin morir, se convierten en cosas para el resto de su vida. No hay en sus jornadas ninguna alternativa, ningún vacío, ningún campo libre para nada que venga de ellos mismos. No son hombres que vivan más duramente que los otros, socialmente colocados más bajo que los otros; es otra especie humana, un compromiso entre el hombre y el cadáver. Que un ser humano sea una cosa es, desde el punto de vista lógico, contradictorio; pero cuando lo imposible se convierte en realidad, lo contradictorio se convierte en el alma en desgarramiento. Esa cosa aspira en todo momento a ser un hombre, una mujer, y en ningún instante lo logra. Es una muerte que se estira a todo lo largo de una vida; una vida que la muerte ha congelado mucho antes de suprimirla.
La virgen, hija de un sacerdote, sufrirá esta suerte:

"No la devolveré. Antes le sobrevendrá la vejez, en nuestra morada, en Argos, lejos de su país, corriendo al telar, viniendo a mi lecho".

La joven mujer, la madre, esposa del príncipe, la sufrirá:

"Y quizá un día en Argos tejerás la tela para otra. Y llevarás el agua de Miseis o del Hipereo, muy a pesar tuyo, bajo la presión de una dura necesidad".

El niño heredero del cetro real la sufrirá:

"Ellas sin duda se irán al fondo de las cóncavas naves, yo entre ellas; tú, hijo mío, conmigo. Tú me seguirás y harás trabajos envilecedores penando bajo la mirada de un amo sin dulzura...".

Tal suerte, a los ojos de la madre es tan horrible para su hijo como la misma muerte; el esposo prefiere haber perecido antes que ver así reducida a su mujer; el padre llama a todas las calamidades del cielo contra el ejército que somete a su hija a ese destino. Pero en aquellos sobre quienes se abate, un destino tan brutal borra las maldiciones, las rebeldías, las comparaciones, las meditaciones sobre el futuro y el pasado, casi hasta el recuerdo. No corresponde al esclavo ser fiel a su ciudad y a sus muertos.
Cuando sufre o muere uno de aquellos que le han hecho perder todo, que han asolado su ciudad, que han asesinado a los suyos bajo sus ojos, entonces el esclavo llora. ¿Por qué no? Sólo entonces le son permitidos los llantos. Hasta le son impuestos. Pero en la servidumbre, ¿las lágrimas no corren fácilmente desde el instante en que pueden hacerlo inpunemente?

"Dijo llorando, y las mujeres gimieron, tomando como pretexto a Patroclo, cada una por sus propias angustias".

En ninguna ocasión el esclavo tiene derecho a expresar algo, salvo lo que puede complacer a su amo. Por eso si en una vida tan sombría algún sentimiento puede despuntar y animarla un poco es el amor al amo. Todo otro camino está cerrado al don de amar, como para un caballo uncido a un carro las varas, las riendas y los frenos borran todos los caminos, salvo uno. Y si por milagro aparece la esperanza de volver a ser un día, por un favor, alguien ... a qué grados no llegarán el reconocimiento y el amor por hombres hacia los cuales un pasado muy reciente debería inspirar horror:

"Mi esposo, a quien me habían dado mi padre y mi madre respetadalo vi ante mi ciudad traspasado por el agudo bronce. Mis tres hermanos, nacidos de una misma madre, ¡tan queridos!, encontraron el día fatal pero tú no me dejaste, cuando mi marido por el rápido Aquiles fue muerto, y destruida la ciudad del divino Mines, verter lágrimas; me prometiste que el divino Aquiles me tomaría por esposa legítima y me llevaría en sus naves a Phthia, a celebrar el casamiento entre los mirmidones. Por eso te lloro sin descanso, a ti que siempre fuiste dulce".

No se puede perder más que lo que pierde el esclavo: pierde toda vida interior. Sólo la reconquista en parte cuando aparece la posibilidad de cambiar de destino. Tal es el imperio de la fuerza: ese imperio va tan lejos como el de la naturaleza. También la naturaleza, cuando entran en juego las necesidades vitales, borra toda vida interior y aun el dolor de una madre:

"Pues aun Níobe la de la hermosa cabellera pensó en comer, ella de quien doce hijos perecieron en su casa, seis hijas y seis hijos en la flor de la edad. A ellos, Apolo los mató con su arco de plata en su cólera contra Niobe; a ellas, Artemisa que ama las flechas. Porque ella se había comparado a Leto de hermosas mejillas diciendo: 'tiene dos hijos y yo engendré muchos'. Y esos dos, aunque no fuesen más que dos, los mataron a todos. Nueve días yacieron en la muerte; nadie vino a enterrarlos. Las gentes se habían convertido en piedras por voluntad de Zeus. Y el décimo día fueron sepultados por los dioses del cielo. Pero ella pensó en comer, cuando se sintió fatigada por las lágrimas".

