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domingo, 11 de octubre de 2015

Y mezclaban el cielo con fango y con picos y con alas

Mercè Rodoreda 
(Catalunya, 1908-1983)

L a  p l a z a  d e l  d i a m a n t e
(Fragmentos)

My dear, these things are life
MEREDITH

1
La Julieta vino expresamente a la pastelería para decirme que, antes de rifar el ramo, rifarían
cafeteras; que ella ya las había visto: preciosas, blancas, con una naranja pintada, cortada por la
mitad, enseñando los gajos. Yo no tenía ganas de ir a bailar, ni tenía ganas de salir, porque me había
pasado el día despachando dulces, y las puntas de los dedos me dolían de tanto apretar cordeles
dorados y de tanto hacer nudos y lazadas. Y porque conocía a la Julieta, que no tenía miedo a
trasnochar y que igual le daba dormir que no dormir. Pero me hizo acompañarla quieras que no,
porque yo era así, que sufría si alguien me pedía algo y tenía que decirle que no. Iba de blanco de
pies a cabeza; el vestido y las enaguas almidonadas, los zapatos como un sorbo de leche, las
arracadas de pasta blanca, tres pulseras de aro que hacían juego con las arracadas y un bolso blanco,
que la Julieta me dijo que era de hule, con el cierre haciendo como una concha de oro.
Cuando llegamos a la plaza ya tocaban los músicos. El techo estaba adornado con flores y
cadenetas de papel de todos los colores: una tira de cadeneta, una tira de flores. Había flores con
una bombilla dentro y todo el techo parecía un paraguas boca abajo, porque las puntas de las tiras,
por los lados, estaban atadas más arriba que en el centro, donde todas se juntaban. La cinta de goma
de las enaguas, que tanto trabajo me había costado pasar con una horquilla que se enganchaba,
abrochada con un botoncito y una presilla de hilo, me apretaba. Ya debía de tener una señal roja en
la cintura. De vez en cuando respiraba hondo, para ensanchar la cinta, pero en cuanto el aire me
salía por la boca la cinta volvía a martirizarme. El entarimado de los músicos estaba rodeado de
esparragueras que hacían de barandilla, y las esparragueras estaban adornadas con flores de papel
atadas con alambre delgadito. Y los músicos, sudados y en mangas de camisa. Mi madre muerta
hacía años y sin poder aconsejarme y mi padre casado con otra. Mi padre casado con otra y yo sin
madre, que sólo había vivido para cuidarme. Y mi padre casado y yo jovencita y sola en la Plaza del
Diamante, esperando a que rifasen cafeteras, y la Julieta gritando para que la voz pasase por encima
de la música, ¡no te sientes, que te arrugarás!, y delante de los ojos las bombillas vestidas de flor y
las cadenetas pegadas con engrudo y todo el mundo contento, y mientras estaba en Babia una voz
que me dice al oído: ¿bailamos?
**
4
—Haces bien en casarte joven. Necesitas un marido y un techo.
La señora Enriqueta, que vivía de vender castañas y boniatos en la esquina del Smart en el
invierno, y cacahuetes y chufas por las fiestas mayores en el verano, siempre me daba buenos
consejos. Sentada delante de mí, sentadas las dos cerca del balcón de la galería, de cuando en
cuando se subía las mangas; para subírselas, callaba, y cuando las tenía arriba volvía a charlar. Era
alta, con boca de pez y una nariz de cucurucho. Siempre, en verano y en invierno, llevaba medias
blancas y zapatos negros. Iba muy limpia. Y le gustaba mucho el café. Tenía un cuadro colgado con
un cordel amarillo y rojo, que figuraba unas langostas con corona de oro, cara de hombre y pelo de
mujer y toda la hierba de alrededor de las langostas, que salían de un pozo, estaba quemada, y el
mar del fondo y el cielo de arriba eran de color de sangre de buey y las langostas llevaban corazas
de hierro y mataban a coletazos... Afuera llovía. La lluvia caía muy fina sobre todos los terrados,
sobre todas las calles, sobre todos los jardines, sobre el mar como si no tuviese bastante agua, y a lo
mejor sobre las montañas. Apenas se veía y era el principio de la tarde. Colgaban gotas de lluvia en
los alambres de tender la ropa y jugaban a perseguirse, y, a veces, alguna caía y antes de caer se
estiraba, se estiraba, como si le costara desprenderse. Ya hacía ocho días que llovía; una lluvia fina,
ni demasiado fuerte ni demasiado floja, y las nubes estaban tan llenas que su hinchazón se les
arrastraba por los terrados. Mirábamos la lluvia.
**
Cuando volvía a casa siempre la encontraba donde la había dejado. Si era de noche, al lado del balcón. Si habían tocado las sirenas, al lado de la puerta del piso, con los labios temblando, pero sin decir nada. Como un bofetón. Como dos bofetones. Hasta que un miliciano llamó a la puerta para decirme que el Cintet y el Quimet habían muerto como unos hombres. Y me dio todo lo que quedaba del Quimet: el reloj.
Y subí al terrado a respirar. Me acerqué a la barandilla que daba a la calle y me quedé allí quieta
un rato. Hacía viento. Los alambres de tender la ropa, enmohecidos de tanto no usarlos, se
balanceaban, y la puerta de la buhardilla, pam, pam... La fui a cerrar. Y allí dentro, en el fondo,
patas arriba, estaba una paloma, aquella de los lunares. Tenía las plumas del cuello mojadas por el
sudor de la muerte y los ojitos legañosos. Huesos y plumas. Le toqué las patas, sólo pasarle el dedo
por encima, dobladas hacia atrás, con los deditos haciendo gancho. Ya estaba fría. Y la dejé allí, que
había sido su casa. Y cerré la puerta. Y volví al piso.

