miércoles, 10 de febrero de 2010
Nunca sombras de nadie
CESARE PAVESE
(Italia, 1908-1950)
DIÁLOGOS CON LEUCO
El misterio
A todos nos gusta oír que los misterios eleusinos presentaban, para los iniciados, un modelo divino de inmortalidad en las figuras de Dionisio y Deméter (y Cora y Plutón). Nos gusta menos que nos recuerden que Deméter es la espiga —el pan— y Dionisio la uva —el vino—. «Tomad y comed... »
(Hablan Dionisio y Deméter)
DIONISIO. Estos mortales son verdaderamente divertidos. Nosotros sabemos las cosas y ellos las hacen. Me pregunto qué serían nuestros días sin ellos. Qué seríamos nosotros, los Olímpicos. Nos llaman con sus vocecitas y nos dan nombres.
DEMÉTER. Yo existía ya antes que ellos, y puedo asegurarte que en aquel entonces uno estaba solo. La tierra era selva, serpientes, tortugas. Éramos la tierra, el aire, el agua. ¿Qué podíamos hacer? Fue entonces cuando adquirimos la costumbre de ser eternos.
DIONISIO. Esto no sucede con los hombres.
DEMÉTER. Es verdad. Todo aquello que tocan se vuelve tiempo. Se vuelve acción. Espera y esperanza. También morir para ellos significa algo.
DIONISIO. Tienen un modo de nombrarse a sí mismos, a las cosas y a nosotros, que enriquece la vida. Como las viñas que han sabido plantar sobre estas colinas. Cuando llevé el sarmiento a Eleusis, no sabía que de unas pendientes tan feas y pedregosas hubieran hecho un país tan dulce. Lo mismo con el trigo y con los jardines. Dondequiera que gasten fatigas y palabras nace un ritmo, un sentido, un reposo.
DEMÉTER. ¿Y las historias que saben contar de nosotros? Me pregunto a veces si yo soy de verdad Gea, Rea, Cibeles, la Madre Grande, como me nombran. Saben darnos nombres que nos revelan a nosotros mismos, Iaco, y que nos arrancan de la abrumadora eternidad del destino para plasmarnos en los días y en los países donde estamos.
DIONISIO. Para nosotros tú eres siempre Deo.
DEMÉTER. ¿Quién diría que, en su miseria, tienen tanta riqueza? Para ellos yo soy un monte selvático y feroz, soy nube y gruta, soy señora de los leones, de los cereales y de los toros, de las rocas amuralladas, la cuna y la tumba, la madre de Cora. Todo se lo debo a ellos.
DIONISIO. También hablan siempre de mí.
DEMÉTER. ¿Y no deberíamos, Iaco, ayudarlos más, compensarlos de alguna manera, estar a su lado en la breve jornada que gozan?
DIONISIO. Tú les has dado los cereales; yo, la vid, Deo. Déjalos hacer. ¿Hace falta otra cosa?
DEMÉTER. Yo no sé cómo, pero lo que nos sale de las manos siempre es ambiguo. Es una espada de doble filo. Mi Triptolemo casi se ha hecho degollar por el huésped escita a quien llevaba el trigo. Y tú también, por lo que oigo, haces correr bastante sangre inocente.
DIONISIO. No serían hombres si no fuesen tristes. Su vida tiene que morir. Toda su riqueza es la muerte, que los obliga a ingeniarse, recordar y prever. Y además no creas, Deo, que vale más su sangre que el trigo o el vino con que la nutrimos. La sangre es vil, sucia, mezquina.
DEMÉTER. Tú eres joven, Iaco, y no sabes que es en la sangre donde nos han encontrado. Tú recorres el mundo, inquieto, y la muerte es para ti como un vino que exalta. Pero no pienses que todos los mortales han sufrido lo que narran de nosotros. Cuántas madres mortales han perdido a su Cora y no la han reencontrado jamás. Aún hoy el homenaje más valioso que saben hacemos es derramar sangre.
DIONISIO. ¿Pero es un homenaje, Deo? Tú sabes mejor que yo que cuando mataban a la víctima, en otro tiempo, creían que nos mataban a nosotros.
