TENNESSEE WILLIAMS
Thomas Lanier Williams
(Columbus, EE. UU., 1911-Nueva York, 1983)
Rose.
Su cabeza cortada abierta.
Una navaja punzando en su cerebro.
Yo. Aquí. Fumando.
(El poema trata la lobotomía que en 1943 le fue practicada, sin él saberlo, a Rose Williams, su hermana e inspiradora del inolvidable personaje de la adolescente en El zoo de cristal.)
**
I
En el hielo,
hacia el norte del tiempo,
trazaban sus cabriolas
los niños maravillosos.
Inquietos, expertos patinadores,
Nunca repetían el mismo dibujo.
Pero cada dibujo, una vez terminado
debía separarse de los otros y ser alzado pulcramente
sobre verdes, aéreas grúas,
esquemáticas como golondrinas.
Ninguno escribió a su casa,
no llegaron boletines acerca de aquel viaje
que el demonio
pensó que podía detener
con barricadas doradas y púrpuras de papel de estaño,
llevando como rótulos el miedo y otros títulos augustos.
A grandes trancos ellos los sortearon
ágilmente,
volviendo la cabeza y lanzando gritos de alegría
cuyos ecos resonaron mucho después
que ellos hubieron desaparecido.
II
Mucha agua verde, rumorosa, indefinida,
hablaba de su ausencia, suscitaba
conjeturas en sus casas,
arrastraba hacia las costas recuerdos fantasmales;
pana y césped,
canciones inconclusas,
no resueltos problemas de aritmética,
huellas de los pulgares en las páginas dobladas de los libros.
El dolor de las madres
debe estar traspasado
por un suave lenguaje de pájaros, que antes del amanecer
la nieve deja en la casa, puertas adentro,
a cambio de la ropa blanca en los armarios de la abuela;
bullicio, gritos en todas direcciones
que atravesaban las ventanas, huertos festoneados
por algo más silvestre que los capullos florecidos.
Oh, dolor de las madres
cruelmente alimentado por recuerdos de juegos infantiles
y el refrescante sabor de las manzanas,
por tormentas sorpresivas, por apremiantes llamados
que llegaban hasta el fondo de la huerta:
¡Vuelve! ¡Vuelve!
antes que se ponga demasiado oscuro y lluevan piedras
casi tan grandes como huevos de oca.
Quietud. Distancia…
Remolino de polvo,
una diminuta figura erguida
que se inclina y hace reverencias, que baila una pavana
solemne y alegre y caprichosa sobre la vajilla de familia
y la hace añicos.
Ahora ha empezado
a zumbar, a susurrar
los nombres de los perdidos jugadores de béisbol…
Las primeras monedas oscuras de humedad caen sobre
el diamante…
Oh, Madre de los chicos de la Montaña Azul,
acércate a la verja y llama: ¡Vuelve! ¡Vuelve!
Los blancos camiones de la leche se apresuran
por las calles sombrías, mojadas de rocío.
No queda mucho tiempo.
(De “En el invierno de las ciudades”, versión de Juan José Hernández y Eduardo Paz Leston, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1968)
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domingo, 2 de julio de 2017
sábado, 10 de octubre de 2015
Sin un llanto, sin dolor, sin desconsuelo
TENNESSEE WILLIAMS
Thomas Lanier Williams
(Columbus, EE. UU., 1911-Nueva York, 1983)
Con qué serenidad la rama del olivo
mira como declina la luz del cielo,
sin un llanto, sin dolor, sin desconsuelo,
sin un rezo por el sol que se ha perdido.
Pero el árbol, por la noche ennegrecido,
llega a un día en que el cénit de su vida
se extinguirá por siempre,
aunque, enseguida,
de él una segunda historia habrá nacido.
Una historia que ya no será angélica,
un contubernio entre la lluvia y el surco.
Pues cuando al final el tierno tallo
tronco caiga como plomada sobre la tierra,
entre tierra y tallo, en placentera guerra,
una intimidad obscena se establece
y otro árbol brota que sus ramas mece
sobre el deseo corruptor de la tierra.
Y otra vez, la rama del olivo
mira cómo declina la luz del cielo
sin un llanto, sin dolor, sin desconsuelo,
sin un rezo por el sol que se ha perdido.
¡Por coraje!
si pudiera hallar un nido
que me sirviera de próxima morada
no únicamente en esa rama dorada,
sino en este pobre corazón estremecido.
