martes, 14 de julio de 2009

La dicha de reír


Groucho Marx en los ochenta años
por Charlotte Chandler
de Playboy Magazine (marzo, 1974)
De 150 años de entrevistas


Un bigote, un puro y unas grandes zancadas son las señas de identidad tras las que se esconde uno de los grandes cómicos del cine. Julius Henry Marx, más conocido por Groucho Marx, rodó junto a sus hermanos una serie de filmes llenos de humor surrealista. Las alocadas películas de los Hermanos Marx han pasado a la historia como un ejemplo del ingenio humano.

GM: No sé qué clase de entrevista pretende hacerme. ¿Quiere que sea una entrevista absurda? No me sé ningún chiste.
CC: Podemos empezar por cuál es la pregunta que más le hacen los entrevistadores.
—¿Podría hablar Harpo?
—Quizá se la hagamos más adelante. ¿Por qué no empieza contándonos lo primero que recuerda?
—Me pide que me remonte a casi cien años atrás.
—De acuerdo. Entonces, ¿cuáles son sus primeros recuerdos de la infancia?
—Yo colgado de la trasera de una camioneta en marcha. Gummo iba conmigo y debíamos de ser bastante pequeños, porque todavía no teníamos el piano. Y recuerdo haber jugado al stickball (juego callejero parecido al béisbol), lo que era todo un desafío porque jugábamos sin pelota. No podíamos permitimos comprar una. En fin, el caso es que donde vivíamos en Nueva York estábamos rodeados de fábricas de cerveza. Cuando iba al colegio de pequeño, siempre olía a malta. También recuerdo al hielero; gritabas por la ventana para decirle cuánto hielo querías. No teníamos nevera; éramos muy pobres. Mientras él hacía la entrega, nos metíamos en su carro y le robábamos pedacitos de hielo. Desde entonces siempre se me ha dado muy bien romper el hielo.
—¿Hasta qué punto eran ustedes pobres?
—Tanto que cuando alguien llamaba a la puerta nos escondíamos todos. Pagábamos un alquiler de 27 dólares al mes y éramos 10. Los cinco hermanos, mi padre y mi madre, mi abuelo y mi abuela y una hermana adoptada. Éramos 10 y sólo teníamos un cuarto de baño.
—¿Quería ser actor de pequeño?
—No, quería ser escritor. Me hice actor porque éramos muy pobres… El caso es que decidí meterme en el mundo del espectáculo.
—¿Por qué?
—Porque tenía un tío en el negocio que ganaba 200 dólares a la semana, y yo estaba siempre a dos velas.
—Cuando aún era pobre, ¿qué creía que significaba ser rico?
—Solía pensar que ser rico significaba tener un montón de dinero. Ahora creo que significa tener un montón de dinero.
—Háblenos de sus padres.
—Bueno, mi madre venía de Alemania, mi padre de Francia. Cuando conoció a mi madre ninguno de los dos entendía una palabra de lo que decía el otro, así que se casaron. Hablaban en alemán porque mi madre era la más fuerte de los dos. Mi padre no era demasiado culto. Mi madre tampoco, pero era más inteligente. Vivió el tiempo suficiente para ver cómo alcanzábamos el éxito en Broadway.
—¿Tuvo su madre una influencia tan importante como se dice a la hora de animarlo a lanzarse a los escenarios?
—Por supuesto. Y en cuanto pudo, hizo que los otros siguieran mis pasos. Fue así como nos convertimos en los Hermanos Marx. Ella misma se ocupaba de buscarnos trabajo. Estaba convencida de que tenía que tener aspecto de joven, así que se ponía un corsé y una peluca rubia cuando iba a visitar a los agentes. Por aquel entonces debía rondar ya la cincuentena, y todo el mundo sabía que lo que llevaba era una peluca. Si estaba jugando a las cartas en casa de alguien y se hartaba de llevar el corsé, se lo quitaba y lo envolvía en un periódico, con los cordones colgando.
—Pertenecía a una familia relacionada con el teatro, ¿no es así?
—Mi abuela tocaba el arpa y cantaba a la manera tirolesa. Mi abuelo era ventrílocuo y mago.
—¿Y su padre?
—Era un sastre procedente de Estrasburgo, el peor de la historia. Todos sus clientes eran fácilmente reconocibles: una de las perneras del pantalón era más corta que la otra.
—¿Tuvo usted alguna novia mientras crecía en Nueva York?
—No hasta más adelante, cuando empezamos a viajar con espectáculos de variedades de tres al cuarto. E incluso entonces no pasábamos suficiente tiempo en las ciudades como para conocer a nadie.