DEMÉTER. ¿Y podemos reprochárselo? Por eso te digo que nos han encontrado en la sangre. Si para ellos la muerte es el fin y el principio, tenían que mataros para vemos renacer. Son muy infelices, Iaco.
DIONISIO. ¿Tú crees? A mí me parecen unos necios. O tal vez no. Dado que son mortales, le dan un sentido a la vida matándose. Ellos, las historias, tienen que vivirlas y morirlas. Toma el caso de Icario...
DEMÉTER. Aquella pobre Erígona...
DIONISIO. Sí pero Icario se ha hecho matar porque lo ha querido. Tal vez ha pensado que su sangre fuera vino. Vendimiaba, pisaba las uvas y trasegaba como un loco. Era la primera vez que en una era veían espumar el mosto. Han rociado con él los setos, los muros, las palas. También Erígona sumergió en él las manos. Y entonces ¿por qué este viejo necio anda por los campos, se arrima a los pastores y los hace beber? Ellos, borrachos, envenenados, enfurecidos, lo han descuartizado sobre los setos, como a un chivo, y luego lo han sepultado para que se convirtiera también él en vino. Él lo sabía y lo ha querido. ¿Debía sorprenderse la hija, que había gustado ese vino? También ella lo sabía. ¿Qué más podía hacer, para terminar esta historia, que ahorcarse bajo el sol como un racimo de uva? Nada hay de triste en esto. Los mortales cuentan las historias con la sangre.
DEMÉTER. ¿Y te parece que esto es digno de nosotros? Tú que has preguntado qué seríamos sin ellos, sabes que un día pueden cansarse de nosotros los dioses. Ves entonces que la sangre, esta sangre mezquina, te importa.
DIONISIO. ¿Pero qué quieres que les demos? De cualquier cosa harán siempre sangre.
DEMÉTER. Hay una sola manera, y tú la sabes.
DIONISIO. Dime.
DEMÉTER. Darle un sentido a su muerte.
DIONISIO. ¿Cómo dices?
DEMÉTER. Enseñarles la vida beata.
DIONISIO. Pero es tentar al destino, Deo. Son mortales.
DEMÉTER. Escúchame. Llegará un día en que ellos mismos lo pensarán. Y lo harán sin nosotros, con un cuento. Hablarán de hombres que han vencido a la muerte. Ya han puesto a uno de ellos en el cielo; alguno desciende al infierno cada seis meses. Uno de ellos ha combatido con la muerte y le ha arrebatado una criatura... Compréndeme, Iaco. Lo harán solos. Y entonces nosotros volveremos a ser lo que fuimos: aire, agua y tierra.
DIONISIO. No vivirían por esto más tiempo.
DEMÉTER. Muchacho tonto, ¿qué crees tú? Pero morir tendrá un sentido. Morirán para renacer ellos también, y ya no necesitarán nada de nosotros.
DIONISIO. ¿Qué quieres hacer, Deo?
DEMÉTER. Enseñarles que nos pueden igualar más allá de] dolor y de la muerte. Pero decírselo nosotros. Enseñarles que, así como el trigo y la vid descienden al Hades para nacer, la muerte es para ellos una nueva vida. Darles este cuento. Conducirlos mediante este cuento. Enseñarles un destino que se entrelace con el nuestro.
DIONISIO. Morirán igualmente.
DEMÉTER. Morirán y habrán vencido a la muerte. Verán algo más que la sangre. Nos verán a nosotros dos. No temerán más a la muerte y no necesitarán aplacarla derramando otra sangre.
DIONISIO. Se puede hacer, Deo, se puede hacer. Será el cuento de la vida eterna. Casi los envidio. No conocerán el destino y serán inmortales. Pero no esperes que se detenga la sangre.
DEMÉTER. Pensarán solamente en la eternidad. A lo sumo, existe el peligro de que descuiden estas fértiles campañas.
DIONISIO. Puede ser. Pero una vez que el trigo y la viña tengan el sentido de la vida eterna, ¿sabes qué verán los hombres en el pan y en el vino? Carne y sangre, como ahora, como siempre. Y carne y sangre manarán, ya no para aplacar a la muerte, sino para alcanzar la eternidad que les espera.
DEMETER. Se diría que ves el futuro. ¿Cómo puedes decirlo?
