miércoles, 16 de junio de 2010

Otra cosa no puedo hacer, sino segregar forma

LORENZO GARCÍA VEGA
(Cuba, 1926)



Palabras que repito

Una motocicleta fue, ¡qué raro!, deslizándose con un sobrio paso.
Dicho de otra manera, extravagante un dedo fue, simulando el dibujo -amuleto- de un deforme pájaro.
La noche. Sentado. Sentado estoy.

Desplegando los disponibles gestos.
Un amarillo que a trechos se me escapa- me invento.
Una conversación, la conversación de los vecinos- la conversación que ahora oigo/ la que ahora oigo.

De tal manera que por eso ahora, recostado en un taburete, a los inexistentes les invento unas invisibles reliquias, y esto como si sonaran, soñaran, en mis oídos.

Motocicleta con un sobrio paso, repito.

Del todo no estoy en lo que voy diciendo, lo advierto.
Mis palabras, mis palabras habitualmente carecen de entusiasmo.
La flora que displicentemente veo -pero, desde hace mucho, ella se desprendió de una luz, una luz que, por supuesto, se ha extinguido.

Por lo que en cualquier momento, el momento en que esté dispuesto a recibir la visita de un ángel -el ángel a medias destartalado-, también me invitaré a volver a ver a aquel niño voyeur. El niño voyeur -alucinado- que miraba desde el hueco abierto, en la pared de madera de un devastado cine de Jagüey Grande, aquella película silente que, sin duda, estaba cubierta por el agua negra de una inundación.
***
PALABRA ALGUNA

De pronto, con esa colcha raída que tenía en mis manos me pregunté, sin saber por qué, sobre una borrosa infancia.

¿Una borrosa infancia, deletreada desde esa colcha raída? ¿Había habido un andén? O, quizá, preguntarme si, en algún momento, hubo alguna luz mocha.

¿Luz mocha?

Quizá lejano, muy lejano en el tiempo, quizá sobre unos raíles, lo semejante a un trampolín. Pero, pensándolo bien, ¿no podría ser un fingido trampolín?

Aunque, después, yo estaría seco. Seco estaría: entrando, saliendo, por donde ya no había puertas. O, lo que es lo mismo, lo semejante al círculo mocho de una luz opaca. Pero ¿qué puede ser de lo que estoy hablando? ¿De un círculo mocho estoy hablando? Pero ¿una luz opaca para qué? O, ¿quién, precisamente, en un andén que quizá no existió, pudo necesitar, dentro de un círculo opaco, una luz mocha?

Pero entonces, planteado así, quizá no hubiera nada.

O, entonces, quizá, por el momento, con rígida mandíbula, no habría por qué llegar a masticar palabra alguna. Y esto porque...

Y esto, ya que es cierto que lo que digo, o lo que no digo, no es, hasta ahora, palabra alguna.
***

De No mueras sin laberinto. bajo la luna editorial, 2005
***
El oficio de perder
(fragmentos)

