jueves, 12 de enero de 2012

Una mujer vestida de verde y un hombre vestido de gris

DASHIELL HAMMETT
(EE.UU., 1894-1961)

El halcón maltés
(Fragmento)

2. Muerte en la niebla

En la oscuridad sonó el timbre de un teléfono. Después de que hubo sonado tres veces, se oyó el chirrido de los muelles de una cama; unos dedos palparon sobre la madera, algo pequeño y duro cayó con ruido sordo sobre la alfombra, los muelles chirriaron nuevamente, y una voz de hombre exclamó: —¿Diga?... Sí, yo soy... ¿Muerto?... Sí... En quince minutos. Gracias.


Sonó el ruidillo de un interruptor, y la luz de un globo que colgaba del techo, sostenido por tres cadenas doradas, inundó el cuarto. Spade, descalzo y con un pijama a cuadros verdes y blancos, se sentó sobre el borde de la cama. Miró malhumoradamente al teléfono que había en la mesilla mientras sus manos cogían un estuche de papel de fumar color chocolate y una bolsa de tabaco Bull Durham. Un aire frío y mojado entraba por dos ventanas abiertas, trayendo consigo el bramido de la sirena contra la niebla de Alcatraz, media docena de veces por minuto. Un despertador de ruin metal, con inseguro acomodo sobre una esquina de Casos criminales famosos de Estados Unidos, de Duke, boca abajo, marcaba las dos y cinco. Los gruesos dedos de Spade liaron con calmosa minuciosidad un cigarrillo, echando la justa medida de hebras morenas sobre el papel combado, extendiendo las hebras por igual en los extremos y dejando una ligera depresión en el centro, haciendo que los pulgares condujeran con movimiento rotatorio el filo interior del papel hacia arriba y luego lo pasaran por debajo del borde superior, en tanto que los demás dedos ejercían presión para luego, junto con los pulgares, deslizarse hasta las puntas del cilindro de papel y sujetarlas, mientras la lengua humedecía el borde, al tiempo que el índice y el pulgar de la mano izquierda pellizcaban el extremo a su cuidado y los dedos correspondientes de la mano derecha alisaban la húmeda juntura, tras lo que el índice y el pulgar derecho retorcieron la punta que les correspondía y llevaron el cigarrillo hasta la boca de Spade. Spade cogió el encendedor de piel de cerdo y níquel que se había caído al suelo, lo hizo funcionar y se puso en pie, con el cigarrillo en una esquina de la boca. Se quitó el pijama. La suave gordura de brazos, piernas y torso, la caída de los hombros poderosos y redondeados, daban a su cuerpo el aspecto de un oso.
***
Cosecha roja
(Fragmento)

Una mujer vestida de verde y un hombre vestido de gris

En el Big Ship de Butte oí por primera vez a un minero pelirrojo de nombre Hickey Dewey que llamaba Poisonville a la ciudad de Personville. Tenía la costumbre de convertir las erres en diptongos, así que me importó poco su manera de nombrar la ciudad. Luego volví a oír el mismo nombre de boca de hombres capaces de pronunciar bien la erres. Lo tomé como una muestra más del humor vulgar que anima los retruécanos propios de la jerga de los bajos fondos. Unos años después fui a Personville y comprendí el exacto significado de esta palabra.
Utilizando uno de los teléfonos de la estación llamé a Donald Willsson al Herald para decirle que acababa de llegar.
—¿Podrá venir esta noche a mi casa a las diez? —tenía una voz agradable pero seca—. La dirección es Mountain Boulevard, 2101. Coja un tranvía en Broadway y bájese en la confluencia con Laurel Avenue y camine dos manzanas en dirección oeste.
Le prometí que iría. Fui al hotel Great Western, dejé allí las maletas, y me fui a dar un vistazo a la ciudad.
La encontré fea. Los edificios hacían gala de una arquitectura afectada. Quizá había conocido tiempos mejores. Los altos hornos, con sus chimeneas de ladrillo levantadas al sur frente a una sombría montaña, habían impregnado la antigua pomposidad de una capa de suciedad ocre y de un humo espeso. En consecuencia, sus cuarenta mil habitantes vivían en una ciudad fea, hundida en un valle limitado por dos insípidos montes; las minas contribuían en gran manera a la fealdad general. Perdido entre las nubes negras que salían de las chimeneas de los altos hornos, se veía el cielo.