DIONISIO. Basta haber visto el pasado, Deo. Cree en mí. Pero te apruebo. Será siempre un cuento.
Traducido por Marcela Milano
***
Creación
Estoy vivo y he sorprendido las estrellas en el alba.
Mi compañera continúa durmiendo y lo ignora.
Mis compañeros duermen todos. La clara jornada
se me revela más limpia que los rostros aletargados.
A distancia, pasa un viejo, camino del trabajo
o a gozar la mañana. No somos distintos,
idéntica claridad respiramos los dos
y fumamos tranquilos para engañar el hambre.
También el cuerpo del viejo debería ser sano
y vibrante -ante la mañana, debería estar desnudo.
Esta mañana la vida se desliza por el agua
y el sol: alrededor está el fulgor del agua
siempre joven; los cuerpos de todos quedarán al
descubierto.
Estarán el sol radiante y la rudeza del mar abierto
y la tosca fatiga que debilita bajo el sol,
y la inmovilidad. Estará la compañera
-un secreto de cuerpos. Cada cual hará sentir su
voz.
No hay voz que quiebre el silencio del agua
bajo el alba. Y ni siquiera nada que se estremezca
bajo el cielo. Sólo una tibieza que diluye las estrellas.
Estremece sentir la mañana que vibre,
virgen, como si nadie estuviese despierto.
Versión de Carles José i Solsora
***
Sueño
¿Aún ríe tu cuerpo con la intensa caricia
de la mano o del aire y en ocasiones reencuentra
en el aire otros cuerpos? Muchos de ellos retornan
con un temblor de la sangre, con una nada. También
el cuerpo
que se tendió a tu flanco te busca en esta nada.
Era un juego liviano pensar que un día
la caricia del alba emergería de nuevo
cual inesperado recuerdo en la nada. Tu cuerpo
despertaría una mañana, enamorado
de su propia tibieza, bajo el alba desierta.
Un intenso recuerdo te atravesaría
y una intensa sonrisa. ¿No regresa aquel alba?
Aquella fresca caricia se habría apretado a tu cuerpo
en el aire, en la íntima sangre,
y habrías sabido que el tibio instante
respondía en el alba a un temblor distinto,
un temblor de la nada. Lo habrías sabido
igual que, un día lejano, supiste que un cuerpo
se tendía a tu lado.
Dormías con ligereza
bajo un aire risueño de efímeros cuerpos,
enamorada de una nada. Y la intensa sonrisa
te atravesó abriéndote los ojos asombrados.
¿Nunca más regresó, de la nada, aquel alba?
Versión de Carles José i Solsora
***
Antepasados
Aturdido por el mundo me llegó una edad
en que tiraba golpes al aire y lloraba solo.
Escuchar los discursos de hombres y mujeres
sin saber responder es poca alegría.
Pero aun esto pasó: no estoy más solo
y, si no sé responder, sé arreglarme sin eso.
He encontrado compañeros encontrándome a mí mismo.
He descubierto que, antes de nacer, he vivido
siempre en hombres sólidos, señores de sí,
y ninguno sabía responder y todos eran calmos.
Dos cuñados han abierto un negocio -la primera fortuna
de nuestra familia- y el extraño era serio,
calculador, despiadado, mezquino: una mujer.
El otro, el nuestro, en el negocio leía novelas
-en provincia era mucho- y los clientes que entraban
se oían responder con breves palabras
que azúcar no, que sulfato tampoco,
que estaba todo agotado. Y ocurrió más tarde
que este último dio una mano al cuñado quebrado.
Al pensar en esta gente me siento más fuerte
que delante del espejo alzando las espaldas
y armando en los labios una sonrisa solemne.
Ha habido un abuelo mío, remoto en los tiempos,
que fue estafado por un campesino suyo
y entonces zapó él mismo las viñas -en verano-
sólo para ver un trabajo bien hecho. Así
he vivido siempre y siempre he tenido
una cara segura y pagado al contado.
Y las mujeres no cuentan en la familia.
Quiero decir, nuestras mujeres están en casa
y nos traen al mundo y no dicen nada
y nada cuentan y no las recordamos.