**
How calmly does the olive branch
Observe the sky begin to blanch
Without a cry, without a prayer
With no betrayal of despair
Some time while light obscures the tree
The zenith of its life will be
Gone past forever
And from thence
A second history will commence
A chronicle no longer gold
A bargaining with mist and mold
And finally the broken stem
The plummeting to earth, and then
And intercourse not well designed
For beings of a golden kind
Whose native green must arch above
The earth's obscene corrupting love
And still the ripe fruit and the branch
Observe the sky begin to blanch
Without a cry, without a prayer
With no betrayal of despair
Oh courage! Could you not as well
Select a second place to dwell
Not only in that golden tree
But in the frightened heart of me
Basada en la obra teatral de Tennessee Williams.
De La noche de la iguana, John Huston, 1964.
Thomas Lanier Williams
(Columbus, EE. UU., 1911-Nueva York, 1983)
Con qué serenidad la rama del olivo
mira como declina la luz del cielo,
sin un llanto, sin dolor, sin desconsuelo,
sin un rezo por el sol que se ha perdido.
Pero el árbol, por la noche ennegrecido,
llega a un día en que el cénit de su vida
se extinguirá por siempre,
aunque, enseguida,
de él una segunda historia habrá nacido.
Una historia que ya no será angélica,
un contubernio entre la lluvia y el surco.
Pues cuando al final el tierno tallo
tronco caiga como plomada sobre la tierra,
entre tierra y tallo, en placentera guerra,
una intimidad obscena se establece
y otro árbol brota que sus ramas mece
sobre el deseo corruptor de la tierra.
Y otra vez, la rama del olivo
mira cómo declina la luz del cielo
sin un llanto, sin dolor, sin desconsuelo,
sin un rezo por el sol que se ha perdido.
¡Por coraje!
si pudiera hallar un nido
que me sirviera de próxima morada
no únicamente en esa rama dorada,
sino en este pobre corazón estremecido.
**
How calmly does the olive branch
Observe the sky begin to blanch
Without a cry, without a prayer
With no betrayal of despair
Some time while light obscures the tree
The zenith of its life will be
Gone past forever
And from thence
A second history will commence
A chronicle no longer gold
A bargaining with mist and mold
And finally the broken stem
The plummeting to earth, and then
And intercourse not well designed
For beings of a golden kind
Whose native green must arch above
The earth's obscene corrupting love
And still the ripe fruit and the branch
Observe the sky begin to blanch
Without a cry, without a prayer
With no betrayal of despair
Oh courage! Could you not as well
Select a second place to dwell
Not only in that golden tree
But in the frightened heart of me
Basada en la obra teatral de Tennessee Williams.
De La noche de la iguana, John Huston, 1964.
domingo, 23 de noviembre de 2014
Me recuerda a algo de Tolstoi
TENNESSEE WILLIAMS
Thomas Lanier Williams
(Columbus, EE. UU., 1911-Nueva York, 1983)
"Algo de Tolstoi"
Por Tennessee Williams
De La Noche de la Iguana y otros relatos
DeBolsillo, Argentina, 2007
Estaba cansado y me sentía fracasado: el sitio parecía un agujero silencioso en el que una persona podría ocultarse de un mundo que parecía totalmente en contra de ella; y finalmente, Brodzki quiso que su hijo fuera a la universidad; ésos fueron los motivos por los que me convertí en empleado de la librería. La mañana que llegué al trabajo había recorrido las calles durante varias horas con aire atolondrado. En el escaparate de la librería aquel cartel primorosamente escrito, SE NECESITA EMPLEADO, atrajo mi atención. Entré y encontré al propietario, un hombre lúgubre de aspecto judío, al fondo de la tienda, sentado detrás de una mesa de despacho enorme con libros amontonados encima. Me miró de modo penetrante. Lo que le indujo a contratarme me resulta difícil de imaginar. Yo tenía la cara demacrada y el cuerpo consumido debido al insomnio, difícilmente podría haber ofrecido un aspecto muy atractivo. Quizá algo mío le hizo saber el hecho de que yo trabajaría con aplicación y fidelidad a cambio de sólo la tranquila y sombría seguridad que su pequeña librería me podía ofrecer.
En todo caso, conseguí el trabajo y lo encontré muy parecido a lo que quería. Mi vida era gris, pero su grisura quedó compensada, si era compensación lo que necesitaba, con la fortuna de ser testigo de un drama que no era menos intenso, estoy seguro, que cualquiera de los contenidos en los miles de volúmenes que atestaban las polvorientas estanterías de la librería.
