jueves, 2 de julio de 2009

Nuestro fervor es puro camelo



Un fragmento de Solaris
de Stanislaw Lem

(Polonia, 1921-2006)
y algo más

“He estado hablando de Solaris, sólo de Solaris, y de ninguna otra cosa. Si la realidad te hace daño, no tengo la culpa. Por otra parte, después de lo que has pasado, ¡puedes escucharme hasta el fin! Nos internamos en el cosmos preparados para todo, es decir para la soledad, la lucha, la fatiga y la muerte. Evitamos decirlo, por pudor, pero en algunos momentos pensamos muy bien de nosotros mismos. Y sin embargo, bien mirado, nuestro fervor es puro camelo. No queremos conquistar el cosmos, sólo queremos extender la Tierra hasta los lindes del cosmos. Para nosotros, tal planeta es árido como el Sahara, tal otro glacial como el Polo Norte, un tercero lujurioso como la Amazonia. Somos humanitarios y caballerescos, no queremos someter a otras razas, queremos simplemente transmitirles nuestros valores y apoderarnos en cambio de un patrimonio ajeno. Nos consideramos los caballeros del Santo Contacto. Es otra mentira. No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Un solo mundo, nuestro mundo, nos basta, pero no nos gusta cómo es. Buscamos una imagen ideal de nuestro propio mundo; partimos en busca de un planeta, de una civilización superior a la nuestra, pero desarrollada de acuerdo con un prototipo: nuestro pasado primitivo. Por otra parte, hay en nosotros algo que rechazamos; nos defendemos contra eso, y sin embargo subsiste, pues no dejamos la Tierra en un estado de prístina inocencia, no es sólo una estatua del Hombre-Héroe la que parte en vuelo. Nos posamos aquí tal como somos en realidad, y cuando la página se vuelve y nos revela otra realidad, esa parte que preferimos pasar en silencio, ya no estamos de acuerdo.”
Stanislaw Lem

Una frase que no existe (no podría existir) en el libro original:
“Quizá tu aparición sea una tortura o un regalo del Océano... ¡No sé! Pero me importas más que todas las verdades científicas”.
Andrei Tarkovski
***
Solaris, Stanislaw Lem; traducción de Matilde Horne para Minotauro.
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"Stanislav Lem: un autor de culto"
por Eduardo García Fernández


