martes, 17 de mayo de 2011

Una casaca de marinero, con botones dorados, y su gorra correspondiente

Tomada de http://2.bp.blogspot.com/
THOMAS MANN
(Lübeck, Alemania, 1875 – Zurich, 1955)
De Muerte en Venecia
(Fragmentos)

Es sólo la belleza, Fedón mío, sólo ella es amable y adorable al propio tiempo. Ella es, ¡óyelo bien!, la única forma de lo espiritual que recibimos con nuestro cuerpo, y que nuestros sentidos pueden soportar. Pues ¿qué sería de nosotros si se nos apareciese lo divino en otra de sus manifestaciones, si la razón, la virtud y la verdad se nos presentasen en formas, sensibles? ¿No arderíamos y nos disolveríamos en amor como otra época ante Zeus? La belleza es, pues, el camino del hombre sensible al espíritu, sólo el camino, sólo el medio, Fedón...» Después el taimado seductor dijo lo más agudo: el amante era más divino que el amado, porque en aquél alienta el dios, que no en el otro; este pensamiento es quizás el más delicado y el más irónico que se haya producido, y de su fondo brota toda la picardía y la secreta concupiscencia del deseo.
***

La dicha del escritor es su posibilidad de transformar la idea enteramente en sentimiento; el sentimiento, totalmente en idea. En aquel momento se había adueñado del solitario una de estas vibrantes ideas, uno de estos sentimientos precisos: el sentimiento de que la naturaleza se estremecía de goce cuando el espíritu se inclinaba en homenaje y reverencia ante la belleza. Súbitamente sintió el deseo imperioso de escribir. Cierto es que, como suele decirse, Eros ama el ocio, y que sólo para el ocio ha nacido. Pero en ese momento de la crisis, su excitación le impulsaba a tranquilizar por medio de la palabra el torbellino de sus pensamientos. El tema casi le era indiferente. De pronto sintió que se resolvía en su espíritu, clamando por expresarse, una cuestión palpitante de la cultura y el gusto. El asunto era de índole familiar y le preocupaba de antiguo. El impulso de hacerlo brillar a la luz de sus palabras se hizo irresistible en aquel momento. Pero necesitaba trabajar en presencia de Tadzín, tomarlo de modelo, hacer que su estilo siguiese las líneas de aquel cuerpo que se le antojaba divino, y levantar a lo espiritual su belleza, como el águila levantó al cielo a uno de los pastores troyanos. Jamás había sentido con tanta dulzura el placer de la palabra, nunca había visto tan claramente que Eros alienta en ella, como en aquellas horas, peligrosamente gozosas, en las que, sentado ante una mesa rústica sombreada por la lona, teniendo ante sus ojos al ídolo, y en los oídos la música de su voz, cincelaría Aschenbach, siguiendo el modelo de Tadzio, unas páginas de selecta prosa cuya pureza, altura y fuerte tensión sentimental habían de producir pronto la admiración de las gentes. Seguramente conviene que el mundo conozca sólo la obra bella y no sus orígenes, las condiciones que determinaron su aparición, pues el conocimiento de las fuentes en que el poeta bebe su inspiración lo confundiría, lo asustaría a menudo, dañando así el efecto de las cosas excelentes. ¡Singulares horas! ¡Esfuerzo extrañamente enervador! ¡Extraordinario comercio fecundo del espíritu con el cuerpo! Cuando Aschenbach, terminado su trabajo, se levantó, se sintió agotado, deshecho hasta tal punto que le parecía oír los lamentos de su conciencia en rebelión, como si acabara de entregarse a algún pecado.
***
A la mañana siguiente fue cuando, a punto ya de dejar el hotel, vio desde la escalera que Tadzio se dirigía solo a la playa. El deseo, el sencillo pensamiento de aprovechar la ocasión para trabar alegremente conocimiento con aquel que, sin saberlo, le había conmovido y agitado tanto, de hablarle y gozarse en su contestación, en su mirada, surgió en él de un modo natural.

El hermoso muchacho andaba lentamente. Podría, pues, alcanzarle. Aschenbach apresuró el paso, y llegó junto a él cerca ya de las casetas. Pensando en ponerle una mano en la cabeza, en el hombro, resultó que una palabra, una frase amable en francés rozaba ya sus labios. Pero en aquel instante sintió que su corazón latía fuertemente, acaso por lo rápido de su carrera, y que, como respiraba con dificultad, sólo iba a poder hablar atropellado y tembloroso. Vaciló entonces, trató de dominarse; de pronto le pareció que iba ya demasiado tiempo muy cerca del bello mancebo; temió que él lo notase, temió que se volviese, interrogante; hizo un último intento, que resultó vano también; renunció, pues, y pasó por delante de él con la cabeza baja.