Jamás se expresó con tanta amargura la miseria del hombre, que hasta lo hace incapaz de sentir su miseria.
La fuerza manejada por otro es imperiosa sobre el alma como el hambre extrema, puesto que consiste en un perpetuo poder de vida y muerte. Y es un imperio tan frío y tan duro como si fuera ejercido por la materia inerte. El hombre que se siente siempre el más débil está en el corazón de las ciudades tan solo, más solo de lo que podría estarlo un hombre perdido en medio del desierto:

"Dos toneles se encuentran colocados en el umbral de Zeus, donde están los dones que otorga, malos en uno, buenos en otro... A quien hace funestos dones expone a los ultrajes; la terrible miseria lo arroja a través de la tierra divina; va errante y no recibe consideración de los hombres ni de los dioses".
Tan implacablemente como la fuerza aplasta, así implacablemente embriaga a quien la posee o cree poseerla. Nadie la posee realmente. En La Ilíada los hombres no se dividen en vencidos, esclavos, suplicantes por un lado y en vencedores, jefes por el otro; no se encuentra en ella un solo hombre que en algún momento no se vea obligado a inclinarse ante la fuerza. Los soldados, aunque libres y armados, no reciben menos órdenes y ultrajes:

"A todo hombre del pueblo que veía y gritaba golpeaba con su cetro reprendiéndolo así: '¡Miserable, manténte tranquilo, escucha hablar a los otros, a tus superiores! No tienes ni valor ni fuerza, no cuentas para nada en el combate, para nada en la asamblea...'".
Tersites paga caro palabras que sin embargo son perfectamente razonables y que se asemejan a las que pronuncia Aquiles:

"Lo golpeó; él se encorvó, sus lágrimas corrieron aprisa, un tumor sangrante se formó en su espalda bajo el cetro de oro; se sentó y tuvo miedo. En el sufrimiento y el estupor enjugaba sus lágrimas. Los otros, a pesar de su pena, se regocijaron y rieron".

Pero el mismo Aquiles, ese héroe altivo, invicto, aparece en el comienzo del poema llorando de humillación y de dolor impotente, después que le han arrebatado ante sus ojos la mujer que quería hacer su esposa, sin que haya osado oponerse.

"(...) pero Aquiles llorando se sentó lejos de los suyos, apartado, al borde de las olas blanquecinas, la mirada sobre el vinoso mar".
Agamenón ha humillado a Aquiles con un propósito deliberado, para demostrar que es el amo:
.... "Así sabrás que puedo más que tú, y cualquier otro vacilará antes de tratarme como igual y levantar la cabeza ante mí".
Pero algunos días después el jefe supremo llora a su vez y se ve obligado a rebajarse, a suplicar, y siente el dolor de hacerlo en vano.

La vergüenza del miedo tampoco es perdonada a ninguno de los combatientes. Los héroes tiemblan como los otros. Basta un desafío de Héctor para consternar a todos los griegos sin excepción, salvo Aquiles y los suyos que están ausentes:

"Dijo, y todos callaron y guardaron silencio; tenían vergüenza de rehusar, miedo de aceptar".
Pero desde que Áyax avanza, el miedo cambia de lado:

"A los troyanos, un estremecimiento de terror hizo desfallecer sus miembros; a Héctor mismo, su corazón saltó en el pecho; pero no tenía derecho a temblar ni a refugiarse".
Dos días más tarde, Áyax a su vez siente terror:

"Zeus padre, desde lo alto, en Áyax hizo subir el miedo. Se detiene, sobrecogido, abandona el escudo de siete pieles, tiembla, mira completamente extraviado la multitud, como un animal...

También a Aquiles le ocurre una vez temblar y gemir de miedo, ante un río, es verdad, no ante un hombre. A excepción de él, absolutamente todos aparecen en algún momento vencidos. El valor contribuye menos a determinar la victoria que el destino ciego, representado por la balanza de oro de Zeus:

"En ese momento Zeus padre desplegó su balanza de oro. Colocó dos partes de la muerte que siega todo, una para los troyanos domadores de caballos, otra para los griegos acorazados de bronce. La tomó por el medio, fue cuando bajó el día fatal para los griegos".

A fuerza de ser ciego, el destino establece una especie de justicia, ciega también, que castiga a los hombres armados con la pena del talión; La Ilíada la formuló mucho antes que el Evangelio, y casi en los mismos términos:
"Ares es equitativo, mata a los que matan".

