domingo, 11 de abril de 2010
"Yo soy esas ruinas"
MARIO LEVRERO
Jorge Mario Varlotta Levrero
(Montevideo, Uruguay, 1940-2004)
Prosigo, tratando de desarrollar temas poco interesantes, inaugurando tal vez una nueva época del aburrimiento como corriente literaria. Hoy comencé, hace dos renglones, con una letra de tamaño muy grande, la que en el segundo renglón se redujo bastante. ¿Por qué se redujo? Porque empecé a prestar atención a la forma de continuar la frase que había comenzado, queriendo evitar incoherencias. Y la conclusión es que, limitada como es, mi atención no puede ocuparse de dos cosas distintas. Aquí lo prioritario es la letra y no el estilo, de modo que las incoherencias están permitidas. Afloja la tensión, muchacho, y dedícate a tu laboriosa tarea de dibujo. No es fácil olvidarse de la necesidad de la coherencia. Aunque después de todo la coherencia no es más que una compleja convención social. Sospecho que la frase anterior es una gran mentira, pero ahora no tengo el derecho de ponerme a analizar estas cosas. Otras cosas, tampoco. Debo caligrafiar. De eso se trata. Debo permitir que mi yo se agrande por el mágico influjo de la grafología. Letra grande, yo grande. letra chica, yo chico. Letra linda, yo lindo.
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Quiero escribir y publicar. Tengo necesidad de ver mi nombre, mi verdadero nombre y no el que me pusieron, en letras de molde. Y más que eso, mucho más que eso, quiero entrar en contacto conmigo mismo, con el maravilloso ser que me habita y que es capaz, entre muchos otros prodigios, de fabular historias o historietas interesantes. Ese es el punto. Esa es la clave. Recuperar el contacto con el ser íntimo, con el ser que participa de algún modo secreto de la chispa divina que recorre infatigablemente el Universo y lo anima, lo sostiene, le presta realidad bajo su aspecto de cáscara vacía.
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Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar, en el antiguo sentido de la palabra (=despertar). Ignoro si recordar tiene relación con el corazón, como la palabra ‘cordial’, pero me gustaría que fuera así.
La gente incluso suele decirme: "Ahí tiene un argumento para una de sus novelas", como si yo anduviera a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo. Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones.
El alma tiene su propia percepción y en ella viven cosas de nuestra vigilia pero también cosas particulares y exclusivas de ella, pues participa de un conocimiento universal de orden superior, al cual nuestra conciencia no tiene acceso en forma directa. De modo que la visión del alma, de las cosas que suceden dentro y fuera de nosotros, es mucho más completa que lo que puede percibir el yo, tan estrecho y limitado.
Hoy recuperé esos distintos tipos de ruinas, y sé que con eso el alma me está diciendo que "yo soy esas ruinas". Mi contemplación casi erótica de las ruinas es una contemplación narcisista. Y si bien tiene su precio, esa autocontemplación es placentera aunque la visión sea triste. Me miro en el espejo y veo a alguien que no me gusta del todo, pero es alguien en quien puedo confiar. Lo mismo sucede con estas contemplaciones interiores: no importa si percibo un retrato feo, mientras sea auténtico.
Claro que no sé hasta dónde mi alma es mía; más bien yo pertecezco al alma y esta alma no está, como señala más de un filósofo, necesariamente dentro de mí. Es simplemente algo que no conozco; el "yo" no es otra cosa que una parte modificada, en función de cierta conciencia práctica, de un vasto mar que me trasciende y sin duda no me pertenece; un espécimen surgido, o emergente, de un vasto mar de ácidos nucleicos. Pero qué hay detrás, cuál es el impulso que se expresa mediante el ácido. Ese deseo, esa curiosidad, esa voracidad subyacente en las partículas materiales.
No tengo, en verdad ya no tengo, curiosidad por conocer respuestas; hoy me basta con las preguntas —o ni siquiera necesito las preguntas. El discurso hoy ha tomado esta forma justamente por mis carencias, porque he vislumbrado durante unos instantes esos fragmentos de memoria, memoria del alma, y me he recordado por unos instantes, y el resto de mi vida, fuera de esos instantes, se vuelve, por el contraste, todavía más insustancial.
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Me gustaría dejar hablar a esa forma para que se fuera delatando por sí misma, pero ella no tiene que saber que yo espero que se delate porque enseguida se me escurre otra vez hacia la apariencia de vacío. Tengo que estar alerta, pero con los ojos entornados, con un aire distraído, como si no me importara el discurso que se va desarrollando. Es como entrar en un estanque con peces, y esperar que se aquieten las aguas agitadas y los peces se olviden de que algo agitó las aguas, y se acerquen, y comiencen a pasear su curiosidad próximos a mí y a la superficie del estanque; entonces podré verlos y, tal vez, atrapar alguno.
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(Hoy leí una frase de Rilke que es monumental: dice algo así como que "la realidad es una cosa lejana que se nos acerca con infinita lentitud al que tiene paciencia".) (Tengamos paciencia, pues, y esperemos que esa cosa lejana se acerque.)
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La belleza está en la mente, no en las cosas; las formas puras sólo existen en la mente.
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Lo que uno ha sembrado fue creciendo subrepticiamente y de pronto estalla en una especie de selva que lo rodea por todas partes, y los días se van nada más que en abrirse paso a golpes de machete, y nada más que para no ser asfixiado por la selva; pronto se descubre que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria, porque la selva se extiende con mayor rapidez que nuestro trabajo de desbrozamiento y sobre todo porque la idea misma de «salida» es incorrecta: no podemos salir porque al mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde ir, porque la selva es uno mismo, y una salida implicaría alguna clase de muerte, o simplemente la muerte. Y si bien hubo un tiempo en que se podía morir cierta clase de apariencia inofensiva, hoy sabemos que aquellas muertes eran las semillas que sembramos de esta selva que somos.
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(Fragmentos extraídos de la novela El discurso vacío (Interzona, 2006).
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
2 comentarios:
Recuerdo el primer cuento que leí de él... Un lugar.
De a poco, me fui encantado de la ciencia ficcion...
Me gusta estas coincidencias!
Me alegro. Gracias, Irene
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