(Italia, 1862-1911)
Sandokán, el rey del mar
(fragmento)
"Antes de abandonar los dos barcos, los malayos encendieron mechas adheridas a los barriles de pólvora que habían dejado en la Santa Bárbara. Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, se apoyaron en la amura de popa para mirar tranquilamente a los dos transportes. Delante de ellos habían colocado un cronómetro. ¡Tres minutos! -dijo, de repente, Sandokán, volviéndolo hacia sus compañeros-. ¡El final!
Un instante después retumbaba una explosión horrísona, a la que siguió otra a muy poca distancia, no menos ensordecedora. Ambas naves, cuarteadas por las voladuras, se hundían rápidamente, en medio de los gritos furiosos de los soldados y de las tripulaciones que contemplaban la catástrofe desde la costa de la isla. ¡He ahí la guerra! -dijo Sandokán, con una sonrisa sarcástica-. ¿La han querido? ¡Que la paguen! ¡Y esto no es más que el comienzo del drama! Luego volviéndose hacia Yáñez, añadió: Ahora vámonos a Sarawak; aquel golfo será el teatro de nuestra futura campaña, y allí las presas serán más abundantes que aquí! ¡Ya lo veréis! El Rey del Mar se alejó rápidamente de las islas Romades, poniendo la proa al Sur."
***
De LOS NÁUFRAGOS DEL LIGURIA
"Aun volaban pesadamente algunos pájaros, llamados por los malasianos “kuleng”, y por los naturalistas “pteropus edulis”, pájaros feísimos, que tienen el cuerpo del tamaño de un perro mediano, y cuyas alas miden, desplegadas ambas, un metro o un metro treinta centímetros. Pero ya entre las ramas de los árboles comenzaban a saltar bandadas de papagayos, de espléndidas plumas, y numerosos y admirables “chirnancus albos”, del tamaño de los pichones, con el pico largo y finísimo, las plumas negras con reflejos verdes hasta la mitad del cuerpo, y la parte posterior de éste más blanco que la nieve, terminando en dos largas plumas rizadas; “epimachus especiosus”, del grosor de un halcón común, con las plumas negras, que parecen de seda, de un esfumado de indefinibles cambiantes, con largas colas de más de medio metro, finísimas y tornasoladas de oro, graciosos “cicinnurus regius”, del tamaño de nuestros tordos, con la plumas del lomo rojo brillante y bordeadas de plata, con un collar verde dorado, el pecho blanco, y dos gruesos moños rosáceos y verdes bajo el cuello.
Todos estos bellísimos pájaros volaban sin manifestar temor alguno, acercándose algunas veces a los náufragos como si no temiesen nada de aquellos hombres, lo cual indicaba que nunca habían visto ninguno.
Traspuesta la plantación de bambúes, Albani, seguido de sus compañeros, se dirigió al centro de un bosque, cuyos árboles tenían casi unidos los troncos, haciéndose difícil el paso a través de la espesura.
Las ramas y las hojas de aquellas plantas se cruzaban y entrecruzaban de un modo indescriptible, e impedían que la luz llegase hasta el suelo, mientras que miles y miles de “rotangs” se enroscaban alrededor de los troncos, o se tendían largamente sobre los arbustos y el césped, o pendían, lanzando festones y verdaderas redes, contra cuyas mallas era impotente algunas veces el hacha.
La flora indomalasiana, tan rica y tan varia, parecía haberse reconcentrado en aquella floresta, lo cual hacía creer que su extensión alcanzaba a la isla entera.
Allí había plantas que hubiesen provisto de mil cosas utilísimas a los pobres náufragos; pero el señor Albani no se ocupaba en aquellos momentos de nada, ni se detenía delante de aquellas, ni respondía a las preguntas de sus compañeros, quienes, a pesar de sus escasos conocimientos de la flora, habían descubierto mangos y cocos y otras frutas deliciosas.
De repente, el veneciano dejó oír un grito:
-¡Por fin!
Estaban en el borde de una pequeña plazoleta o campo, en medio del cual se levantaba aislado un árbol de más de treinta metros, de tronco derecho y sin nudo alguno hasta unos dos tercios de la altura total, y cubierto por un follaje de color verde sombrío."
Todos estos bellísimos pájaros volaban sin manifestar temor alguno, acercándose algunas veces a los náufragos como si no temiesen nada de aquellos hombres, lo cual indicaba que nunca habían visto ninguno.
Traspuesta la plantación de bambúes, Albani, seguido de sus compañeros, se dirigió al centro de un bosque, cuyos árboles tenían casi unidos los troncos, haciéndose difícil el paso a través de la espesura.
Las ramas y las hojas de aquellas plantas se cruzaban y entrecruzaban de un modo indescriptible, e impedían que la luz llegase hasta el suelo, mientras que miles y miles de “rotangs” se enroscaban alrededor de los troncos, o se tendían largamente sobre los arbustos y el césped, o pendían, lanzando festones y verdaderas redes, contra cuyas mallas era impotente algunas veces el hacha.