« ¡Demasiado tarde! —pensó—. ¡Demasiado tarde! » Pero ¿era realmente demasiado tarde? Aquel paso, que no se había atrevido a dar, habría convertido probablemente la cosa en algo bueno, ligero y gozoso; habría producido un efecto sedante. Pero no hay duda de que el artista, ya en los linderos de la vejez, no quería el sedante, a pesar de que la exaltación en que vivía le era demasiado cara. ¿Quién podría descifrar el enigma de la naturaleza del artista? ¿Quién puede comprender esa fusión instintiva de disciplina y desenfreno en que consiste? Porque el hecho de no querer un sedante saludable es desenfreno. Aschenbach ya no se sentía dispuesto a la autocrítica. Por sus gustos, por su madurez espiritual, por el respeto de sí mismo y por simplicidad, no le agradaba analizar los motivos de sus actos ni averiguar si había dejado de realizar su propósito por mandato de su conciencia, o por debilidad y molicie. Se sentía avergonzado, tenía miedo, de que alguien hubiera podido observar su carrera, su derrota; temía extraordinariamente al ridículo. Por lo demás, se reía en su interior de su pánico insensato. «Vencido —pensaba—, vencido como un gallo que en la pelea deja caer desfallecido las alas.» Son, seguramente, los dioses los que de tal modo paralizan nuestro valor a la vista del objeto amado y arrojan por los suelos toda nuestra altivez.
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Nada resultaba más extraño ni más irritante que las relaciones que se establecen entre hombres que sólo se conocen de vista, que diariamente, a todas horas, se tropiezan, se observan, viéndose obligados, por la etiqueta o por capricho, a no saludarse ni cruzar palabra, manteniendo el engaño de una indiferencia perfecta. Se produce entre ellos inquietud e irritada curiosidad. Es la historia de un deseo de conocerse y tratarse insatisfecho, artificiosamente contenido, y, en especial, de una especie de estimación exaltada. Pues el hombre ama y honra al hombre mientras no puede juzgarle. Y el deseo se engendra por el conocimiento defectuoso.
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Entre Aschenbach y Tadzio tenía que haber, necesariamente, cierta relación y conocimiento, de tal manera que el hombre maduro pudo observar gozosamente que su simpatía y su atención no dejaban de ser en cierta forma correspondidas. ¿Qué había sido, por ejemplo, lo que movió al muchacho a no entrar por la mañana, al llegar a la playa, por detrás de las casetas, sino a pasar por delante, cerca de donde estaba Aschenbach, y en ocasiones rozando casi su mesa, su silla, para dirigirse a la caseta de los suyos? ¿Es que la fuerza atractiva, la fascinación de un sentimiento superior, obraba sobre su ánimo delicado e irreflexivo? Aschenbach esperaba cotidianamente la aparición de Tadzio; a veces fingía estar ocupado al divisarle y dejaba que pasase ante él, aparentemente inobservado; pero otras veces levantaba la vista y sus miradas se encontraban. Ambos permanecían en tal caso profundamente serios. En el digno rostro del hombre maduro nada indicaba la conmoción interior; pero en los ojos de Tadzio brillaba una curiosidad, una interrogación pensativa; su paso vacilaba; bajaba la vista, volvía a alzarla graciosamente, y cuando ya estaba lejos, algo en su actitud indicaba que sólo la urbanidad le impedía volverse.
***
Sin embargo, una tarde las cosas ocurrieron de otra manera. Los hermanos polacos y su institutriz no estaban en el comedor, y Aschenbach lo había observado con pena. Después de cenar, muy inquieto por tal ausencia, salió del hotel a pasear por cerca de la terraza, cuando de pronto, a la luz de los. faroles, vio aparecer a las cuatro hermanas con su atavío monjil, a la institutriz y a Tadzio, éste unos pasos detrás. Sin duda, volvían del desembarcadero, y habíanse quedado a cenar, por algún motivo, en la ciudad. En el mar hacía fresco; Tadzio llevaba una casaca de marinero, con botones dorados, y su gorra correspondiente. El sol y el aire marino no habían tostado su tez, que conservaba su amarillo marmóreo de siempre, pero en aquel instante parecía más pálido que de ordinario, quizás a consecuencia del fresco, o por el resplandor de los faroles. Sus cejas, armónicas, aparecían delineadas más escuetamente, y sus ojos eran muy oscuros. Era aquello de una indecible belleza, y Aschenbach sintió el dolor, tantas veces experimentado, de que la palabra fuera capaz sólo de ensalzar la belleza sensible, pero no de reproducirla. Como no esperaba la amable aparición, como le sorprendió descuidado, no tuvo tiempo de componer tranquila y dignamente la expresión de su rostro. De esta manera, cuando su mirada tropezó con la del muchacho, debieron de expresarse abiertamente en ella la alegría, la sorpresa, la admiración. En aquel instante fue cuando Tadzio le sonrió. Le sonrió expresiva, confiada y acogedoramente, con labios que se abrían lentamente a la alegría. Era la sonrisa de Narciso al inclinarse sobre el agua; aquella sonrisa profunda, encantada, deleitable, que acompaña a los brazos que se tienden al reflejo de la propia belleza; una sonrisa ligeramente contraída por el beso imposible de su sombra incitante, curiosa y ligeramente atormentada, transformada y transformadora.

