lunes, 20 de julio de 2009

Todo por las manzanas de Cézanne


Rainer Karl Wilhelm Johann Josef Maria Rilke
(1875-1926)


“(...) Ud es el único hombre en el mundo que, lleno de equilibrio y de fuerza, se yergue en armonía con su obra. Y esta obra, tan grande, tan justa, para mí se ha vuelto un acontecimiento del que sólo podré hablar con una voz transida de temor y de homenaje. Su obra tanto como usted son un ejemplo dado a mi vida, a mi arte, a todo lo que hay de más puro en el fondo de mi alma. No fue sólo para escribir un estudio que vine hacia usted. Llegué para preguntarle, ¿cómo se debe vivir? Y usted respondió: trabajando. Lo comprendo. Bien comprendo que trabajar es vivir sin morir.” (carta a Rodin del 11 de septiembre de 1902)

“Se había apoderado de mí un asombro angustioso, así también me invadió de nuevo el terror frente a eso que como en un laberinto sin fin se llama vivir.”
(carta a Lou Andrea Salomé del 18 de julio de 1903)

“De alguna forma también yo he de llegar a hacer cosas, no cosas corpóreas, sino escritas: realidades surgidas de la práctica del oficio. De alguna forma, también yo he de hallar el ínfimo elemento básico, la célula de mi arte, la inmaterial herramienta para expresarlo todo...” (carta a Lou Andrea Salomé del 10 de agosto de 1903)

Sobre Cézanne:

“Él, su dedicación, la llama la realisation, lo convincente, la transformación en cosa, la realidad elevada hasta lo indestructible a través de su propia vivencia del objeto, esto era lo que le parecía la intención de su trabajo más íntimo; anciano, enfermo, desgastado cada tarde, hasta caer sin sentido por su constante trabajo diario (...) Permaneciendo concienzudamente ante el objeto, en los paisajes o en la naturaleza muerta, lo asimilaba sin embargo, sólo por rodeos extremadamente complicados.” (carta a Clara Westhoff del 9 de octubre de 1907)

“Hoy he vuelto a contemplar sus cuadros: increíble el ambiente que crean (...) como si aquellos colores me liberaran de una vez por todas de cualquier duda. La conciencia de aquel rojo, de aquel azul, su sencilla veracidad me educan; si me sitúo entre ellos con entera disponibilidad parece como si hicieran algo por mí. Se comprende también cada vez un poco mejor cuán necesario era rebasar el amor mismo; es natural amar cada una de estas cosas cuando se están haciendo; pero si esto se muestra ya no está tan bien: esto se juzga en lugar de decirlo. Uno deja de ser imparcial y lo mejor, el amor, queda fuera de la obra, no se integra en ella. Se pintaba; amo esta cosa en lugar de decir hela aquí y que cada cual pueda ver si la he amado (...) el amor se consume en el acto de pintar. Esta consumación del amor en trabajo anónimo es donde nacen cosas tan puras (...)”
(Carta sobre Cézanne a su esposa)
***
LA CARROÑA
de Charles Baudelaire

Recuerda lo que vimos, alma mía,
esa mañana de verano tan dulce:
a la vuelta de un sendero una carroña infame
en un lecho sembrado de guijarros,

con las piernas al aire, como una mujer lúbrica,
ardiente y sudando los venenos
abría de un modo negligente y cínico
su vientre lleno de exhalaciones.

El sol brillaba sobre esta podredumbre,
como para cocerla en su punto,
y devolver ciento por uno a la gran Naturaleza
todo lo que en su momento había unido;

y el cielo miraba el espléndido esqueleto
como flor que se abre.
Tan fuerte era el hedor que tú, en la hierba
creíste desmayarte.

Zumbaban las moscas sobre este vientre pútrido
del cual salían negros batallones
de larvas que manaban como un líquido espeso
por aquellos vivientes andrajos.

Todo aquello descendía y subía como una ola,
o se lanzaba chispeante
se hubiera dicho que el cuerpo, hinchado por un aliento vago,
vivía y se multiplicaba.

Y este mundo producía una música extraña
como el agua que corre y el viento
o el grano que un ahechador con movimiento rítmico
agita y voltea con su criba.

Las formas se borraban y no eran más que un sueño,
un esbozo tardo en aparecer
en la tela olvidada, y que el artista acaba
sólo de memoria.

Detrás de las rocas una perra inquieta
nos miraba con ojos enfadados,
espiando el momento de recuperar en el esqueleto
el trozo que había soltado.

