lunes, 15 de noviembre de 2010

El precio y el desprecio

GALILEO GALILEI
(Pisa, Italia, 1564-Florencia, íd., 1642)

GALILEO Y LA LITERATURA

Notas y traducción de Guillermo Boido

En el ámbito de la literatura, la prosa de Galileo Galilei (1564-1642) sorprende por la fluidez con que la reflexión filosófica y la demostración matemática dejan lugar a la anécdota, el recuerdo personal, la evocación poética, la expresión de la maravilla, la parábola y el mito, para luego regresar con elegancia a la materia primera, y así una y otra vez. El prestigioso crítico italiano Francesco Flora escribe que "la materia científica de Galileo es la épica, la dramática y la lírica del universo" y de allí que "los ritos del Sol, de la Luna y de los otros planetas en el coro del mundo, la liturgia de las mareas y de los vientos, de los sonidos y de los colores, son las estrofas de un poema divino que él aprehende; por ello su narración tiene el tono estupefacto y a veces resplandeciente de la íntima alegría de quien asiste a la creación del mundo".

El fragmento que ofrecemos pertenece a los Diálogos acerca de los máximos sistemas del mundo (1632). Galileo ataca las nociones de “perfección”, “inalterabilidad” e “inmutabilidad”, que a juicio de sus adversarios aristotélicos conforman la jerarquía más elevada de las entidades que pueblan la naturaleza. Por el contrario, sostiene, en el cambio y la mutación de los cuerpos terrestres radica la infinita maravilla del cosmos.

El esplendor de la Tierra

No puedo dejar de escuchar sin gran asombro, y aun diría con grave ofensa para mi intelecto, que a los cuerpos naturales que componen el universo se les atribuya extrema nobleza y perfección por ser impasibles, inmutables e inalterables; y a la inversa, que se consideren imperfectos a los seres que se alteran, generan o transforman. Considero por mi parte que la Tierra es nobilísima y admirable por tantas y tan diversas alteraciones, mutaciones y generaciones que suceden incesantemente en ella; pues si toda fuese, sin estar sujeta a cambio alguno, una vasta soledad de arena o un montón de jaspe, o bien, si desde los días del Diluvio, congelada el agua que la cubría, se hubiese transformado en una inmensa esfera de cristal en donde nada pudiese nacer, modificarse o transformarse, vería en ella una masa despreciable, inútil para el mundo, un cuerpo vano, en suma, superfluo y sin razón de ser en la naturaleza; y la misma diferencia habría entre un animal vivo y otro muerto. Y lo mismo digo de la Luna, de Júpiter y de los demás planetas del universo. Cuanto más considero la vanidad de los juicios de la gente, tanto más los encuentro superficiales y vacíos. ¿Es posible imaginar mayor tontería que llamar preciosos al oro, a la plata, a las gemas, y vilísimos a la tierra y al fango? ¿Cómo no comprenden quienes así piensan que, si la tierra fuera tan escasa como son las joyas o los metales más preciados, no habría príncipe alguno que de buena gana no diera un montón de diamantes y rubíes y cuatro carradas de oro sólo a cambio de la poca tierra suficiente para plantar en un cesto un jazminero o sembrar un naranjo, para verlos germinar, crecer y cubrirse de graciosas hojas, de olorosas flores, de delicados frutos? Es por tanto la escasez y la abundancia lo que entre las gentes vulgares pone el precio y el desprecio, y así ellas dirán que aquello es un bellísimo diamante porque se asemeja al agua pura, y sin embargo no lo cambiarían por diez toneles de agua. Creo que a quienes tanto exaltan la incorruptibilidad y la inalterabilidad, los mueve a decir estas cosas el gran deseo que tienen de seguir viviendo y el terror que les produce la muerte, mas no reparan en que si los hombres fuesen inmortales tampoco ellos hubiesen venido a este mundo. Merecerían encontrar una cabeza de Medusa que los convirtiese en estatuas de diamante o de jaspe, para adquirir así más perfección que la que tienen.
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En su libro Il Saggiatore (1623), para criticar la descabellada pretensión de los filósofos de alcanzar un conocimiento exhaustivo, Galileo narra la historia del hombre curioso que ha investigado el origen de los sonidos y cree conocerlos todos, mas luego descubre una cigarra, y al romper ciertos ligamentos para descubrir el origen de su canto mata al animalito junto con su voz. A partir de allí, el hombre afirma con modestia conocer algunos modos de producir los sonidos, pero está seguro de que existen muchos otros, insospechados y desconocidos. El texto es el que sigue.