La flora indomalasiana, tan rica y tan varia, parecía haberse reconcentrado en aquella floresta, lo cual hacía creer que su extensión alcanzaba a la isla entera.
Allí había plantas que hubiesen provisto de mil cosas utilísimas a los pobres náufragos; pero el señor Albani no se ocupaba en aquellos momentos de nada, ni se detenía delante de aquellas, ni respondía a las preguntas de sus compañeros, quienes, a pesar de sus escasos conocimientos de la flora, habían descubierto mangos y cocos y otras frutas deliciosas.
De repente, el veneciano dejó oír un grito:
-¡Por fin!
Estaban en el borde de una pequeña plazoleta o campo, en medio del cual se levantaba aislado un árbol de más de treinta metros, de tronco derecho y sin nudo alguno hasta unos dos tercios de la altura total, y cubierto por un follaje de color verde sombrío."
***
De LOS TIGRES DE LA MALASIA
"Trepaban como monos por los bambúes, o saltando unos sobre otros formaban pirámides humanas que ni el caucho hirviente con que los rociaban podían deshacer.
Al sentirse abrasados daban gritos horrorosos; les caía a pedazos la piel humeando, y, sin embargo, aquellos fanáticos animados por las voces del peregrino, que resonaban desde las plantas espinosas, resistían con una tenacidad que hizo palidecer a Yáñez, el cual comenzaba a perder la fe en el triunfo.
Los defensores del “kampong” sobre todo los tigres de la Malasia, no mostraban menos tenacidad ni menos coraje que los asaltantes. Con los “parangs”, manejados por brazos sólidos, cortaban y mutilaban de un modo horrible a cuantos llegaban a erguirse sobre los parapetos.
En tanto, gritaban los dayakos:
-¡Alá! ¡Alá! ¡Alá! -ni más ni menos que los fanáticos musulmanes de la arenosa Arabia, y los piratas de Yáñez contestaban con no menos entusiasmo:
-¡Viva Mompracem! ¡Plaza de los tigres del Archipiélago! La sangre corría a torrentes. La empalizada del recinto chorreaba, y las terrazas se ponían rojas. De una a otra parte combatían con igual furor, mientras que el huracán, rugiendo siempre, alumbraba con sus relámpagos a los combatientes para que pudieran acometerse mejor.
La tenacidad y el ardimiento de los dayakos no obtenían gran resultado. Por tres veces los guerreros del peregrino, desafiándolo todo; el fuego de las bombardas que los tomaba de costado y los diezmaba, las rociadas de caucho ardiendo, y los “parangs” que los mutilaban, intentaron el asalto, logrando ponerse a horcajadas en los parapetos, y las tres veces se vieron obligados a dejarse caer en los fosos, ya llenos de muertos y de heridos.
-¡Todavía otro esfuerzo! -gritó Yáñez, que veía vacilar a los asaltantes-. ¡Un esfuerzo más, y daremos cuenta de estos testarudos!
Las espingardas redoblaban sus descargas, y los malayos y los javaneses, que tuvieron un momento de descanso, volvieron a cortar carne viva mientras que los criados volcaban los últimos recipientes de caucho.
El ataque ya no era tan enérgico. Los dayakos asaltaron por cuarta vez, pero sin el empuje y el fanatismo de antes.
El terror comenzaba a apoderarse de ellos. Ni siquiera invocaban a Alá.
Sin embargo, su último esfuerzo no fue menos peligroso que los anteriores. Todavía eran muchos, mientras que la guarnición había disminuido bastante, expuesta como estaba al fuego de alumnos tiradores ocultos bajo los arbustos.
Además, comenzaba a dejarse sentir el cansancio. Las anchas hojas de acero pesaban en las manos de los malayos y de los javaneses y hasta en las de los tigres de Mompracem.
Los cortacabezas volvieron a trepar, en tanto que en el foso, sus compañeros, haciendo un supremo esfuerzo, intentaban abrir una brecha en la contrapuerta golpeando los pancones con un tronco. ¡Ay, si los defensores pierden ánimo! ¡Todo concluiría para ellos, incluso para la graciosa Damna!
Yáñez, con la bombarda vuelta de modo que barriera el parapeto, gritó a sus hombres, a punto de lanzarse sobre los asaltantes que se disponían a saltar a la terraza:
-¡Atrás por un momento!
Salió el tiro, y la metralla barrió desde un ángulo al otro del recinto todo el parapeto, matando e hiriendo a cuantos enemigos se encontraban allí.
Al mismo tiempo los criados volcaban todos los recipientes que aun quedaban llenos, sobre los que golpeaban la contrapuerta. Apenas se había disipado el humo, cuando un soberbio tigre cayó sobre el parapeto, lanzando un bramido feroz, y revolviéndose contra un dayako que milagrosamente había quedado en pie, le clavó los dientes en el cráneo.
Al ver al terrible carnívoro, que los incesantes relámpagos hacían destacarse como si fuera pleno día, un terror invencible invadió a los asaltantes. Si también las fieras del bosque corrían en ayuda del hombre blanco y del indio, era que aquellos hombres tenían mayor poder que el peregrino de la Meca.