**
Y arriba, yo arriba, arriba, Colometa, vuela, Colometa... Con la cara como una mancha blanca
sobre el negro del luto... arriba, Colometa, que detrás de ti está toda la pena del mundo, deshazte de
la pena del mundo, Colometa. Corre, de prisa. Corre más de prisa, que las bolitas de sangre no te
paren, que no te atrapen, vuela arriba, escaleras arriba, hasta tu terrado, hasta tu palomar... vuela,
Colometa. Vuela, vuela, con los ojos redonditos y el pico con los agujeritos de la nariz arriba... y
corría para mi casa y todo el mundo estaba muerto. Estaban muertos los que habían muerto y los
que habían quedado vivos, que también era como si estuvieran muertos, que vivían como si les
hubieran matado. Y subí la escalera con los pulsos taladrándome los lados de la frente y abrí la
puerta, y no encontraba la cerradura para meter la llave, y cerré la puerta y me quedé quieta, de
espaldas, respirando como si me ahogase, y vi al Mateu que me daba la mano y decía que no había
más remedio...

**
Y volvía a casa y algunas veces me cogía un aguacero muy fuerte, pero no me importaba, hasta me gustaba; no tenía ninguna prisa en volver y si aquel día me tocaba pasar por la entrada de mármol con los tiestos de las hojas verdes en la calle para que les cayese la lluvia, siempre me paraba a mirarlas un rato y sabía las hojas que tenía cada tiesto y sabía las que le cortaban cuando salían las nuevas. E iba por las calles desiertas y vivía muy despacito... Y de tanto ir de una blandura a otra me puse blanda como una breva y todo me hacía llorar, y siempre llevaba un pañuelito dentro de la manga.

**
Y cuando me desperté de un sueño de tronco, con la boca seca y amarga, toda yo salida de la noche de cada noche, que aquella mañana era un mediodía, me levanté y me empecé a vestir como siempre un poco sin darme cuenta, con el alma guardada todavía dentro la cáscara del sueño. Y cuando me puse de pie me sujeté las sienes con las manos y sabía que había hecho algo diferente pero me costaba pensar en lo que había hecho y si lo que había hecho, que no sabía si lo había hecho, lo había hecho algo despierta o muy dormida, hasta que me lavé la cara y el agua me despabiló... y me puso color en las mejillas y luz en los ojos... No hacía falta almorzar porque era muy tarde. Sólo beber un poco de agua para quitarme el fuego de la boca... El agua estaba fría y eso me hizo recordar que el día antes, por la mañana, a la hora de la boda, había llovido mucho y pensé que por la tarde, cuando fuese al parque como siempre, a lo mejor todavía encontraba charcos de agua en los senderitos... y dentro de cada charco, por pequeño que fuese, estaría el cielo... el cielo que a veces rompía un pájaro... un pájaro que tenía sed y rompía sin saberlo el cielo del agua con el pico ... o unos cuantos pájaros chillones que bajaban de las hojas como relámpagos, se metían en el charco, se bañaban en él con las plumas erizadas y mezclaban el cielo con fango y con picos y con alas. Contentos...