En aquella época el hijo de Brodzki tenía dieciocho años. Era del tipo de jóvenes judíos rusos espirituales, místicos, de cuerpo escuálido, piel oscura, rasgos delicados, proporcionados. Nunca le llegué a conocer bien. Nadie lo hizo, pues era huidizo como un animalillo salvaje; el tipo de persona a la que le es completamente imposible acercarse a cualquier distancia socialmente aceptable. Este relato es sobre él; su padre murió a los dos meses de darme el empleo.
El joven Brodzki estaba tremendamente enamorado, y la chica era gentil. Por eso era por lo que el viejo señor Brodzki quería que el chico fuera a la universidad. Como la mayoría de los otros judíos de su generación, se oponía desesperadamente al matrimonio de su hijo con una gentil, y parecía que los dos, si los dejaban en paz, derivarían inevitablemente hacia el matrimonio. El chico estaba con ella todo el tiempo. Nunca estaba con nadie más. Se habían criado juntos; jugado toda su infancia en la misma escalera de incendios trasera; crecieron, se podría decir, el uno para el otro.
No eran completamente semejantes. Existían, claro, las habituales diferencias raciales; la diferencia de la sangre gala con la sangre hebrea, que casi es la diferencia entre el sol y la luna. Pero había más que eso. Había una absoluta antítesis de temperamentos. Él era, como he dicho, tímido, espiritual y místico; ella era algo así como una fuerza salvaje; llena de vitalidad animal, de vida y entusiasmo.
A pesar de eso, se querían enormemente desde la infancia. Él había estado solo, supongo, y ella había estado desatendida.
Cuando la vi por primera vez era una chica de aspecto encantador. Su cuerpo parecía una expresión perfecta de su espíritu. Despedía luz y calor. Pero lo más encantador de todo lo suyo era la voz. A menudo, por las tardes, ella le cantaba, y con tal encanto irresistible que yo nunca podía dejar de escucharla, cualquiera que fuesen mis ocupaciones o pensamientos.
Poco después de que yo hubiera reemplazado al joven Brodzki como empleado de su padre y al chico lo mandasen a la universidad, el anciano enfermó. La señora Brodzki mandó rápidamente a por su hijo, pero antes de que éste hubiese tenido tiempo de volver las velas del candelabro de los siete brazos estaban encendidas, y se entonaban cantos mortuorios en la casa de la familia de encima de la librería. La señora Brodzki no sería tan enérgica como lo había sido su marido. El chico se negó a volver a la universidad, y en menos de un mes él y la chica estaban casados y vivían juntos en las habitaciones del piso alto. Entonces empezó el trágico drama del que, durante quince años, yo fui espectador.
El conflicto entre sus caracteres fue de inmediato tan evidente como lo había sido la devoción del uno por el otro.
La chica nunca había tenido nada. Probablemente durante su infancia muchas veces había necesitado comida y ropas adecuadas. Habría quedado satisfecha, pensaría uno, con su posición como esposa del dueño de una librería que iba bastante bien. Pero ella era una cosilla excesivamente enérgica y ambiciosa. Quería más, mucho más, de lo que le podía proporcionar la modesta librería. Empezó a animar a su marido a que la vendiera y se dedicara a un negocio más lucrativo. No conseguía ver lo imposible que sería eso. Desde que le conocía podía ver que aquel muchacho soñador no encajaría en ningún sitio mejor que una librería. Él, sin embargo, lo veía con claridad. El cambio era algo a lo que temía. Adoraba la sombría oscuridad de aquella pequeña librería; la adoraba tan apasionadamente como la había adorado yo. Por eso fue, aunque él no fuera amistoso, por lo que llegamos a sentir una intensa simpatía el uno por el otro. Aborrecíamos del mismo modo las calles ruidosas que empezaban al otro lado de la puerta de la librería.
La chica andaba detrás de él incesantemente; no le dejaba en paz; concentraba toda su inmensa energía en la lucha con él. Pero el chico encontró en la herencia de su raza la energía para resistírsele. Y lo que sucedió casi al cabo de un año fue esto. Por lo que fuera, ella conoció a un agente de teatro de variedades. El tipo apreció los encantos de su voz y habló a la chica de las posibilidades que tendría en el mundo teatral. Le dijo muchas cosas, supongo, y al final dejó tan completamente fascinada a la chica con las expectativas, que ella decidió abandonar a su marido.