A los pocos instantes la retirada se convirtió en fuga precipitada, desordenada. Los salvajes arrojaron sus escudos y sus “kampilangs” para correr más libremente.
Ninguno obedecía a los jefes ni a los gritos del peregrino, que en vano se deshacía gritando:
-¡Adelante por Alá! ¡Mahoma os protege!
Después de todo, no eran tan imbéciles que olvidasen que ni Alá ni el Profeta los habían protegido en nada."
Al sentirse abrasados daban gritos horrorosos; les caía a pedazos la piel humeando, y, sin embargo, aquellos fanáticos animados por las voces del peregrino, que resonaban desde las plantas espinosas, resistían con una tenacidad que hizo palidecer a Yáñez, el cual comenzaba a perder la fe en el triunfo.
Los defensores del “kampong” sobre todo los tigres de la Malasia, no mostraban menos tenacidad ni menos coraje que los asaltantes. Con los “parangs”, manejados por brazos sólidos, cortaban y mutilaban de un modo horrible a cuantos llegaban a erguirse sobre los parapetos.
En tanto, gritaban los dayakos:
-¡Alá! ¡Alá! ¡Alá! -ni más ni menos que los fanáticos musulmanes de la arenosa Arabia, y los piratas de Yáñez contestaban con no menos entusiasmo:
-¡Viva Mompracem! ¡Plaza de los tigres del Archipiélago! La sangre corría a torrentes. La empalizada del recinto chorreaba, y las terrazas se ponían rojas. De una a otra parte combatían con igual furor, mientras que el huracán, rugiendo siempre, alumbraba con sus relámpagos a los combatientes para que pudieran acometerse mejor.
La tenacidad y el ardimiento de los dayakos no obtenían gran resultado. Por tres veces los guerreros del peregrino, desafiándolo todo; el fuego de las bombardas que los tomaba de costado y los diezmaba, las rociadas de caucho ardiendo, y los “parangs” que los mutilaban, intentaron el asalto, logrando ponerse a horcajadas en los parapetos, y las tres veces se vieron obligados a dejarse caer en los fosos, ya llenos de muertos y de heridos.
-¡Todavía otro esfuerzo! -gritó Yáñez, que veía vacilar a los asaltantes-. ¡Un esfuerzo más, y daremos cuenta de estos testarudos!
Las espingardas redoblaban sus descargas, y los malayos y los javaneses, que tuvieron un momento de descanso, volvieron a cortar carne viva mientras que los criados volcaban los últimos recipientes de caucho.
El ataque ya no era tan enérgico. Los dayakos asaltaron por cuarta vez, pero sin el empuje y el fanatismo de antes.
El terror comenzaba a apoderarse de ellos. Ni siquiera invocaban a Alá.
Sin embargo, su último esfuerzo no fue menos peligroso que los anteriores. Todavía eran muchos, mientras que la guarnición había disminuido bastante, expuesta como estaba al fuego de alumnos tiradores ocultos bajo los arbustos.
Además, comenzaba a dejarse sentir el cansancio. Las anchas hojas de acero pesaban en las manos de los malayos y de los javaneses y hasta en las de los tigres de Mompracem.
Los cortacabezas volvieron a trepar, en tanto que en el foso, sus compañeros, haciendo un supremo esfuerzo, intentaban abrir una brecha en la contrapuerta golpeando los pancones con un tronco. ¡Ay, si los defensores pierden ánimo! ¡Todo concluiría para ellos, incluso para la graciosa Damna!
Yáñez, con la bombarda vuelta de modo que barriera el parapeto, gritó a sus hombres, a punto de lanzarse sobre los asaltantes que se disponían a saltar a la terraza:
-¡Atrás por un momento!
Salió el tiro, y la metralla barrió desde un ángulo al otro del recinto todo el parapeto, matando e hiriendo a cuantos enemigos se encontraban allí.
Al mismo tiempo los criados volcaban todos los recipientes que aun quedaban llenos, sobre los que golpeaban la contrapuerta. Apenas se había disipado el humo, cuando un soberbio tigre cayó sobre el parapeto, lanzando un bramido feroz, y revolviéndose contra un dayako que milagrosamente había quedado en pie, le clavó los dientes en el cráneo.
Al ver al terrible carnívoro, que los incesantes relámpagos hacían destacarse como si fuera pleno día, un terror invencible invadió a los asaltantes. Si también las fieras del bosque corrían en ayuda del hombre blanco y del indio, era que aquellos hombres tenían mayor poder que el peregrino de la Meca.
A los pocos instantes la retirada se convirtió en fuga precipitada, desordenada. Los salvajes arrojaron sus escudos y sus “kampilangs” para correr más libremente.
Ninguno obedecía a los jefes ni a los gritos del peregrino, que en vano se deshacía gritando:
-¡Adelante por Alá! ¡Mahoma os protege!
Después de todo, no eran tan imbéciles que olvidasen que ni Alá ni el Profeta los habían protegido en nada."
2 comentarios:
ah! la infancia!
¡Leyéndolo ahora es casi, casi igual! Gracias, Irene
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