A pesar de que no me considero un lector de ciencia ficción, he encontrado en esta novela muchos aspectos que la entroncan o son afines a aquella literatura que no entiende de géneros (no en vano se hicieron dos versiones cinematográficas de ella, la de Andrei Tarkovski en 1973 y la de Steven Soderbergh de 2002), y que la emparentan con lo que estimo es la auténtica literatura; la que aborda los problemas humanos desde nuestra condición más humana. Aunque nos internamos en el cosmos preparados para todo, es decir para la soledad, la lucha, la fatiga y la muerte, la vida en la Tierra y fuera de la misma es igual, en tanto y en cuanto lo que cambia es el entorno o contexto, como en este caso el del planeta con dos soles llamado Solaris, así como el tiempo, un futuro que no se llega a precisar.
Así Christiane Zschirt, la autora de Libros. Todo lo que hay que leer (Edit. Taurus 2004) llega a afirmar que “esta novela tiene tanto que ver con la ciencia ficción como el capitán Kirk con Mefistófeles”. A modo de pequeña síntesis avanzaré de qué trata la novela. Solaris es un planeta cubierto por un inmenso océano gelatinoso. Un mar semejante a un gigantesco cerebro, a modo de inteligencia no humana. Los científicos terrestres desde hace tiempo, décadas, están intentando analizar a qué se enfrentan. Es cuando envían al psicólogo Kris Kelvin (protagonista principal) a la estación espacial para averiguar si tiene sentido continuar el proyecto de investigación. No pretendo desvelar más sobre los entresijos de la novela, sólo que el protagonista, a pesar de estudiar a fondo la montaña de documentos que se han ido acumulando con las décadas de exploración, muestra su incapacidad para entender o averiguar algo sobre el misterioso océano Solaris.
El suspense que sustenta la narración le permite al autor hablar de cuestiones como la soledad, que a veces busca el protagonista para poder ordenar sus ideas sobre lo que le acontece (una soledad que a mí me remitió a la que también sufre el personaje de la película de S. Kubrick en 2001 - Una odisea en el espacio, esa soledad cósmica). Evidentemente el hecho de que sea enviado un científico (psicólogo) a desvelar lo que realmente ocurre en la estación lo enriquece, ya que aquí se plantean cuestiones como las alucinaciones, lo que es real o no, lo que verdaderamente existe e incluso la locura, como cuando Kelvin dice: “Un cambio inesperado se operó en mí, el pensamiento de que me había vuelto loco me devolvió la calma”.
Se cita a Don Quijote, aunque no sea más que de pasada en la página 55 (de la edición que manejé, la de Minotauro) pero que me resultó cuanto menos y especialmente en este año conmemorativo significativo*, puesto que Kelvin tiene algo de don Quijote, aunque evidentemente La Mancha no sea Solaris. Pero sobre todo lo que más prevalece es la pasión o emoción por descubrir la verdad, aunque en ciertos momentos fuera incomprensible, citando a Beethoven: “Hacer todo el bien posible, amar la libertad sobre todas las cosas y aun cuando fuera por un trono, nunca traicionar a la verdad”.
Se plantean cuáles son los límites del conocimiento científico humano; cómo al enfrentarse con otra inteligencia no humana no somos capaces de superar las barreras del propio antropocentrismo, como en su día sir William Hamilton, un inglés ilustrado del siglo XVIII, pretendía en sus viajes a Nápoles ordenar el mundo, dominarlo. Esa sería la aspiración última de los viajeros occidentales en sus periplos por los nuevos mundos. Algo similar les sucede a los que van a Solaris. Así se dice: “Nadie podría pensar sino con su propio cerebro, nadie podría verse desde el exterior y verificar el adecuado funcionamiento de los procesos internos”. Y al hablar de procesos internos es inevitable que emerja la memoria, pero aquí lo curioso es que a pesar de no aprender nada acerca del océano sí se aprende acerca de nosotros, ya que a los investigadores se les aparecen espectros de su pasado, y deben de saber enfrentarse a ellos, a esas personas que formaron en algún momento de sus vidas parte de ellos y que son significativas e importantes o más bien lo fueron. Y aunque ahora sólo sean recuerdos ya que se encuentran muertas (pero a la vez cobran vida), este enfrentamiento con el pasado provoca en Kelvin todo un planteamiento de querer salvar a su amada.
Esta lucha por salvar a lo que más quiere lo llevará a los límites del miedo, pero acudiendo a algo enteramente humano, el coraje: “...recordé cuánto me había asustado la víspera, la mirada vacía de la noche; mi miedo me hizo sonreír ... respiré hondo, saboreando la oscuridad. Estaba vacío, liberado de todo pensamiento”. Y más adelante señala Kelvin: “pero ya nada me asombraba, ni siquiera mi propia indiferencia. Había traspuesto las fronteras del miedo y la desesperación. Había llegado muy lejos. Nadie jamás había llegado tan lejos”.
Lo que en un principio podría parecer un viaje exterior hacia la comprensión de una inteligencia como la del mar Solaris, llevará al viaje interior, donde reside gran parte del encanto y misterio del planteamiento de la novela; esa idea original de lo que se da en llamar “proyecciones cerebrales materializadas”, es decir, la propia materialización de nuestros recuerdos provoca en el lector la verdadera comprensión del funcionamiento de la memoria no como un compartimiento estanco a modo de memoria a corto y largo plazo, sino como una tupida y extensa red que está engarzada en todos nuestros aprendizajes y experiencias a modo de la búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust, y que conforma nuestra biografía.
La descripción que el autor realiza de la biblioteca me resulta notable: “situada en el centro mismo de la estación, la biblioteca no tenía ventana, era el sitio más aislado en el gran caparazón de acero, y yo me sentía relajado, pese al fracaso manifiesto de mis búsquedas”. Aun cuando estamos en un futuro y esto resulta cuando menos curioso la biblioteca sigue estando presente en un sentido tradicional, como ese lugar de refugio y aislamiento pese a las decepciones y fracasos del personaje. Es uno de los lugares de reposo y reflexión del guerrero.