El primer guardia que vi llevaba varios días sin afeitarse. El segundo había perdido dos botones de su poco limpio uniforme. El tercero ordenaba el tráfico en el cruce más importante de la ciudad, el de Broadway y Union Street, con un cigarrillo en la boca. En ese momento dejé de preocuparme por ellos.
Cogí un tranvía de Broadway a las nueve y media y seguí las indicaciones de Donald Willsson. Así me fue posible llegar a una casa situada en una esquina rodeada de un jardincito artificial y una cerca.
Me abrió la puerta una criada y me comunicó que Mister Willsson no se encontraba en casa. Mientras le explicaba que había concertado una cita con él, se acercó a la puerta una mujer delgada, rubia, de cerca de treinta años, vestida con un traje verde de seda rizada. Ni siquiera cuando sonreía desaparecía la frialdad de sus ojos azules. Volví a empezar mi explicación.
—Mi marido no está —un suave acento amortiguaba el sonido de las eses—. No creo que tarde, puede esperarlo si lo desea.
Subimos al primer piso, a una habitación marrón y roja repleta de libros, con vistas a Laurel Avenue. Sentados en sillones de cuero frente a una chimenea de carbón, la mujer demostró curiosidad por saber cuál era el objeto del encuentro con su marido.
—¿Vive usted en Personville?
—No. En San Francisco.
—Pero ésta no es su primera visita, ¿verdad?
—Sí.
—¿De verdad? ¿Le ha gustado nuestra ciudad?
—En realidad apenas si la he visto —esto era mentira. Continué—: He llegado esta tarde.
Sus brillantes ojos dejaron de examinarme cuando me dijo:
—Le parecerá aburrida —y de nuevo siguió su investigación—: Me imagino que las ciudades mineras no pueden ser de otra manera. ¿Tiene algo que ver con las minas?
—En este momento, no.
Miró el reloj colocado sobre la repisa de la chimenea y dijo:
—Donald es un desconsiderado al hacerlo venir, y dejarlo esperando a estas horas de la noche que no son horas de hacer negocios.
Le dije que no tenía importancia.
—Pero tal vez no sea un asunto de negocios.
No contesté. Lanzó una risita irónica.
—Le aseguro que no soy tan entrometida como piensa usted —dijo alegremente—. Quizá sea su reserva lo que me provoca la curiosidad. No será usted traficante de alcohol, ¿verdad? Como Donald los cambia a menudo...
Dejé que leyera en mi sonrisa lo que quisiera.
Sonó el teléfono en el piso de abajo. Mistress Willsson estiró los pies calzados con zapatillas verdes en dirección al fuego e hizo caso omiso del teléfono. No comprendí por qué pensó que era eso lo que debía hacer.
—Creo que tendré... —empezó a decir, pero al ver a la criada que estaba en la puerta se detuvo.
La sirvienta dijo que llamaban por teléfono a mistress Willsson. Pidió disculpas y siguió a la criada. Habló desde un supletorio sin necesidad de ir al piso de abajo.
Le oí decir:
—Habla mistress Willsson... Sí... ¿Diga...? ¿Quién...? ¿Puede hablar más alto...? Qué...? Sí... ¡Oiga...! ¿Quién es usted...?
Colgó el teléfono. Oí unos pasos que se alejaban por el vestíbulo, unos pasos cortos y rápidos.
Encendí un cigarrillo y me quedé mirándolo hasta oír a la mujer bajando las escaleras. En ese momento me acerqué a la ventana y observé entre las cortinas Laurel Avenue y el garaje blanco y cuadrado construido en esa parte de la casa.
Una mujer delgada con sombrero y abrigo oscuro apareció en seguida avanzando rápidamente desde la casa al garaje. Era mistress Willsson.
Desapareció al volante dé un cupé Buick. Volví al sillón y esperé.
Pasaron tres cuartos de hora. A las once y cinco se oyó el chirrido de los frenos de un automóvil. Mistress Willsson entró en la habitación dos minutos más tarde. No llevaba puesto el abrigo ni el sombrero. Tenía la cara blanca y los ojos oscurecidos.
—Siento mucho —dijo, y vi estremecerse sus labios apretados— que haya tenido que esperar tanto tiempo en balde. Mi marido no podrá venir esta noche.
Le dije que lo llamaría al Herald por la mañana.