Cada mujer nos infunde en la sangre algo nuevo,
pero todas se anulan en la obra y nosotros,
renovados de ese modo, somos los que duramos.
Estamos llenos de vicios, de antojos y de horrores
-nosotros, los hombres, los padres- alguno se mató,
pero una sola vergüenza nunca nos ha tocado,
no seremos nunca mujeres, nunca sombras de nadie.
He encontrado una tierra encontrando compañeros,
mala tierra, donde es un privilegio
no hacer nada, pensando en el futuro.
Porque el solo trabajo no nos basta a mí y a los míos;
sabemos rompernos, pero el sueño más grande
de mis padres fue siempre no hacer nada útil.
Hemos nacido para vagar por esas colinas,
sin mujeres, con las manos en la espalda.
Versión: Jorge Aulicino
***
Tienes rostro de piedra esculpida,
sangre de tierra dura,
viniste del mar.
Todo lo acoges y escudriñas
y rechazas
como el mar. En el corazón
tienes silencio, tienes palabras
engullidas. Eres oscura.
para ti el alba es silencio.
Y eres como las voces
de la tierra -el choque
del cubo en el pozo,
la canción del fuego,
la caída de una manzana;
las palabras resignadas
y tenebrosas sobre los umbrales,
el grito del niño- las cosas
que nunca pasan.
Tú no cambias. Eres oscura.
Eres la bodega cerrada
con la tierra removida,
donde el niño entró
una vez, descalzo,
y que siempre recuerda.
Eres la habitación oscura
en la que se vuelve a pensar siempre,
como en el patio antiguo
donde nacía el alba.
***
Verano
Ha reaparecido la mujer de ojos entreabiertos
y de cuerpo concentrado, andando por la calle.
Ha mirado de frente, tendiendo la mano
en la calle inmóvil. Todo ha vuelto a resurgir.
En la luz inmóvil del día lejano
se ha quebrado el recuerdo. La mujer ha alzado
la frente sencilla y su mirada de entonces
ha reaparecido. Se ha tendido la mano hacia la mano
y el apretón angustioso era el mismo de entonces.
Todo ha recobrado colores y vida
con la mirada concentrada, con la boca entreabierta.
Ha regresado la angustia de días lejanos
cuando un inesperado e inmóvil estío
de colores y tibiezas emergía ante las miradas
de aquellos ojos sumisos. Ha regresado la angustia
que ninguna dulzura de labios abiertos
puede mitigar. Se cobija, fríamente,
en aquellos ojos, un inmóvil cielo.
Era tranquilo el recuerdo
bajo la luz sumisa del tiempo, era un dócil
moribundo para quien ya la ventana se aniebla y desaparece.
Se ha quebrado el recuerdo. El apretón angustioso
de la leve mano ha vuelto a encender los colores,
el verano y las tibiezas bajo el vívido cielo.
Pero la boca entreabierta y las miradas sumisas
no dan vida más que a un duro, inhumano silencio.
Versión de Carles José i Solsora
***
El paraíso sobre los tejados
Será un día tranquilo, de luz fría
como el sol que nace o muere, y el cristal
cerrará el aire sucio fuera del cielo.
Se nos despierta una mañana, una vez para siempre,
en la tibieza del último sueño: la sombra
será como la tibieza. Llenará la estancia,
por la gran ventana, un cielo más grande.
Desde la escalera, subida una vez para siempre,
no llegarán voces, ni rostros muertos.
No será necesario dejar el lecho.
Sólo el alba entrará en la estancia vacía.
Bastará la ventana para vestir cada cosa
con una tranquila claridad, casi una luz.
Se posará una sombra descarnada sobre el rostro sumergido.
Será los recuerdos como grumos de sombra
aplastados como las viejas brasas
en el camino. El recuerdo será la llama
que todavía ayer mordía en los ojos apagados.
Versión de Carles José i Solsora
***
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos –
esa muerte que nos acompaña
desde el alba a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un absurdo defecto. Tus ojos
serán una palabra inútil,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola te inclinas
ante el espejo. Oh, cara esperanza,
aquel día sabremos, también,
que eres la vida y eres la nada.
Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
asomar un rostro muerto,
como escuchar un labio ya cerrado.
Mudos, descenderemos al abismo.
**
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
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