Y, sin embargo, tú serás igual que esta basura,
que esta horrible infección,
¡estrella de mis ojos, sol de mi naturaleza,
tú, mi ángel y mi pasión!

¡Sí! tal tú serás, oh reina de las gracias,
después de los últimos sacramentos,
cuando vayas, bajo la hierba y las fértiles florescencias,
a enmohecer entre las osamentas.

Entonces, oh belleza mía, di a los gusanos
que te comerán a besos,
¡que he guardado la forma y la esencia divina
De mis amores descompuestos!
***

Recuerdas seguramente... en los Cuadernos de Malte Laurids aquel pasaje que trata de Baudelaire y de su poema "La Carroña". No pude evitar la idea de que sin ese poema toda la evolución hacia el decir objetivo que ahora creemos reconocer en Cézanne no habría podido comenzar; antes debía estar allí ese poema, implacable. La mirada artística tenía que haberse educado de tal modo que pudiera ver aun en lo terrible y en apariencia sólo repulsivo lo que es, y que también tiene importancia con todo el resto de lo existente. Así como no se admite elección alguna, tampoco se permite al creador que se parte de ningún ser existente: un solo rechazo en cualquier momento lo arroja del estado de gracia, lo convierte irremediablemente en pecador. Flaubert, al relatar con tanto cuidado y minuciocidad la leyenda de Saint-Julien l'Hospitalier, fue quien me otorgó esa fe simple en medio de lo extraordinario, porque en él el artista abarcaba las decisiones del santo y las consentía feliz y las aclamaba. Acostarse con un leproso y compartir con él todo el calor de uno mismo hasta la calidez del corazón en las noches de amor: es necesario que eso haya sucedido alguna vez en la vida de un artista como superación hacia una nueva beatitud. Puedes imaginarte mi emoción al leer que Cézanne hasta sus últimos años se supo de memoria justamente ese poema -La charogne de Baudelaire- y que lo repetía palabra por palabra. Seguramente entre sus primeros trabajos habrá algunos en los que se sometió con violencia a las posibilidades extremas del amor. Detrás de esa entrega, a partir de las pequeñas cosas comienza la santidad: la vida sencilla de un amor que ha resistido, que sin jamás envanecerse de ello se aproxima a todo sin compañía, discretamente, en silencio. El verdadero trabajo, la profusión de tareas, todo comienza recién después de esa prueba, y quien no ha podido llegar hasta allí seguramente podrá ver en el cielo a la Virgen María, a algunos santos y pequeños profetas, al rey Saúl y a Carlos el Temerario -pero de Hokusai y Leonardo, de Li Tai Po y Villon, de Verharen, Rodin, Cézanne- e incluso del buen Dios allá tan sólo ha de oír hablar.
Y de pronto (por primera vez) comprendo el destino de Malte Lourids. ¿No es acaso que esa prueba lo superó, que ante lo real no pudo soportarla aunque estaba convencido de su necesidad, tanto, que durante mucho tiempo la buscó instintivamente hasta que por fin ella se le adhirió para no abandonarlo nunca más? El libro de Malte Lautids, una vez que esté escrito, no será sino el libro de esa idea probada en alguien para quien fue demasiado terrible. Y quizás incluso la resistió: porque escribió la muerte del chambelán; pero como un Raskolnikov, agotado por su acto se detuvo, no siguió actuando en el momento en que la acción recién debe comenzar, y entonces la libertad que acababa de ganar se volvió contra él, indefenso, y lo destrozó.
Ah, nosotros contamos los años, y hacemos divisiones aquí y allá, acabamos y comenzamos y vacilamos entre lo uno y lo otro. Pero hasta qué punto es Uno todo lo que nos sucede, cuánta relación hay entre una cosa y otra; surge y crece, y va hacia sí misma, y nosotros en el fondo sólo tenemos que estar aquí, pero simplemente, pero con empeño, como la tierra que consiente las estaciones, clara y oscura, y totalmente inserta en el espacio, no anhelando descansar sino en la red de influjos y fuerzas en que las estrellas se sienten seguras.
Y bien, algún día llegará el tiempo, la calma y la paciencia para continuar escribiendo los Cuadernos (*); ahora sé mucho más sobre él: o mejor dicho: lo sabré cuando sea necesario.
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(*)Los Cuadernos de Malte Laurids Brigge fueron iniciados por Rilke en 1904 y concluidos en 1910. En una carta a Clara, el 8 de septiembre de 1908, Rilke le dice acerca de ese libro:

"En realidad tendría que haberlo escrito el año pasado, ahora lo siento; después de las Cartas sobre Cézanne que lo tocan tan de cerca, había llegado yo a los límites de su figura: porque Cézanne no es sino el primer resultado, primitivo y descarnado de aquello a lo que Malte Laurids aún no llegó. La muerte de Brigge: eso fue la vida de Cézanne, la vida de sus últimos treinta años."