Ginebra, febrero-septiembre 1960

martes, 26 de enero de 2010

Con una cierta falta de medida


Mercè Rodoreda
(España, 1908-1983)

(La autora escribió su obra en catalán)

De La Plaza del Diamante
(fragmentos)


-¿Y si mi novio se entera?

El muchacho se puso todavía más cerca y dijo riendo, ¿tan jovencita y ya tiene novio? Y cuando se rió los labios se le estiraron y le vi todos los dientes. Tenía unos ojitos de mono y llevaba una camisa blanca con rayitas azules, arremangada sobre los codos y con el botón del cuello desabrochado. Y aquel muchacho de pronto se volvió de espaldas y se puso de puntillas y miró de un lado a otro y se volvió hacia mí y dijo, perdone, y se puso a gritar: ¡Eh!... ¿habéis visto mi americana? ¡Estaba al lado de los músicos! ¡En una silla! ¡Eh!... Y me dijo que le habían quitado la americana y que volvía en seguida y que si quería hacer el favor de esperarle. Se puso a gritar. ¡Cintet!... ¡Cintet! La Julieta, de color de canario, con bordados verdes, salió de no sé dónde y me dijo: tápame que me tengo que quitar los zapatos... no puedo más... Le dije que no me podía mover porque un joven que buscaba la americana y que estaba empeñado en bailar conmigo me había dicho que le esperase. Y la Julieta me dijo, baila, baila... Y hacía calor. Los chiquillos tiraban cohetes y petardos por las esquinas. En el suelo había pipas de sandía y por los rincones cáscaras de sandía y botellas vacías de cerveza y por los terrados también encendían cohetes. Y por los balcones. Veía caras relucientes de sudor y muchachos que se pasaban el pañuelo por la cara. Los músicos tocaban, contentos. Todo como en una decoración. Y el pasodoble. Me encontré yendo abajo y arriba y, como si viniese de lejos estando tan cerca, sentí la voz de aquel muchacho que me decía, ¿ve usted como sí sabe bailar? Y sentía un olor de sudor fuerte y un olor de agua de colonia evaporada. Y los ojos de mono brillando al ras de los míos y a cada lado de la cara la medallita de la oreja. La cinta de goma clavada en la cintura y mi madre muerta y sin poder aconsejarme, porque le dije a aquel muchacho que mi novio hacía de cocinero en el Colón y se rió y me dijo que le compadecía mucho porque dentro de un año yo sería su señora y su reina. Y que bailaríamos el ramo en la Plaza del Diamante.

Mi reina, dijo.

Y dijo que me había dicho que dentro de un año sería su señora y que yo ni le había mirado, y le miré y entonces dijo no me mire así, porque me tendrán que levantar del suelo y fue cuando le dije que tenía ojos de mono y venga a reír. La cinta en la cintura parecía un cuchillo y los músicos, ¡tararí!, ¡tararí! Y la Julieta no se veía por ninguna parte. Desaparecida. Y yo sola con aquellos ojos delante, que no me dejaban. Como si todo el mundo se hubiese convertido en aquellos ojos y no hubiese manera de escapar de ellos. Y la noche avanzaba con el carro de las estrellas y la fiesta avanzaba y el ramo y la muchacha del ramo, toda azul, girando y girando... Mi madre en el cementerio de San Gervasio y yo en la Plaza del Diamante... ¿Vende cosas dulces? ¿Miel y confitura?.. Y los músicos cansados dejaban las cosas dentro de las fundas y las volvían a sacar de dentro de las fundas porque un vecino pagaba un vals para todo el mundo y todos como peonzas. Cuando el vals se acabó la gente empezó a salir. Yo dije que había perdido a la Julieta y el muchacho dijo que él había perdido al Cintet y dijo: cuando estemos solos, y todo el mundo esté metido dentro de sus casas y las calles vacías, usted y yo bailaremos un vals de puntas en la Plaza del Diamante... gira que gira, Colometa. Me le miré muy incomodada y le dije que me llamaba Natalia y cuando le dije que me llamaba Natalia se volvió a reír y dijo que yo sólo podía tener un nombre: Colometa. Entonces fue cuando eché a correr y él corría detrás de mí, no se asuste... ¿no ve que no puede ir sola por las calles, que me la robarían?... y me cogió del brazo y me paró, ¿no ve que me la robarían, Colometa? y mi madre muerta y yo parada como una tonta y la cinta de goma en la cintura apretando, apretando como si estuviese atada en una ramita de esparraguera con un alambre.