—¿Entonces cómo conocía a chicas?
—Íbamos a las casas de putas. Teníamos mucho éxito en las casas de putas.
—¿Y eso?
—¡Les montábamos el espectáculo!
—¿Quiere decir que actuaban en los burdeles?
—Como lo oye. Les hacíamos nuestro número, Harpo y Chico tocaban el piano y yo cantaba. Las chicas solían ir a vemos al teatro y, si les gustábamos, nos mandaban una nota los camarines: “Si no tenéis nada que hacer esta noche después del espectáculo, ¿por qué no os acercáis a vernos?”. Siempre estábamos persiguiendo a las chicas. Llegábamos a una ciudad, había un hotel, y en el entresuelo tenían un piano. Chico se ponía a tocar y en un dos por tres había 20 señoritas alrededor.
—Circula el rumor de que usted y Harpo se presentaron una vez desnudos en una fiesta.
—Eso fue cuando estábamos con I’ll say she is (Y tanto que lo es) y nos invitaron a la despedida de soltero de un amigo que iba a casarse. Total, que Harpo y yo nos metimos en el ascensor y nos quitamos toda la ropa y la guardamos en unas maletas. Íbamos en pelota picada. Pero nos bajamos en el piso equivocado, donde la novia estaba celebrando una fiesta para sus amigas. Así que corrimos en cueros de un lado para otro hasta que apareció un mozo con dos trapos de cocina. Bueno, en mi caso, una toalla de baño.
—¿Quién les escribía los textos cuando empezaban?
—Lo hacía yo. Excepto en el caso de Harpo, que no decía nada.
—¿Escribía usted también para Zeppo?
—No había necesidad. Era el más gracioso de todos, pero no participó en el número mucho tiempo. Eso sí, duró más que Gummo, que ingresó en el ejército durante la Primera Guerra Mundial.
—¿Por qué no se reincorporó al grupo después de la guerra?
—No quería ser actor. Se metió en la industria de la confección. Recuerdo que Gummo tuvo un hijo llamado Bobby, y Bobby llegó un día a casa desde el colegio y su padre le preguntó: “¿Cómo te ha ido hoy en el colegio?”. Y Bobby dijo: “Bueno, la profesora nos preguntó a todos quiénes eran nuestros padres, y yo le contesté: “Groucho Marx”. Y Gummo le dijo: “¿Por qué le has dicho eso?”. Y Bobby le respondió: “A ti no te conoce nadie”.
—Ha dicho que jamás tuvo que escribirle diálogos a Harpo, dado que no hablaba. ¿Habló alguna vez Harpo en un espectáculo de los Hermanos Marx?
—Hablaba un montón en un número escolar de vodevil que solíamos hacer en su día. Hacía el papel de un muchacho llamado Patsy Brannigan. Patsy Brannigan era un chico con el pelo rojo y una nariz rara. De ahí sacó Harpo la idea de su peluca. Un tipo le había enseñado un discurso lleno de palabras rimbombantes y en ocasiones Harpo dejaba al público boquiabierto al pronunciarlo. No entendía la mayor parte de lo que decía, pero le encantaba el discurso.
—¿Conseguían hacer reír a la gente en aquellos tiempos?
—De vez en cuando. Especialmente cuando Zeppo salía a escena y decía : “Papá, ha llegado el hombre de la basura”, y yo le contestaba: “Dile que hoy no queremos”. Otra vez, Chico me estrechaba la mano y me decía: “Me gustaría decirle adiós a su esposa”, y yo le respondía: “Y a mí también”.
—¿Cómo creó el personaje de Groucho?
—En la época en que interveníamos en espectáculos de variedades de poca monta, iba probando cosas, y si daban resultado las conservaba. Si nadie se reía, las quitaba y escribía otras distintas. Al cabo de poco tiempo ya tenía un personaje.
—¿Cuál fue el origen del bigote?
—El bigote surgió cuando estábamos representando un espectáculo llamado Home again (De vuelta en casa). Mi esposa estaba dando a luz por aquel entonces y solía pasar mucho tiempo en el hospital con ella. Una noche me retrasé más de la cuenta, y para cuando quise llegar al teatro se me había hecho demasiado tarde para pegarme el bigote, así que me lo pinté con un poco de pintura grasa. Al público no pareció importarle, así que lo adopté.
—¿Cómo desarrolló los andares de Groucho?
—Un día estaba de broma y empecé a andar en plan vacilón. Al público le gustó, así que conservé el estilo.
—¿Cuál fue su primer gran éxito?