Me fui intrigado por saber qué había ocasionado que la verde punta de su zapatilla izquierda estuviera manchada y húmeda con algo que parecía sangre.
Caminé hasta Broadway y cogí allí un tranvía. Tres manzanas al norte, antes de llegar al hotel, bajé para enterarme qué hacían unos grupos de gente parados en la acera delante de la puerta lateral del Ayuntamiento.
Había de treinta a cuarenta hombres y algunas mujeres mirando una puerta en la que podía leerse: «JEFATURA DE POLICÍA». Había trabajadores de los altos hornos y las minas, en ropa de trabajo, jóvenes venidos de los billares y las salas de baile, hombres acicalados y de mejillas pálidas y relucientes, hombres con la expresión adusta de maridos honrados, algunas mujeres no menos respetables y serias y unas cuantas prostitutas.
Me acerqué a toda esa gente y me paré junto a un hombretón de traje gris y arrugado. Su rostro, e incluso sus labios, también eran grises, pero no aparentaba más de treinta años. Tenía una cara ancha, regordeta e inteligente.
La única nota de color en su vestimenta era un pañuelo rojo atado con un nudo sobre su camisa de franela gris.
—¿Qué pasa aquí? —le espeté.
Me miró de arriba abajo para asegurarse, antes de contestar, si parecía lo suficientemente discreto como para responderme. Sus ojos eran grises al igual que su ropa, pero más duros.
—Don Willsson ha ido a sentarse a la derecha de Dios, a menos que a Dios le preocupen los agujeros de bala.
—¿Quién lo ha matado? —pregunté.
El hombre gris se rascó la cabeza y dijo:
—Alguien con una pistola.
Yo quería información, no muestras de ingenio. Podría haber preguntado a cualquier otro del grupo, pero el del pañuelo rojo me interesaba. Así que le dije:
—No vivo aquí. Puede echarme la culpa a mí. Para eso estamos los forasteros.
—Donald Willsson, hombre honesto, propietario del Morning Herald y del Evening Herald fue encontrado en Hurricane Street hace un rato muerto a tiros por unos desconocidos —recitó con un rápido sonsonete—. ¿He conseguido no ser morboso?
—Gracias —le toqué un borde del pañuelo—. ¿Quiere decir algo o es sólo un gusto?
—Soy Bill Quint.
—¿De veras? —exclamé tratando de recordar su nombre—. ¡Encantado de conocerle!
Saqué la cartera y rebusqué en mi colección de tarjetas, reunidas en diversas circunstancias. La que yo buscaba era roja. En ella decía que yo era Henry F. Neill, marinero, eficaz militante de la Industrial Workers of the World. Por supuesto era mentira.
Le extendí la tarjeta roja a Bill Quint. La leyó con detenimiento por delante y por detrás, me la devolvió y me escrutó desconfiado.
—Bueno, éste ya no se levanta —dijo—. ¿Adonde va usted?
—A cualquier sitio.
Nos pusimos a caminar y, creo que al azar, doblamos una esquina.
—¿Cómo es que ha venido aquí si es marinero? —me preguntó sin demasiado interés.
—¿De dónde sacó usted esa idea?
—Lo dice la tarjeta.
—Tengo otra que dice que soy carpintero —dije—. También puedo ser minero, mañana mismo conseguiré un papel que lo acredite.
—Eso lo veo difícil. Yo soy el que manda en los que trabajan aquí.
—¿Y si recibiera un telegrama de Chicago? —le dije.
—Me importa un bledo Chicago. Aquí mando yo. —Señaló la puerta de una taberna y me preguntó—: ¿Usted bebe?
—Sólo cuando tengo bebida delante.
***
Aquel asunto del rey
(Fragmento)