Supongo que yo no tenía lo bastante claro el modo en que el joven amaba a su mujer. Era más que la habitual relación de dependencia propia de los judíos. Su amor por ella era la esencia de su vida. Había un enorme peligro en aquel amor. Cuando se pierde la amada, se pierde la vida. Ésta se hace trizas. Y eso fue lo que le pasó a la vida del joven Brodzki cuando su mujer se marchó con la compañía de variedades.
Debería describir el modo en que ella le dejó.
Una mañana, después de haber hablado, supongo, con el agente de teatro de variedades, ella irrumpió en la librería y llamó a su marido, que estaba desembalando un nuevo envío de libros. La chica tenía una nota histérica, frenética, en la voz, y se apretaba la garganta con una mano como si algo la estuviera asfixiando.
Por el modo en que habló con su marido se habría pensado que mantenían una violenta disputa. Pero la disputa había surgido de un cielo despejado; un cielo, cuando menos, que no estaba más nublado de lo habitual.
Ella le dijo:
-Ya he tirado de la cuerda todo lo posible. Ya no puedo soportar esto más. Te lo he dicho muchas veces, pero es inútil. Ahora tengo una oportunidad maravillosa; y no voy a dejarla pasar. Me voy a Europa con un espectáculo de variedades.
El chico al principio no le dijo nada; tenía aspecto de que le había abandonado toda vida. La siguió, mirándola fijamente sin entender nada, mientras ella se apresuraba escalera arriba hacia las habitaciones donde vivían. Curiosamente, recuerdo que el chico agarraba en las manos un libro encuadernado rojo del que habíamos vendido varios centenares de ejemplares aquella temporada, impertinentemente titulado Idiotas enamorados, y que, a pesar de la auténtica tragedia de la situación, yo contuve con dificultad una sonrisa ante la grotesca correspondencia de aquel título con la expresión aturdida, desamparada de la cara de él.
Cuando ella volvió a bajar pareció que, al fin, el chico había conseguido entender lo que estaba pasando.
-¿Te marchas? -preguntó sordamente.
Ella contestó que se iba. Entonces él se buscó dentro del bolsillo y tendió a su mujer una pesada llave negra. Era la llave de la puerta delantera de la librería.
-Será mejor que la guardes -le dijo, todavía con una completa tranquilidad-, porque algún día la necesitarás. Tu amor no es mucho menor que el mío como para que puedas alejarte de él. Volverás en algún momento, y yo estaré esperando.
Ella le agarró por los hombros, le besó, y luego, jadeando con fuerza, salió de la librería. En el sombrío interior, nos quedamos siguiéndola con la mirada. Juntos, seguimos mirando la calle que los dos aborrecíamos y temíamos; la calle, rebosante de vida e iluminada por el sol, que parecía regocijarse maliciosamente por haberse llevado en su concurrido torrente todo lo que tenía algún valor para el hombre de mi lado.
Durante los meses y los años que siguieron fui testigo de algo que parecía peor que la muerte.
Como dije, la chica había sido la esencia, la vida de él. Cuando se marchó, el chico quedó destrozado. Al principio creí que se sumiría en una completa y violenta locura. Recorría aturdido los retorcidos pasillos de entre los estantes de libros, quejándose y frotando las manos arriba y abajo a los lados de su chaqueta. Los clientes le miraban y se apresuraban a salir de la librería. Traté de convencerle de que se quedara en el piso de arriba. Pero él no quería. No soportaba estar allí, supongo; las habitaciones en las que vivía estaban llenas del recuerdo de ella. Durante varias noches se quedó conmigo en la habitación que ocupaba yo al fondo de la librería. No dormía. Me mantenía constantemente despierto con un murmullo continuo; unas palabras que le dirigía a ella. Más que otra cosa, decían:
-Tú me quieres... en algún momento volverás.
Viendo que no lo superaba, mandé a por su madre, que había ido a vivir con unos parientes. Ella le tranquilizó un poco. Y no mucho después de eso el chico se dedicó a leer.
Se entregó a la lectura como otro hombre se hubiera entregado a la bebida o las drogas. Leía para escapar de la realidad. Y al final la lectura consiguió su objetivo con una efectividad espantosa.