Aquella sonrisa fue recibida como un obsequio fatal. Aschenbach se conmovió tan profundamente, que se vio obligado a huir de la luz de la terraza, del jardín, y buscar apresuradamente el refugio de la oscuridad de la parte posterior del parque. Allí fue donde se le escaparon amonestaciones, singularmente indignadas y tiernas al mismo tiempo: «¡No debes sonreír así! ¡No se debe sonreír así a nadie!». Se arrojó en un banco, y fuera de sí, aspiró el aroma nocturno de las plantas.
***
Final

Tadzio se dirigió en diagonal hacia el mar. Iba descalzo y vestía su traje listado con una cinta roja.
Deteniéndose al borde del agua, con la ca­beza baja, empezó a dibujar en la arena húme­da con la punta del pie; luego entró en el agua, que en su mayor profundidad no le llegaba ni a la rodilla, la atravesó dudando, descuidadamen­te, y dejó el banco de arena. Allí se detuvo un momento, con el rostro vuelto hacia la anchura del mar, luego empezó a caminar lentamente, por la larga y angosta lengua de tierra, hacia la izquierda. Separado de la tierra por el agua, separado de los compañeros por un movimien­to de altanería, su figura se deslizaba aislada y solitaria, con el cabello flotante, allá por el mar, a través del viento, hacia la neblina infi­nita. Otra vez se detuvo para contemplar el mar. De pronto, como si lo impulsara un recuer­do, bruscamente, hizo girar el busto y miró hacia la orilla por encima del hombro. El con­templador estaba allí, sentado en el mismo si­tio donde por primera vez la mirada de aque­llos ojos de ensueño se había cruzado con la suya. Su cabeza, apoyada en el respaldo de la silla, seguía ansiosamente los movimientos del caminante. En un instante dado se levantó para encontrar la mirada, pero cayó de bruces, de modo que sus ojos tenían que mirar de abajo arriba, mientras su rostro tomaba la expresión cansada, dulcemente desfallecida, de un ador­mecimiento profundo. Sin embargo, le parecía que, desde lejos, el pálido y amable mancebo le sonreía y le saludaba.
Pasaron unos minutos antes de que acudie­ran en su auxilio; había caído a un lado de su silla. Le llevaron a su habitación, y aquel mismo día, el mundo, respetuosamente estremecido, recibió la noticia de su muerte.
Traducción: Martín Rivas
Barcelona, Plaza & Janés, 1982
***
De Doktor Faustus
(Fragmentos)

¿Qué zona de lo humano, así fuere la más elevada, la más dignamente generosa, puede ser totalmente insensible a la influencia de las fuerzas infernales, más aún, puede renunciar a tan fecundante contacto?
(…)
"Tu inclinación hacia lo objetivo, amigo, hacia la llamada verdad, y a considerar lo subjetivo, la pura aventura, como algo sin valor, es aburguesada y debieras superarla. Tú me ves, por lo tanto yo soy tú. ¿Vale la pena preguntar si existo en realidad? ¿Qué es, en suma, la realidad y por qué no han de ser verdaderos la aventura interna y el sentimiento? Lo que te eleva, lo que aumenta tu sensación de energía, de fuerza y de dominio, esto es la verdad, ¡qué demonio! –aunque fuera diez veces mentira visto desde el ángulo de la virtud. Quiero decir que una mentira que estimula energía creadora puede fácilmente resistir la comparación con cualquier verdad honesta y esterilizadora. Y añado que cualquier enfermedad creadora, dispensadora del genio, la enfermedad que, montada en su cabalgadura, absorbe los obstáculos y, en atrevido galope, salta de un borde a otro los barrancos, es mil veces más agradable a la vida que una salud que va arrastrando los pies. Hay quien afirma que los enfermos sólo pueden venir dolencias. Nunca oí mayor estupidez. La vida no es melindrosa y de la moral lo ignora todo. La vida se apodera del producto de la enfermedad, lo engulle, lo digiere y esto basta para convertir a la dolencia en salud. Ante el hecho de la eficacia vital, las diferencias entre salud y enfermedad desaparecen. Un rebaño, una generación de hombres fundamentalmente sanos a partir de su concepción, se apoya en la obra del genio enfermo, de la genialidad enfermiza, le rinde homenaje, la admira, la exalta, la arrastra consigo, se confunde con ella y la lega a la cultura, que no sólo vive de pan sino que necesita también pócimas y venenos de la farmacia del Mensajero Salvador."


Traducción de Eugenio Xammar
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1977

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char