«Ah, nosotros contamos los años, y hacemos divisiones aquí y allá; acabamos y comenzamos y vacilamos entre lo uno y lo otro. Pero hasta qué punto es uno todo lo que nos sucede, cuánta relación hay entre una cosa y otra; surge y crece, y va hacia sí misma, y nosotros en el fondo sólo tenemos que estar aquí, pero simplemente, pero con empeño, como la tierra que consiente las estaciones, clara y oscura, y totalmente inserta en el espacio, no anhelando descansar sino en la red de los influjos y fuerzas en que las estrellas se sienten seguras» (Cartas a Cézanne).

"... Ayer, al evocar el fondo del autorretrato, dije: gris, cobre claro oblicuamente cruzado por un motivo gris; habría tenido que decir: un particular blanco metálico, aluminio o similar, porque el gris, el gris propiamente dicho, no se encuentra en los cuadros de Cézanne. Su mirada infinitamente pictórica, no lo registraba en tanto que color: bajaba hasta el fondo y allí encontraba el violeta, o el azul, o el rojo o el verde. Sobre todo el violeta (un color que no había sido nunca desplegado tan pormenorizada y matizadamente), un violeta que él descubre ahí donde hubiéramos esperado el gris y con ello nos hubiéramos dado por satisfechos; pero Cézanne no ceja y hace salir los violetas uniformemente diluidos, como lo hacen algunas tardes, principalmente las de otoño, que interpelan en violeta el agrisamiento de las fachadas, de tal suerte que les responde en todos los tonos, desde el lila ingrávido hasta el violeta compacto del granito finlandés. Cuando observé que no había propiamente gris en aquellos cuadros (en los paisajes se siente demasiado la presencia del ocre y de las tierras, sin quemar o quemados, para que pueda producirse el gris), la señorita Vollmoeller me señaló que cuando se estaba en medio de ellos, sí que emanaban, cual una atmósfera, un gris tierno y sutil. Y ambos convinimos en que el equilibrio interno de los colores de Cézanne, que nunca sobresalen o empujan, creaba ese aire tranquilo y aterciopelado, que sin duda no se produce fácilmente en la hueca desolación del Grand Palais. Aun cuando sea una de sus particularidades el adoptar para sus limones y para sus manzanas el amarillo cromo y un laca rojo chillón en toda su pureza, sabe mantener su sonoridad en los límites del cuadro: plena, como una oreja, resuena dentro de un azul que escucha y le da muda respuesta, de manera que nadie, fuera de allí, se sienta interpelado o gritado. ... El empleo del blanco como color le fue de entrada natural; formaba junto al negro los dos extremos de su amplia paleta, y en el bellísimo conjunto de una repisa de chimenea de piedra negra, con relativa pendiente, el negro y el blanco (este último sobre un paño que cubre con su caída una parte de la repisa de la chimenea) se comportan como colores al lado de otros colores, con los mismos derechos y como aclimatados desde hace ya tiempo. (A diferencia de Manet, en el que el negro actúa como un apagón y se enfrenta con los colores, como un invasor.) ... El espacio real y el del espejo se hallan definitivamente indicados y al mismo tiempo como musicalmente diferenciados por esta doble nota, y el cuadro los contiene como un cestillo contiene frutas y hojas; como si todo eso fuera así de fácil tomarlo y servirlo." ...

De Cartas sobre Cézanne, Rainer María Rilke

Rilke, un año después de la muerte del maestro, describía su trabajo en el estudio de este modo: "Hay que haberlo visto pintar, dolorosamente tenso, con la oración en el rostro, para imaginar qué parte excepcional de su alma ponía en el trabajo. Todo él temblaba, vacilaba, con la frente congestionada, como henchida de invisibles ideas, el busto encogido, el cuello hundido y las manos temblorosas hasta el instante en que sólidas, tiernas, voluntariosas, daban el toque, seguras...".

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char