viernes, 27 de febrero de 2009

Como sabes, no hay nada arbitrario en mí



Dos poemas inéditos de JORGE AULICINO

El aletazo del dragón

Como sabes, no hay nada arbitrario en mí,
dijo el dragón a San Jorge, quien sostenía
la pequeña iglesia en la palma de su mano.
Pues si me ves, y aun así me acabas,
piensa a cuánta gente privas
de su recto mirar, de su clara comprensión.

Luego Jorge fue feliz con el rayo de sol
que atravesaba el refectorio de su pequeña iglesia.

La muerte del dragón abrió los pastos
a las artesanías, al comercio contante.
El rayo de luz Celeste era el fiel de la balanza
universal. A su alrededor se alzaron las ciudades.
Pero las ciudades eran sinuosas e imperfectas.
Sólo las cuentas de los registros y las aduanas
se correspondieron con los cálculos teologales.

El dragón cimbraba en la caña y en la espada.
El dragón estaba en el olor de la carne desollada
y de las aguas bajas; y en la guerra.
Sobre todo en la guerra, en la que hubo que insistir,
la que se supo venía de la sangre de la bestia:
la sangre que Jorge no pudo remitir, no pudo detener,
no pudo enjugar ni medir. El fuerte aletazo innecesario
de la gallina sacrificada, que angustiaba de pronto,
incomprensiblemente, a toda la ciudad.


***
La obra y su doble

Ser breve, en lo posible
refractaria, de modo de asegurar la permanencia:
requisitos de la imagen publicitaria.

Lo contrario es amor; no va con ello
el tránsito especular a través
del éter, la omnipresencia de la imagen,
venta, reproducción y a la par gratuidad
del objeto en su etapa de propagación como onda.

Pues lo contrario es el amor,
lo que cala el hueso, absorbe; detritus de la obra
en el alféizar.
Cierto. La cagada de la golondrina, el hollín.
Todo lo que ves en el borde gastado de esta ventana.
Caído del cielo. Caído realmente del cielo.
Aquel azul, allá, aquel cuadrado azul.
Jirón de la capa de Apolo, en el que flotan
pasto, plumas y aves, papeles de sentencias.

El dios no espera, arrastra el cielo, cae lo grave,
deja marca lo efímero, el humo, el pájaro, grande
como un tordo, que camina entre los trastos
en ese techo, allá abajo; leve, atento al crujido,
al aire enemigo, al pelo o la garra.

Recordar lo que se dice recordar, sólo
el capricho art noveau, la talladura, el dintel,
el mirar al sesgo en un bar,
la bicicleta atada al poste,
su portaequipaje blanco, cada día
en el mismo lugar, percudiéndolo.
Hasta que el aire está percudido
hasta que el aire está gastado;
como están rajadas las veredas
cascados los cordones, patinadas o pulidas
las cortinas metálicas, carteles, vidrieras.
Usado el ámbito, transitado, manchado.
Ruinoso, vital, recorrido por soldadores, ganapanes,
pintores, el barrio.

2 comentarios:

Marcelo dijo...

La gracia del primer poema está en la relectura de la leyenda que es muy conocida, pero el "relato" es lineal; en cambio el segundo, ya es un texto típico de Aulicino, un montaje que yuxtapone realidades aparentemente irreconciliables: la escritura y la publicidad, la memoria y el art noveau y, sobre todo el poema y el amor; la mirada al sesgo mencionada también parece aplicable al sentido del poema que nunca termina de cerrarse del todo.
Excelentes poemas, Irene, Gracias.

Irene Gruss dijo...

Así también me parece; excelentes. Gracias, Irene

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char