Sentado a la gran mesa cercana al fondo de la librería, leía el día entero, hasta que los ojos se le cenaban de cansancio. Su madre y yo intentábamos que se levantara, que fuera a atender a los clientes, a desembalar y distribuir los libros, no porque se necesitase su ayuda, sino porque considerábamos que estar ocupado le sentaría bien. Parecía dispuesto a hacer todo lo que podía. Pero se había vuelto tan inútil y torpe como un niño pequeño. La lectura constante le había nublado la conciencia, haciéndole increíblemente embotado. Las preguntas más simples que le dirigían los clientes lo desconcertaban. No conseguía recordar los títulos de los libros que le pedían. Paseaba la vista alrededor de un modo absurdo, desorientado, como si acabase de salir de un profundo sueño
Yo había esperado -pues había llegado a sentir por él una intensa piedad y simpatía- que aquel estado sólo fuera temporal. Según pasaban los meses y los años, sin embargo, no daba signos de que fuera a pasar. Aparentemente era un hombre perdido; una vela consumida. No existía esperanza de volverle a revivir nunca. No, a menos que ella volviera a él. E incluso en ese caso -Incluso si ella regresaba-, tal vez fuese demasiado tarde.
Casi quince años después de que su mujer se hubiera marchado, para irse al extranjero con la compañía de variedades, la joven señora Brodzki volvió a la librería. Era a mediados de diciembre; la oscuridad había caído, pero la gente, de compras para navidades, todavía pululaba por las aceras de la dudad. Su aliento empañaba el escaparate de la librería, lo recuerdo, con una escarcha brillante.
La librería estaba cerrada y todas las luces apagadas a no ser la bombilla colgada encima de la mesa del fondo, donde estaba leyendo Brodzki. Yo me encontraba parado junto a la puerta, interesado por el espectáculo de los que pasaban. Un coche con un apuesto chofer se detuvo en el bordillo y una mujer, envuelta en pieles, surgió del compartimento trasero. Una farola de la calle se alzaba directamente encima del coche, conque cuando la mujer volvió su cara hacia la librería supe de inmediato que era ella.
Con una extraña sensación de terror me retiré de la puerta, medio escondiéndome entre las oscuras estanterías. Ella se acercó a la puerta, abriéndose paso impacientemente entre la multitud de compradores. En apariencia no había cambiado; en la cara y los movimientos del cuerpo, intensamente iluminados por la farola, estaba tan intensamente viva como antes. ¿Por qué había vuelto?, me pregunté. ¿Se había cumplido la profecía de su marido y al cabo de quince años había descubierto que su amor por él había sido demasiado fuerte para rehuirlo?
Iba a obligarme a mí mismo, con la menor gana posible, a volver a la puerta y abrirla, cuando sonó una llave en la cerradura. Todavía la tenía; ¡la llave que le había dado él aquella mañana de quince años atrás!
***
En un momento la puerta estaba abierta y ella se encontraba en el interior de la librería en penumbra. La oí respirar profundamente. Paseó la vista a su alrededor con ojos brillantes, pero por algún motivo no llegó a distinguirme mientras yo estaba estúpidamente acurrucado en un rincón entre las estanterías de libros. Pude notar que estaba terriblemente nerviosa. Se agarraba la garganta con una mano enguantada, igual que había hecho la mañana en que se marchó; como si alguien la estrangulara.
En los quince años transcurridos desde que se marchara, el local había cambiando tan poco, de hecho, que debía de resultarle sumamente difícil creer que aquellos años habían pasado de verdad. De pronto debían de parecerle completamente increíbles, como un sueño fantástico. La penumbra, las extrañas sombras de las mesas y los estantes, el olor a papel, el sonido amortiguado de la calle abarrotada; todo eso debía de resultarle tan agobiante como en aquellas tardes de invierno, quince años antes, cuando solía bajar de las habitaciones del piso alto para ayudarle a cenar la librería.
Debía de tener la sensación de que retrocedía, literalmente, en el tiempo.
Apretándose un diminuto pañuelo en los labios, parecía hacer esfuerzos por contenerse. Avanzó silenciosamente. Entonces ya debía de haber visto que él estaba sentado a la mesa. Sólo le resultaba visible la coronilla; lo demás quedaba oculto por un libro enorme. El pelo, espeso, de un negro azulado y despeinado, le brillaba intensamente bajo la bombilla eléctrica. Se me ocurrió, con repentino horror, que ella podría encontrar que físicamente él casi no había cambiado. En aquellos quince años su marido no había envejecido de modo perceptible; carecía además de vida, habría parecido, para hacerse mayor.
Me dije que debería adelantarme y prepararla para lo que se iba a encontrar. Pero algo me impidió moverme de mi escondite de entre los estantes de libros. La observé mientras avanzaba hacia la mesa y me pareció notar la intensidad de su emoción. Una intensidad que parecía atravesarme; y de modo insoportable.