Del prólogo del autor
A veces estoy tan solo, en una Playa Albina donde vivo, que casi es como si, en algunas ocasiones, perdiera el sentido de la realidad. Me acuesto, inevitablemente tengo que acostarme, después de regresar del supermercado donde trabajo. En una Playa Albina hay sol con 90 grados, o un sol con 92 grados, o hasta un sol con mil grados, ¡lo mismo da!; lo cierto es que uno regresa del trabajo de bag boy, se quita el delantal de bag boy, y durante un tiempo, bajo palio de aire acondicionado, tiene que ir tratando de que el cuerpo vaya licuando, o perdiendo, todo ese sol que en un parqueo, y conduciendo un carrito, uno ha estado acumulando dentro de sí. Uno está solo, en la Playa Albina donde vive. A veces es como si perdiera el sentido de la realidad. No hay duda. Como si se perdiera el sentido de la realidad.
**
De El oficio de perder
(...)
Y así, por lo tanto, como soy un inmaduro, lo mejor que hago es proceder como tal y dejar todo tipo de lucha con la Forma.
El Lector, entonces, que se conforme con mi torpeza nata. Otra cosa no puedo hacer, sino segregar forma, pero forma como embadurnada por lo grasoso (¡qué molesto resulta aceptar esto!) de mi inmadurez. O sea, forma que se la deja ser, que se la acepta, como antes, en la infancia, se dejaba ser, o se aceptaba, a aquel insoportable pedacito de más... del más procedente de la manga de una camisa de lana que nos quedaba más larga de la cuenta.
La cosa, verdaderamente, era insoportable. La manga de la camisa de lana, acabada de estrenar, casi nos cubría la mitad de la mano. ¡Qué desesperación! No había nada que hacer! Había que resignarse, y aceptar que nos rozara las manos, durante un tiempo que nos parecía interminable, esa espantosa lana, protomateria de lo inmaduro, y que, para mayor maldición, nos hacía sentir espantosamente culpables.
Pues bien, ¿lo ha entendido el Lector? Siento, rozándome las manos, esa espantosa lana de mi inmadurez que, antes, fue la manga de una camisa.
Pero ahora voy a entrar por una galería de mi Laberinto por donde va estar el heroísmo, y donde hasta va a estar un encuentro con el poeta modernista Agustín Acosta.
Veamos.
El heroísmo. Pues, antes que nada, hay que decir lo siguiente: hablar de un oficio, hablar de cualquier oficio, y sobre todo hablar del oficio de perder, es hablar del heroísmo.
Antes que nada el héroe. Se aprende un oficio para ser el héroe. Así como, cuando se quiere levantar un Laberinto, es que se quiere saber lo que tiene por dentro el heroísmo.
Desde niño quise aprender el oficio de perder, pero es que desde entonces ya quería ser héroe.
Fui, como todos los niños, un narcisista, y como todos los niños narcisistas tuve una vocación heroica.
Por supuesto, al principio mi pretensión consistió en querer ser un guerrero. Quise llegar a ser Simón Bolívar. Me dije que iba a liberar a la Isla de Pinos, la isla esclavizada por Cuba.
Pero después, después de un largo y alambicado proceso, la vocación heroica y el oficio de perder se llegaron a unir. Y, verificada la unión, la cosa se convirtió en mi destino.
Pues estuve en una azotea, saludando a las multitudes, con el sombrero de pajilla que había pertenecido a mi padre. Fue en 1934, un año antes de que muriera Carlos Gardel.
Por el mediodía, con sol que rajaba las piedras. Subí (la escalera como una espiral), hasta llegar a la azotea de mi casa infantil, en Jagüey Grande. Ya en la azotea miré para abajo, hacia la calle desierta. Abajo, enfrente, estaba el Precinto. En el Precinto no había ningún preso, pero sí había un perro aburrido, echado sobre el piso del portal.
La calle del mediodía, la recuerdo como si fuera ahora. Había unos álamos, que poco tiempo después cortaron (el cubano, entre otras cosas, odia los árboles). La calle del mediodía, si no hubiera sido por el carretón que en aquel momento pasó, hubiese estado completamente desierta.
El carretón (muy parecido, por cierto, a una carreta conducida por la Muerte que, pocos años después, vi en una película francesa), venía del Matadero, para surtir a todas las carnicerías del pueblo.
El carretón, después, se me llegó a convertir en el símbolo de ese lamentable pozo sucio donde reposaba el excrementicio inconsciente colectivo de los destartalados pueblos cubanos.
Pero entonces, en aquel mediodía de 1934, aquel carretón sólo era un punto más, entre la multitud que abajo me saludaba.
Gritos de la multitud. Enarbolaba un sombrero de pajilla para responder a los gritos de la multitud. Un sombrero de pajilla que no sólo había pertenecido a mi padre, sino también al Coronel Mendieta, el héroe de... (¿de Cunagua, o de Cumagua? Han pasado muchos años, y ya uno no se acuerda).
Mendieta acababa de instalarse como presidente de la República, después de una revolución de mentirita, la revolución de 1933. Mi padre era el alcalde de facto de Jagüey Grande.
En aquella Cuba de la década del 30, el sombrero de pajilla formaba parte del atuendo heroico. Lo usaban los mártires estudiantiles de la lucha contra el Tirano. Lo usaba Maurice Chevalier, el cantante de moda.
Desde la terraza del Palacio Presidencial era yo, con sombrero de pajilla, el Presidente saludando a la multitud. Era un niño, era el Presidente, rodeado por una corte de bombines de mármol. ¡Sabe dios lo loco que un niño, tocado por la vocación heroica, pudo llegar a ser en un pueblo llamado Jagüey Grande!
(...)
¿Cómo explicar todo esto? ¿Habría que acudir a la Teosofía? Habría que buscar a un teósofo, experto en reencarnaciones, para que nos informara no sólo si yo, viejo uruguayo del 1900, antes de morir vi la Torre de los Panoramas, sino para que nos informara también si yo, niño reencarnado en Jagüey Grande, logré ver, en la pérgola del modernista cubano Agustín Acosta, a la Torre que ya en la otra encarnación había conocido.
Habría que ver.
¿Un niño uruguayo que, al reencarnar en Jagüey Grande, mira para la Torre de Herrera y Reissig?
Pero..., quizá me estoy metiendo en camisa de once varas.
Y es que siempre me sucede así, con las once varas: empiezo más o menos bien, pero enseguida me sumerjo en el disparate.
Pues, vamos a ver, ¿estoy seguro de haber visto la Torre de los Panoramas en la pérgola de Agustín Acosta? Bien... de verdad de verdad no lo sé.
¿Entonces?
Entonces, lo único cierto fue que saludé a la multitud en aquel mediodía de mi infancia, pero como las cosas son como son, va y resulta que lo que dice la Teosofía es verdad. Y si lo que dice la Teosofía es la verdad, entonces pudiera ser que, aunque parezca disparate, en realidad yo vi la Torre. Uno nunca sabe.
Sin embargo, ¿por qué me atolondro? ¿Por qué me enredo, dando vueltas y más vueltas?
Pues, sin duda, la vida tiene bastantes rarezas. Sí, la vida, si se mira bien, está llena de rarezas. Y, entonces, si la vida tiene rarezas, ¿por qué no pudo existir, en Jagüey Grande, la Torre de los Panoramas?
***
De No mueras sin laberinto, bajo la luna, 2005
Foto tomada de arique50webs.com

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char