—Una obra llamada I’ll say she is (Y tanto que lo es).
—¿No es usted amigo de Orson Welles?
—Bueno, he hecho muchas cosas con él. Comedias. Es un tipo grandioso haciendo de payaso serio para las réplicas. También es grandiosamente orondo.
—¿No era usted también amigo de Humphrey Bogart?
—Me pasaba las horas muertas en su casa. Era un anfitrión maravilloso. Se metía dos o tres pelotazos de licor y se montaba en su yate para perder de vista a Lauren Bacall. No es que ella no le gustara. Simplemente le gustaba estar rodeado de hombres.
—Los hermanos Marx tienen también cierto número de amigos literatos. ¿No mantuvo usted correspondencia con T.S. Eliot?
—Él me escribió primero. Me dijo que era un admirador mío y que le gustaría tener mi fotografía. Así que le mandé una fotografía. Y él me la devolvió con una nota que decía: “Quiero una foto suya fumando un puro”. Total, que le envié una. Más adelante me dijo que sólo había tres personas que le importaran: William Butler Yeats, Paul Valery y Groucho Marx. Tenía las tres fotografías en su despacho. Cuando fui a visitarlo, pensé que querría hablar sobre todos aquellos libros importantes que había escrito, como Murder in the cathedral (Asesinato en la catedral). Pero quería hablar de los Hermanos Marx. Naturalmente, nos hicimos muy amigos y mantuvimos una abundante correspondencia. Hablé en su funeral.
—¿Por qué son hoy más serias (o menos graciosas) de lo que solían serlo las películas y los libros?
—Ya no quedan cómicos. Chaplin ya no trabaja; es demasiado viejo y no puede. Mae West no es demasiado vieja, pero no quiere trabajar. Buster Keaton ha muerto. W.C. Fields ha muerto. Laurel y Hardy han muerto. Y Jerry Lewis no me ha hecho reír desde que dejó a Dean Martin. Una de las razones por las que ya no hay cómicos es que no hay sitio donde pueda formarse un actor cómico.
—¿Cómo se conocieron usted y Chaplin?
—Pues verá, mis hermanos y yo estábamos actuando en Canadá, y Chaplin también. Trabajaba en un número llamado A night at the club. Era una representación muy divertida. Recuerdo que participaba una solterona enorme que solía cantar y, mientras lo hacía, Chaplin masticaba una manzana y le escupía las pepitas a la cara. El caso es que un día que estábamos en Winnipeg, mis hermanos se fueron a buscar unos billares donde matar tres horas antes de salir para la costa. Dado que yo no jugaba al billar, que no juego a las cartas ni hago apuestas, y sólo fumo ocasionalmente —justo lo suficiente para toser—, me fui a dar un paseo y pasé ante un teatro desvencijado, el Sullivan-Considine. Oí una carcajada estruendosa y pagué mis 10 centavos. Entré y allí, sobre el escenario, había un tipo pequeño andando en círculos de un modo un tanto peculiar. Era Chaplin. El mejor actor que he visto en mi vida. Todo pantomima.
—Háblenos de alguno de los otros grandes cómicos que ha conocido. ¿Qué hay de Buster Keaton?
—Inventaba gags para Harpo cuando estábamos en la MGM.
—¿En qué películas?
— em>A night in the opera (Una noche en la ópera), A day at the races (Un día en las carreras), Go West (Los Hermanos Marx en el Oeste). Por aquel entonces estaba arruinado, pero era fantástico para Harpo. Harpo necesitaba buenos gags, y Keaton era un cómico incomparable en las películas mudas.
—¿Tiene alguna favorita entre las películas que los Hermanos Marx hicieron para la MGM?
—Me gustaron Duck soup (Sopa de ganso) y Horse feathers (Plumas de caballo), y me gustan partes de Animal crackers (El conflicto de los Marx), pero creo que mi favorita es A night at the opera (Una noche en la ópera).
—¿Por qué?
—Porque tiene escenas estupendas, escenas muy divertidas. Como la del camarote en el que me reúno con la señora Claypool, interpretada por Margaret Dumont. Tengo una cita con ella, y cuando llega a mi habitación salen de ella 14 personas. Disfruté de todas mis escenas románticas con Margaret Dumont. Era una mujer maravillosa. Era la misma fuera del escenario que encima de él, una matrona estirada y muy digna. Y lo más gracioso de todo es que nunca comprendió los chistes.