Muchas veces me pregunto en qué estaría pensando ella cuando se detuvo delante de la mesa, bajando la vista hacia el hombre al que había amado apasionadamente cuando era su marido quince años atrás. Perfectamente podría sentirse desconcertada, entonces, ante el extraño ensimismamiento con el que leía él, sin que aparentemente hubiera tomado conciencia del sonido de su entrada y de sus pasos; del crujido de éstos en las vetustas tablas del suelo. A lo mejor, con todo, ella estaba rebosante de alegría, y de una especie de terror, como para preguntarse nada.
Con voz aguda, temblorosa, dijo el nombre de él:
-Jacob.
Con un espasmo, él alzó la cabeza y miró en su dirección con ojos que parpadeaban, que bizqueaban. Los momentos pasaron despacio, insoportablemente lentos, mientras yo los veía mirarse uno al otro.
Había esperado que ella se echase a llorar y se lanzara hacia su marido; lo cual, seguramente habría sido lo natural que hiciera. Pero la falta de vida, la ausencia absoluta de reconocimiento de los ojos de él, debían de haberla contenido. ¿En qué estaría pensando? ¿Supondría que él se negaba deliberadamente a reconocerla? ¿O imaginaba que los quince años la habían cambiado hasta el punto de que él no la reconocía?
Cuando yo pensaba que el propio aire debía romperse debido a la tensión, él habló.
Le dijo, con aquella voz sin expresión, temblorosa, que se había convertido en la suya habitual, estas palabras:
-¿Quiere un libro?
Ella se llevó la mano enguantada a la garganta y soltó un leve jadeo. Me alegró tenerla de espaldas y no poder verle la cara. Los angustiosos momentos pasaban muy despacio mientras los dos continuaban mirándose uno al otro. Al final, ella debió de llegar a una conclusión; decidió que los quince años le habían afectado mucho más a ella que a él, y que le resultaba irreconocible. En cualquier caso, pareció que ella se recuperaba. El cuerpo se le relajó algo y se quitó la mano de la garganta.
-¿Quiere un libro? -repitió él.
Ella tartamudeó:
-No... bueno... quería un libro, pero he olvidado su título. Enfrentada a aquellos ojos que miraban fijamente, debía de haber encontrado completamente imposible decir directamente: -Soy Lila. He vuelto contigo.
Debía de haber recurrido a aquel pretexto de que había venido a por un libro, como un modo de revelarle quién era con una franqueza menos embarazosa.
Sentándose en un taburete, cerca de la parte delantera de la mesa, dijo:
-Deje que le cuente el argumento. A lo mejor lo ha leído y puede decirme el título. Es sobre un chico y una chica que habían sido compañeros constantes desde la infancia. Querían estar juntos siempre. Pero el chico era judío y la chica era gentil. Y el padre del chico se oponía tajantemente a que su hijo se casara con alguien que no fuera de su propia raza. Mandó al chico a la universidad. Pero al poco tiempo, el padre murió y el chico volvió y se casó con la chica. Vivían juntos en unas habitaciones de encima de una pequeña librería que el padre le había dejado al chico. Habrían seguido juntos perfectamente felices a no ser por una cosa; la librería proporcionaba poco más de lo escaso para vivir, y la chica era ambiciosa. Ella adoraba al chico, pero su descontento aumentó y continuamente metía prisa a su marido para que se dedicara a algún negocio más rentable. Pero el chico era muy diferente a la chica. La quería tanto que haría lo que fuese por ella; pero era incapaz, por lo que fuera, de renunciar a la librería que había pertenecido a sus padres. ¿Entiende? El chico era soñador, sentimental, un Judío raro. Y la chica nunca conseguía ver las cosas desde su punto de vista. La familia de ella, que había muerto y la había dejado con una tía viuda, era de origen francés. Debido a ello, la chica había heredado una gran energía, sentido práctico y amor hacia el mundo. Al cabo de un tiempo, la chica recibió la oferta del agente de una compañía de variedades para que hiciera gala de su talento musical sobre un escenario. Cegada por la brillante perspectiva de una carrera teatral, ella decidió aceptar la propuesta del agente de la compañía de variedades. Volvió a la librería y le dijo a su marido que le iba a dejar. Él fue demasiado orgulloso para hacer el menor esfuerzo por retenerla, y en lugar de eso le entregó una llave de la librería y le dijo que algún día ella volvería; y que siempre la estaría esperando. Aquella noche ella embarcó rumbo a Inglaterra con el espectáculo de variedades. Tuvo un éxito enorme en los escenarios de Londres. Se convirtió en una cantante famosa y recorrió todos los países más importantes de Europa. Llevaba una vida desenfrenada y arrebatadora, y durante extensos periodos ni siquiera pensó en el judío soñador que había sido su leal marido, ni tampoco en la pequeña y polvorienta librería donde habían vivido juntos. Pero la llave de aquella librería, que le había dado su marido, permanecía en su poder. No podía obligarse, por lo que fuera, a deshacerse de ella. La llave parecía apegarse a ella, casi con una voluntad propia. Era una llave de aspecto raro, antigua, pesada, larga y negra. Sus amigos se reían de ella porque siempre la llevaba encima y la chica se reía con ellos. Pero poco a poco empezó a darse cuenta del motivo por el que la conservaba. El encanto de las cosas nuevas con las que había llenado su vida empezó a desvanecerse y dispersarse, como una niebla, y la chica veía, brillando entre ellas, la auténtica y profunda belleza de las cosas que había dejado atrás. El recuerdo de su marido y de su vida juntos en la pequeña librería cada vez acudía a su mente con más intensidad y de modo más obsesivo. Finalmente ella comprendió que quería volver; que quería entrar en la librería con la llave conservada durante quince años, y encontrar que su marido todavía la esperaba, como prometió que haría.