Si todos están destinados desde el nacimiento a sufrir la violencia, es ésta una verdad que el imperio de las circunstancias oculta ante el espíritu de los hombres. El fuerte no es jamás absolutamente fuerte, ni el débil absolutamente débil, pero ambos lo ignoran. No se creen de la misma especie; ni el débil se considera semejante al fuerte ni es considerado como tal. El que posee la fuerza avanza en un medio no resistente, sin que nada, en la materia humana que lo rodea, pueda suscitar entre el impulso y el acto ese breve intervalo en que se aloja el pensamiento. Donde el pensamiento no tiene cabida, ni la justicia ni la prudencia existen. Por eso los hombres de armas actúan dura y locamente. Su arma se hunde en el enemigo desarmado que está a sus rodillas; triunfan de un moribundo describiéndole los ultrajes que sufrirá su cuerpo; Aquiles degüella doce adolescentes troyanos en la hoguera de Patroclo con la misma naturalidad con que cortamos flores para una tumba. Al usar su poder nunca piensan que las consecuencias de sus actos los obligarán a inclinarse a su vez. Cuando se puede con una palabra hacer callar, temblar, obedecer a un anciano, ¿se reflexiona que las maldiciones de un sacerdote tienen importancia a los ojos de los adivinos? ¿Se abstiene de raptar la mujer amada por Aquiles cuando se sabe que ella y él no podrán menos que obedecer? Cuando Aquiles goza al ver huir a los miserables griegos, ¿puede pensar que esa huida, que durará y terminará de acuerdo con su voluntad, va a hacerles perder la vida a su amigo y a él mismo? De esa manera aquellos a quienes la fuerza es prestada por la suerte perecen por contar demasiado con ella.
No es posible que no perezcan. Pues no consideran su propia fuerza como una cantidad limitada, ni sus relaciones con otro como un equilibrio de fuerzas desiguales. Los otros hombres no imponen a sus movimientos esa pausa de donde proceden nuestras consideraciones hacia nuestros semejantes, y concluyen que el destino les ha dado todas las licencias, ninguna a sus inferiores. Entonces van más allá de la fuerza de que disponen. Inevitablemente van más allá, ignorando que es limitada. Entonces quedan librados sin recursos al azar y las cosas no les obedecen ya. A veces el azar les sirve, otras los daña; y allí están desnudos expuestos a la desgracia, sin la armadura de poder que protegía su alma, sin que nada en adelante los separe ya de las lágrimas.
Esta sanción de un rigor geométrico, que automáticamente castiga el abuso de la fuerza, fue el objeto primero de meditación entre los griegos. Constituye el alma de la epopeya; bajo el nombre de Némesis es el resorte de las tragedias de Esquilo; los pitagóricos, Sócrates, Platón, partieron de allí para pensar el hombre y el universo. La noción se hizo familiar en todos los lugares donde penetró el helenismo. Esta noción griega es quizá la que subsiste, con el nombre de kharma, en los países orientales impregnados de budismo; pero Occidente la ha perdido y ya ni siquiera tiene en sus lenguas palabras para expresarla; las ideas de límite, de mesura, de equilibrio, que deberían determinar la conducta de la vida, sólo tienen un empleo servil en la técnica. No somos geómetras más que ante la materia; los griegos fueron primero geómetras en el aprendizaje de la virtud.
La marcha de la guerra en La Ilíada consiste sólo en ese juego de balanza. El vencedor del momento se siente invencible, aun cuando algunas horas antes hubiera probado la derrota; olvida usar la victoria como algo que pasará. Al final de la primera jornada de combate que relata La Ilíada los griegos victoriosos sin duda podrían obtener el objeto de sus esfuerzos, es decir Helena y sus riquezas; al menos si se supone, como lo hace Homero, que el ejército griego tenía razón al creer a Helena en Troya. Los sacerdotes egipcios, que debían saberlo, afirmaron más tarde a Heródoto que se encontraba en Egipto. De todas maneras, esa tarde los griegos ya no querían eso:
"Que no se acepte en este momento ni los bienes de Paris ni Helena; todos ven, hasta el más ignorante, que Troya está ahora al borde de su pérdida, dijo; todos los aqueos lo aclamaron".

Lo que quieren es nada menos que todo. Todas las riquezas de Troya como botín, todos los palacios, los templos y las casas como cenizas, todas las mujeres y los niños como esclavos, todos los hombres como cadáveres. Olvidan un detalle y es que no todo está en su poder, pues no están en Troya. Quizá estarán mañana, quizá nunca.

1 comentario:

gonzalez_18_diego_10@hotmail.com dijo...

muy interesante!! pero no logro comprender por completo que es la fuerza y como aparece..

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char