“Lo más satisfactorio que he hecho en la vida ha sido bailar sobre la tumba de Hitler. Estuve sublime.”

—Tras A night in Casablanca (Una noche en Casablanca) hizo usted tres películas seguidas sin sus hermanos. No son las más valoradas por el público, ¿cierto?
—No, y tampoco son películas. Después de Casablanca hice Copacabana, A girl in every port (Un amor en cada puerto) y más tarde Double dynamite (Una rubia peligrosa. La última fue una catástrofe de tal calibre que estuvo a punto de arruinar al estudio.
—La última película de los Hermanos Marx, Amor en conserva, se rodó en 1950, y ese mismo año emprendió usted una nueva carrera con el concurso televisivo Apueste su vida. ¿Le gustó hacer ese programa?
—Puede apostar su vida a que sí. Ahí están algunas de las mejores cosas que he hecho.

—¿Qué significado tenía el pato en sus programas de televisión y en sus películas
?
—Es más fácil improvisar un chiste sobre un pato que sobre un elefante.
—¿Cómo era Hollywood cuando apareció usted por aquí?
—Bueno, yo era mucho más joven.
—Eso se da por supuesto. ¿Cuándo se vino a vivir aquí?
—Llegamos en 1930 desde Nueva York, firmamos inmediatamente con la Paramount e hicimos 12 películas con ellos.
—A juzgar por los periódicos de la época, se diría que los Hermanos Marx pusieron la ciudad patas arriba.
—Nos la pasamos bien. Éramos jóvenes. Pero no creo que la ciudad haya cambiado gran cosa, excepto porque hay menos estudios por culpa de la televisión.
—¿Le interesaría actuar en alguna otra película?
—No. No a menos que fuera un gran papel, que los horarios fueran cortos y que me pusieran carteles para que no tuviera que memorizarlo todo.
—John Casavetes ha dicho que es usted el mejor actor que jamás haya vivido.
—Estaba borracho.
—Pues hay muchos actores jóvenes que admiran el modo en que juega consigo mismo en la pantalla.
—Juego conmigo mismo, desde luego, pero mayormente fuera de la pantalla.
—¿Qué haría si se retirara por completo?
—Recibiría algún mensaje de vez en cuando y me afeitaría y daría un paseo. De todos modos, no pienso retirarme. Me gustaría morir sobre el escenario, pero no tengo planes de morirme en absoluto.
—¿Qué es lo más satisfactorio que ha hecho en su vida?
—Fui a Alemania, y mientras estaba allí, me mostraron la tumba de Hitler y bailé sobre ella. Nunca he sido un gran bailarín pero, Dios, ¡ese día estuve sublime!
—¿Qué se siente al tener 83 años?
—Sigo vivo. Eso es todo. Sé que aún sigo vivo porque me despierto por las mañanas. Si no me despertara, eso significaría que estaría muerto. Pero, ahora que hablamos de no saber si está uno vivo o muerto, recuerdo que una vez visité la oficina de The New York Times y me enseñaron mi necrológica. No era gran cosa. Me ofrecí a mejorarla, pero rechazaron mi oferta.
—¿Qué clase de cigarros fuma?
—Éste viene de La Habana. Cuesta cuatro dólares. Habano de verdad, no de los de las Islas Canarias.
—Se dice que los embusteros son grandes cuentacuentos. ¿Cuál es su historia favorita?
—¿Limpia o sucia?
—Simplemente graciosa.
—Pues verá, una puta pilla a un cliente. No, una mujer casada pilla a un tipo, se lo lleva a su apartamento y se van a la cama. Cuando están en plena faena, el hombre dice: “Nunca me había acostado con una mujer como tú. Eres la mujer más extraordinaria en la cama que jamás haya conocido. No soy un hombre religioso, pero cuando muera, si existe el Más Allá, pienso volver a buscarte, no importa en qué parte del mundo estés”. Y ella le dice: “Bueno, si es que vuelves, procura hacerlo por las tardes”.
—Aparte de los cigarros baratos, ¿qué es lo que más le irrita?
—Esta entrevista.
—Una última pregunta: ¿Qué haría si pudiera volver a vivir toda su vida?
—Probar más posiciones.

(Versión en español: El País Semanal. Domingo, 10 de mayo de 1998, Traducción: Herminia Bevia y Antonio Resines.)

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char