Los minutos pasaron: quizá diez. El suelo se movió bajo mis pies. Las ventanas retumbaron con una violencia más intensa que la de la tormenta. El sordo estallido de una explosión anuló el ruido del viento y del agua al caer. La detonación no había sido próxima, pero tampoco lo suficientemente lejana como para que no hubiera tenido lugar en la isla. Acercándome a la ventana, y escrutando a través de los vidrios húmedos, no pude ver nada. Debería haber visto unas pocas luces mortecinas allá abajo, alejadas de la colina. Esas luces no se veían. En Couffignal estaba todo apagado, no sólo en la casa de Hendrixson. Eso estaba mejor. La tormenta podía haber sido la causa del apagón general, quizá podría haber sido la causa de la explosión. Mirando a través de la negra ventana tuve la impresión de que había una gran excitación allá abajo, una sensación de movimiento en la noche. Pero todo estaba demasiado alejado de mí para que pudiera ver u oír algo aun en el caso de que hubiera luz, y era muy difícil precisar qué se movía. La impresión era fuerte, pero no servía para nada. No me llevaba a ninguna parte. Me dije que estaba empezando a ver visiones, y me retiré de la ventana. Otra sacudida me hizo volver de nuevo. Esta explosión se oyó más próxima que la primera, quizá porque fuera más fuerte. Mirando de nuevo a través de la ventana, no pude ver nada todavía. Y aún tenía la impresión de que abajo había cosas quese movían mucho. Pies desnudos sonaron en el vestíbulo. Oí una voz que me llamaba ansiosamente. Retirándome de nuevo de la ventana guardé mi pistola y encendí la linterna. Keith Hendrixson, en pijama y bata, parecía más delgado que nunca cuando entró en la habitación.


—¿Es un... ?
—No creo que sea un terremoto —dije, porque es la primera calamidad en que piensa un californiano—. Hace un momento que se han apagado las luces. Hubo un par de explosiones debajo de la colina desde que... Me detuve. Habían sonado tres disparos muy seguidos. Disparos de rifle, pero de esa clase que sólo los rifles más pesados pueden hacer. Luego, agudas y pequeñas en la tormenta, se escucharon detonaciones de pistola.
—¿Qué es eso? —preguntó Hendrixson.
—Son disparos.
Se oyeron más pisadas en los vestíbulos, algunas de pies descalzos, otras de calzados. Voces excitadas murmuraban preguntas y exclamaciones. El mayordomo, un hombre solemne y sólido, parcialmente vestido y llevando un candelabro de cinco brazos, entró.
—Muy bien, Brophy —le dijo Hendrixson al mayordomo cuando puso el candelabro sobre la mesa al lado de mi sandwich—. ¿Ha tratado de averiguar lo que pasa?
—Lo he intentado, señor. El teléfono parece que no funciona, señor. ¿Puedo enviar a Oliver al pueblo?
—No. No me parece que sea nada importante. ¿Cree que es algo serio?—me preguntó.
Le dije que no me parecía, pero es que prestaba más atención al exterior que a él. Había oído algo parecido a un grito lejano de mujer y una detonación de arma corta. El rumor de la tormenta ahogó estos disparos, pero cuando el fuego de más calibre que habíamos oído antes empezó de nuevo, se oía muy claramente. Si hubiéramos abierto la ventana habrían entrado enormes cantidades de agua sin que hubiéramos oído mejor. Me quedé con el oído pegado a la ventana, tratando de llegar a una conclusión sobre lo que estaba sucediendo allá abajo. Otro ruido distrajo mi atención de la ventana: el timbre de la puerta. Se oyó alto y persistente. Hendrixson me miró. Yo asentí.
—Mira quién es, Brophy —dijo.
El mayordomo bajó solemnemente, y volvió todavía más solemne.
—La princesa Zhukovski —anunció.
La princesa entró corriendo en la habitación. Era la alta muchacha rusa que yo había visto en la fiesta. Sus ojos estaban oscuros y abiertos por la excitación. Su cara estaba muy blanca y muy mojada. El agua caía a chorros al final de su impermeable azul, cuya capucha cubría sus cabellos oscuros.

1 comentario:

Irene Gruss dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char