martes, 24 de febrero de 2009

Américo, te amo, Américo

Un cuento de ADÉLIA PRADO
(Brasil, 1936)


Un vals para danzar


Américo, te amo, Américo. Tienes una tienda de telas y una mujer a la que vives queriendo no engañar, un hijo tan mono, Américo, unas manos tan finas de medir tejidos, de acariciar mi cuello como si me fueras a asesinar. Eres un coloso, Américo, lo tienes todo para encantarme. Es tan ignorante tu inteligencia antiacadémica que los mundos nuevos que me descubres me resultan deslumbrantes. Qué dientes afilados… Se te ve tan saludable, no me vas a pedir que te invite a un té. Siempre que te pido un metro de gasa me replicas, para darme más conversación: «Llévate también un metro de este amadapolán». ¿Dices amadapolán porque eres tonto o porque quieres hacerte el listo, Américo? En otra época, a la primera equivocación al hablar, descartaba a cualquier hombre. Hoy no. Hoy quiero probarlo todo. Eres un padrazo, un hombre de tu casa, un marido ejemplar. Seguro que tienes un libro, ¿verdad? Y una colección de paquetes de tabaco y una foto de tu madre. Cierras la tienda los domingos y las fiestas de guardar, increíble Américo, no quieres hacerte rico, eres tan irresistible. Tu mujer viene y me pide un poco de azúcar y yo lo que le pido es que me deje ver tu álbum de fotos: tú con tu hijo en brazos, tú poniéndole comida al pájaro, tú jugando con el perro. Cuando te quedas quieto y dejas de contemplarme de esa forma invisible, te dibujas en mi mente, se dibujan esos ojos tuyos de hombre tan bonitos, más que los de una mujer, bonitos. Tú eres mi amor cortés, por ti hago dulce de leche, y lo corto en cuadraditos, y me pongo mi blusa bordada y me siento en el banco de la plaza y espero a que pases, cuando "cae la tarde tristona y serena, con una delicada y suave languidez, para entregarte mi corazón".
Tú pasas y yo te digo: «Buenas tardes, Américo».

Traducción: Carlos Maroto Guerola (ofrecido en su blog cmguerola.blogspot.com)

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char