La mujer se había levantado del taburete; el cuerpo le temblaba y se agarraba a la mesa como apoyo.
Hubo momentos de quietud, de una calma completa. Cuando la mujer volvió a hablar había una nota de terror en su voz. Debía de haber empezado a darse cuenta de lo que había pasado; de en qué se había convertido el hombre que había sido su marido.
-¿No recuerda... tiene que recordarla... la historia de Lila y Jacob?
Ella escudriñaba desesperadamente la cara de su marido, pero en la cara no había nada más que desconcierto.
-Hay algo que me suena en la historia. Creo que la he leído en alguna parte. Me recuerda a algo de Tolstói.
Desde mi refugio entre las estanterías de libros oí un fuerte sonido metálico que debía de ser el de la llave al caer al suelo. Y luego oí las largas zancadas de ella entre la confusión de mesas y estanterías. Debía de estar dándose prisa, presa de un ciego frenesí, para salir de aquel sitio. Cerré los ojos, sin atreverme a verle la cara y el horror que debía expresar, hasta que la puerta se cerró detrás de ella. Cuando los abrí, el hombre del fondo de la habitación tenía oculta la cara otra vez detrás del enorme libro, y había reanudado la lectura con su aterradora tranquilidad de costumbre. Su mujer había vuelto a él y se había ido de nuevo, y todo era tan fantásticamente igual que podría creerse que había ocurrido en sueños, si yo no hubiese visto, caída en el suelo, la pesada llave negra de la librería.
Abril de 1936
**
Nunca atraparán a su especie hasta que aprendan que la justicia no viene del tambor de los revólveres.... Tampoco nunca nos atraparán a nosotros... ¡No hasta que derriben las podridas paredes viejas en las que querían encerrarnos! (Más tranquilo.) Mira, Glory, la nieve sigue cayendo. Supongo que Dios sigue dormido.
(Subiendo la inflexión.) ¡Pero a la mañana tal vez se despierte y vea el desastre! Oirá las voces de los chicos que gritan las noticias de la mañana: "¡El criminal fue capturado, el fugitivo volvió!"... ¡Y tal vez esté terriblemente enojado por lo que hicieron en su ausencia, esos idiotas virtuosos que jugaron a ser Dios anoche y todas las noches mientras Él estuvo durmiendo!... (Suavemente pero con mucho sentimiento.) Pero si nunca se despierta... entonces nosotros también podemos jugar a ser Dios y a enfrentarlos con coraje y con nuestra propia idea del bien, y ver cuál de las dos mascaradas resulta mejor al final, la de ellos o la nuestra... (Lentamente se aparta del ventanal. Entonces, pone su
brazo alrededor de Glory.) Pero esta noche no queda nada que hacer, salvo dormir un rato y olvidar, mientras la nieve sigue cayendo...