Y eché a correr otra vez. Y él detrás de mí. Las tiendas cerradas con la persiana ondulada delante y los escaparates llenos de cosas quietas, tinteros y secantes y postales y muñecas y tela extendida y cacharros de aluminio y géneros de punto... Y salimos a la calle Mayor, y yo arriba, y él detrás de mí y los dos corriendo, y al cabo del tiempo todavía a veces lo explicaba, la Colometa, el día que la conocí en la Plaza del Diamante, arrancó a correr y delante mismo de la parada del tranvía, ¡pataplaf!, las enaguas por el suelo.

La presilla de hilo se rompió y allí se quedaron las enaguas. Salté por encima, estuve a punto de enredarme un pie en ellas y venga correr como si me persiguieran todos los demonios del infierno. Llegué a casa y a oscuras me tiré en la cama, en mi cama de soltera, de latón, como si tirase una piedra. Me daba vergüenza. Cuando me cansé de tener vergüenza, me quité los zapatos de un puntapié y me deshice el pelo. Y Quimet, al cabo del tiempo todavía lo explicaba como si fuese una cosa que acabase de pasar, se le rompió la cinta de goma y corría como el viento…
***

“y sentí un viento de tormenta que se arremolinaba dentro del embudo que ya estaba casi cerrado y con los brazos delante de la cara para salvarme de no sabía qué, di un grito de infierno. Un grito que debía hacer muchos años que llevaba dentro y con aquel grito, tan ancho que le costó mucho pasar por la garganta, me salió de la boca una pizca de cosa de nada, como un escarabajo de saliva…”
***
... Di unas cuantas vueltas por la calle Mayor mirando escaparates. Y el escaparate de las muñecas en la casa de los hules. Unos cuantos tontos me empezaron a decir cosas para molestarme, y uno muy gitano se acercó más que los otros y dijo, está buena. Como si yo fuese un plato de sopa. Todo aquello no me hacía ninguna gracia. Claro que era verdad, como mi padre siempre decía, que yo había nacido exigente..., pero lo que a mí me pasaba es que no sabía muy bien para qué estaba en el mundo...

La Plaza del Diamante. Traducción de Enrique Sordo. Barcelona: Edhasa, 1965.
***

(Se quedó un momento con el pico abierto y un violento jadeo hizo que las plumas del pecho ondeasen. Después se le cerró súbitamente el pico y se le volvió a abrir, despacio: la lengua, delgada y puntiaguda como un pistilo, palpitaba indefensa. Aquella gallina tardaba mucho en morir. Cuando Quimet pensaba "se acabó”, movía de nuevo las alas; las abría lentamente, las batía con furia y la brusca ventada hacía bailar la hilera de las gallinas colgadas. De repente, empezó a gritar: era un último grito de auxilio dirigido a los campos, al cielo azul, al espacio inundado de luz y de polen, surcado de pájaros. Pero los párpados de la gallina se levantaban, firmes, y detrás de aquella cortina móvil los ojos estaban ya vidriosos...)

De Mercè Rodoreda, Cuentos, Barcelona, Edhasa, 2008. Varios traductores.
***

Escribo porque me gusta escribir. Si no me pareciera exagerado diría que escribo para gustarme a mí misma. Si de rebote lo que escribo gusta a los demás, mejor. Quizás es más profundo. Quizás escribo para afirmarme. Para sentir que soy... Y acabo. He hablado de mí y de cosas esenciales en mi vida, con una cierta falta de medida. Y la desmesura siempre me ha dado mucho miedo.

Prólogo a Mirall Trencat
**
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char