La cigarra y el conocimiento

Después de larga experiencia, me parece haber observado en la condición humana que, cuanto menos se entiende y se sabe acerca de cuestiones intelectuales, tanto más resueltamente se desea discurrir acerca de ellas; y que, por el contrario, la cantidad de las cosas que se conocen y entienden vuelve más cauto y dubitativo el pronunciarse sobre una novedad cualquiera. En un lugar muy solitario, hubo una vez en otro tiempo un hombre dotado por la naturaleza de un ingenio muy perspicaz y de una extraordinaria curiosidad, quien, para su solaz, criaba variados pájaros y disfrutaba mucho de su canto; y con grandísima maravilla observaba con qué bello artificio, con el mismo aire con que respiraban, emitían muy diferentes voces a su antojo, todas ellas muy dulces. Ocurrió que una noche, cerca de su casa, escuchó un delicado sonido, y no pudiéndose imaginar que se tratase de otra cosa que no fuera un pajarito, se acercó a él para apresarlo; mas, llegado a la calle, halló allí un pastorcito que, soplando en un leño agujereado y moviendo sobre él los dedos, ora cerrando, ora abriendo ciertos agujeros que en el leño había, obtenía aquellas voces tan variadas, semejantes a las de un pájaro, pero por medios muy diferentes. Estupefacto y movido por su natural curiosidad, dio al pastor un ternero a cambio de la flauta; y luego de reflexionar, admitió que si no hubiese acertado a pasar por allí aquel pastor jamás habría aprendido que había en la naturaleza dos maneras de producir tales voces y serenos cantos; y quiso entonces alejarse de su casa, confiando en poder hallar alguna otra aventura. Sucedió al día siguiente que, al pasar cerca de una pequeña choza, oyó sonar dentro una voz semejante a aquéllas; y para comprobar si se trataba de una flauta o de un mirlo, entró y halló a un muchacho que tenía en la mano derecha un arco, con el que frotaba unos nervios tendidos sobre un leño cóncavo, mientras que con la mano izquierda sostenía el instrumento y movía sobre él los dedos; y así, sin ningún soplido, producía aquellas voces tan dulces y variadas. Quien participe del ingenio y la curiosidad de este hombre podrá juzgar su sorpresa al comprobar que, habiendo sabido de dos nuevos e inesperados modos de producir la voz y el canto, comenzaba a creer que en la naturaleza podría haber otros. ¿Y cuál no sería su asombro cuando, al entrar en un templo, oyó un sonido y comenzó a mirar detrás de la puerta para averiguar qué lo producía, y advirtió que provenía de sus goznes y bisagras al abrirse? Otra vez, llevado por la curiosidad, entró en una hostería, y creyendo que habría de ver al que tocaba suavemente con el arco las cuerdas de un violín, descubrió en cambio que un hombre, frotando con la yema del dedo el borde de un vaso, lograba extraer de él un delicadísimo sonido. Y cuando luego pudo comprobar que las avispas, los mosquitos y las moscas, no como sus pájaros, que emitían voces entrecortadas al respirar, sino con el velocísimo batir de las alas, producían un sonido ininterrumpido, creció en él la sorpresa y sintió flaquear la certidumbre que tenía acerca del conocimiento de cómo se generan los sonidos; ni todo lo experimentado hasta el momento habría sido suficiente para hacerle creer o comprender que los grillos, puesto que no volaban, podrían, no con el aliento sino con el batir de las alas, emitir silbidos tan dulces y sonoros. Mas cuando ya creía que no fuesen posibles nuevos modos de originar sonidos, después de haber observado, además de los nombrados, otros muchos órganos, trompas, pífanos, instrumentos de cuerda, de tantas y tantas clases, incluso aquella lengüeta de hierro que, sostenida entre los dientes, emplea la cavidad de la boca a modo de caja de resonancia y del aliento como vehículo del sonido, cuando, digo, creía haberlo visto todo, se halló más que nunca sumido en el estupor y la ignorancia al atrapar una cigara, de la cual, ni cerrándole la boca ni aprisionándole las alas podía hacer disminuir su fortísimo chillido. Tampoco advirtió movimiento alguno en las escamas ni en parte alguna de su cuerpo, hasta que, finalmente, habiéndole levantado la caparazón del tórax y visto debajo ciertos cartílagos rígidos pero delicados, y suponiendo que el sonido provenía del agitarse de ellos, se decidió a romperlos para hacerla callar; mas todo fue en vano porque, al hundirle profundamente una aguja, la traspasó y le quitó junto con la voz la vida, de modo que no pudo averiguar si de aquello provenía el canto. De allí que se volviera tan desconfiado acerca de su conocimiento que, cuando se le preguntaba cómo se generan los sonidos, respondía con modestia que conocía algunos modos, pero que tenía la certeza de que existían cientos de otros, insospechados y desconocidos. Podría yo ilustrar con muchos otros ejemplos la riqueza de la que dispone la naturaleza para producir sus efectos de maneras secretas para nosotros, si no nos bastaran para mostrarlo la experiencia y los sentidos, los cuales incluso a veces no alcanzan para suplir nuestra incapacidad. Por tanto, no se me deber negar la excusa si afirmo que no sé determinar con precisión el modo en que se produce un cometa, y con mayor razón por cuanto no me he arrogado el poder hacerlo, a sabiendas de que se podría originar de una manera alejada de nuestro entendimiento. Nos disculpa suficientemente el ignorarlo acerca del cometa, a tan gran distancia de nosotros, la misma dificultad de comprender cómo produce el canto la cigarra, mientras ella canta en nuestra mano.
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Gentileza de Guillermo Boido.
Imagen: Galileo Galilei explicando a un monje el movimiento terrestre. Grabado de la Ilustración Española y Americana, 1884. Madrid, España, Biblioteca Nacional.

2 comentarios:

Patricia Damiano dijo...

Todas las noches espero la actualización de tu blog y la de Jorge Aulicino antes de cerrar la máquina hasta el día siguiente.

Hoy no puedo dejar de agradecer el material de cada día, y especialmente este Galileo traducido por Boido. Pasada la medianoche, dichosa.

Irene Gruss dijo...

Ah, gracias, Patricia. Para mí es un lujazo publicar esto. Mi saludo, Irene

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char