Existen ciertas semejanzas o concomitancias que es necesario señalar, ya que el océano de Solaris guarda “ciertas” similitudes con los océanos de la Tierra; esas enormes extensiones de mar que influyen con sus múltiples corrientes en el clima, según nos dicen los oceanógrafos y de las que según parece desconocemos mucho de sus fondos abisales. Incluso es inevitable traer a colación esa antigua hipótesis de Gaia de Loovelock (creo recordar que de los años 70 aproximadamente) sobre la Tierra entendida en su conjunto como un Todo, un organismo dotado de vida en toda su extensión, a semejanza de Solaris.
Una nueva comparación de la inteligencia humana con la de Solaris lleva al autor a decir: “La mente humana no puede absorber sino pocas cosas a la vez; vemos sólo lo que ocurre ante nosotros, aquí y ahora, no podemos concebir simultáneamente una sucesión de procesos, ni siquiera procesos concurrentes o complementarios”. Sin embargo somos capaces de captar el valor de un instante; como diría Luis Landero: "La advertencia de que todo instante vivido es perdurable si se pone fe en él".
A lo largo del libro se emplean términos científicos y técnicos, sin embargo me ha llamado poderosamente la atención que en la fecha del libro (1961) se emplee el término “ordenador cuántico”, algo que se conseguirá según los expertos en un plazo de tiempo no muy largo. Es ese hablar de determinados avances de la ciencia que más tarde se llegarán a conseguir, algo parecido al Viaje a la Luna de Julio Verne.
Y a la vez que vamos estableciendo ciertas semejanzas o similitudes, quisiera señalar la que existe entre el personaje principal Kelvin con el científico y premio Nobel de física Richard Philips Feynman en su permanente búsqueda de la verdad y la belleza (en esas maravillosas y poéticas descripciones que el personaje realiza del océano). Feynman como amante de la verdad, así como Kelvin, establece un proceso lleno de imaginación y creatividad para descubrir cómo funciona supuestamente el océano, pero seguido en todo momento por una honradez intelectual y ética que proporcionan las herramientas del pensamiento crítico y de la revisión constante y racional de los sistemas de creencias propios y ajenos.
Tengamos en cuenta las múltiples lecturas y repaso de las mismas que realiza Kelvin de toda la historia del descubrimiento de Solaris con las hipótesis desde el inicio del estudio del planeta hasta el momento presente en el cuál él se halla inmerso. En las aportaciones de Kelvin, así como en las de Feynman en la física, predominan más la agudeza de las observaciones y la intuición que las deducciones para interpretar los procesos físicos del planeta.
"Matar o destruir aquello que no comprendemos", como se plantea a modo de solución con el enigma de Solaris, puede ser comparado con lo que actualmente se realiza con los océanos aquí en la Tierra, con la selva amazónica o con el deterioro en general del medio ambiente.
La cadena de contingencias a las que se ve sometido Kelvin lo lleva a ciertas reflexiones, una de las cuales bien merece la pena ser citada: “desde anoche he vivido horas que valen años. Años que no se olvidan”..., “donde no hay hombres no hay motivos humanos”. Es que lo auténticamente humano (y Kelvin está descrito como humano demasiado humano, diría Nietzsche) se enfrenta ante lo desconocido y para ello debe, llegado a un determinado momento de los acontecimientos, decidir: “si deseamos continuar investigando tenemos que destruir nuestros propios pensamientos”. Es aquí donde nuevamente vuelvo a ver ciertas similitudes con el físico Feynman, quien clasificaba a los científicos en babilónicos o griegos a la hora de hacer ciencia. Y Kelvin es babilónico, ya que prima en su forma de ir descubriendo la verdad, su libertad de imaginación y su instinto o intuición de los fenómenos físicos del océano misterioso.
Remontándonos a las múltiples reflexiones filosóficas que abundan a lo largo de la novela acerca de nuestra condición humana, escogería una, que a mi modo de ver resume el núcleo central: “el hombre se había lanzado al descubrimiento de otros mundos y otras civilizaciones, sin haber explorado íntegramente sus propios abismos, ese laberinto de oscuros pasadizos y cámaras secretas, sin haber penetrado en el misterio de las puertas que él mismo ha condenado”.
La valentía y decisión con las que está trazado el protagonista lo llevan a escoger caminos por donde sabe que no hay retorno posible, algo que también (puestos a buscar similitudes) ocurre en la Tierra. Es que aunque cambia el escenario, el atrezzo, sea Solaris o la Tierra, al final el hombre debe de decidir (con un margen de opción, eso sí) el camino a escoger: “toda generación de hombres cuenta con un número aproximadamente constante de hombres inteligentes y decididos, y que se distinguen sólo porque toman caminos diferentes”.
Solaris es un eterno desafío que vive y actúa a través Kelvin, buscando la revelación que explique el sentido del destino del hombre. Aquí se resalta un capítulo dedicado al sueño, situación propicia para que el océano acceda a estados de conciencia alterados de la tripulación de la estación, como si el hombre estuviera indefenso y Solaris se aprovechara para filtrarse en el cerebro a modo de una vampirización. Pero sobre todo se busca encontrar una voluntad o finalidad de ese inmenso océano, ya que trasladar patrones humanos al océano no había servido.
El cierre de la narración recuerda el recurso narrativo de dejar un final con una interpretación abierta, puesto que el misterioso planeta está interesado en el Hombre y sobre todo en el protagonista, quien a partir de cierto momento de la novela vivirá de la esperanza después de haber pasado a modo de Dante por múltiples y variadas pruebas.

Extraído de www.literaturas.com

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char