EL TELÓN SE CIERRA LENTAMENTE
(T. Williams, Especie fugitiva, escena VIII “Nunca atraparán a nuestra especie”)

(Columbus, EE. UU., 1911-Nueva York, 1983)
"Algo de Tolstoi"
Por Tennessee Williams
De La Noche de la Iguana y otros relatos
DeBolsillo, Argentina, 2007
Estaba cansado y me sentía fracasado: el sitio parecía un agujero silencioso en el que una persona podría ocultarse de un mundo que parecía totalmente en contra de ella; y finalmente, Brodzki quiso que su hijo fuera a la universidad; ésos fueron los motivos por los que me convertí en empleado de la librería. La mañana que llegué al trabajo había recorrido las calles durante varias horas con aire atolondrado. En el escaparate de la librería aquel cartel primorosamente escrito, SE NECESITA EMPLEADO, atrajo mi atención. Entré y encontré al propietario, un hombre lúgubre de aspecto judío, al fondo de la tienda, sentado detrás de una mesa de despacho enorme con libros amontonados encima. Me miró de modo penetrante. Lo que le indujo a contratarme me resulta difícil de imaginar. Yo tenía la cara demacrada y el cuerpo consumido debido al insomnio, difícilmente podría haber ofrecido un aspecto muy atractivo. Quizá algo mío le hizo saber el hecho de que yo trabajaría con aplicación y fidelidad a cambio de sólo la tranquila y sombría seguridad que su pequeña librería me podía ofrecer.
En todo caso, conseguí el trabajo y lo encontré muy parecido a lo que quería. Mi vida era gris, pero su grisura quedó compensada, si era compensación lo que necesitaba, con la fortuna de ser testigo de un drama que no era menos intenso, estoy seguro, que cualquiera de los contenidos en los miles de volúmenes que atestaban las polvorientas estanterías de la librería.
En aquella época el hijo de Brodzki tenía dieciocho años. Era del tipo de jóvenes judíos rusos espirituales, místicos, de cuerpo escuálido, piel oscura, rasgos delicados, proporcionados. Nunca le llegué a conocer bien. Nadie lo hizo, pues era huidizo como un animalillo salvaje; el tipo de persona a la que le es completamente imposible acercarse a cualquier distancia socialmente aceptable. Este relato es sobre él; su padre murió a los dos meses de darme el empleo.
El joven Brodzki estaba tremendamente enamorado, y la chica era gentil. Por eso era por lo que el viejo señor Brodzki quería que el chico fuera a la universidad. Como la mayoría de los otros judíos de su generación, se oponía desesperadamente al matrimonio de su hijo con una gentil, y parecía que los dos, si los dejaban en paz, derivarían inevitablemente hacia el matrimonio. El chico estaba con ella todo el tiempo. Nunca estaba con nadie más. Se habían criado juntos; jugado toda su infancia en la misma escalera de incendios trasera; crecieron, se podría decir, el uno para el otro.
No eran completamente semejantes. Existían, claro, las habituales diferencias raciales; la diferencia de la sangre gala con la sangre hebrea, que casi es la diferencia entre el sol y la luna. Pero había más que eso. Había una absoluta antítesis de temperamentos. Él era, como he dicho, tímido, espiritual y místico; ella era algo así como una fuerza salvaje; llena de vitalidad animal, de vida y entusiasmo.
A pesar de eso, se querían enormemente desde la infancia. Él había estado solo, supongo, y ella había estado desatendida.
Cuando la vi por primera vez era una chica de aspecto encantador. Su cuerpo parecía una expresión perfecta de su espíritu. Despedía luz y calor. Pero lo más encantador de todo lo suyo era la voz. A menudo, por las tardes, ella le cantaba, y con tal encanto irresistible que yo nunca podía dejar de escucharla, cualquiera que fuesen mis ocupaciones o pensamientos.
Poco después de que yo hubiera reemplazado al joven Brodzki como empleado de su padre y al chico lo mandasen a la universidad, el anciano enfermó. La señora Brodzki mandó rápidamente a por su hijo, pero antes de que éste hubiese tenido tiempo de volver las velas del candelabro de los siete brazos estaban encendidas, y se entonaban cantos mortuorios en la casa de la familia de encima de la librería. La señora Brodzki no sería tan enérgica como lo había sido su marido. El chico se negó a volver a la universidad, y en menos de un mes él y la chica estaban casados y vivían juntos en las habitaciones del piso alto. Entonces empezó el trágico drama del que, durante quince años, yo fui espectador.
El conflicto entre sus caracteres fue de inmediato tan evidente como lo había sido la devoción del uno por el otro.
La chica nunca había tenido nada. Probablemente durante su infancia muchas veces había necesitado comida y ropas adecuadas. Habría quedado satisfecha, pensaría uno, con su posición como esposa del dueño de una librería que iba bastante bien. Pero ella era una cosilla excesivamente enérgica y ambiciosa. Quería más, mucho más, de lo que le podía proporcionar la modesta librería. Empezó a animar a su marido a que la vendiera y se dedicara a un negocio más lucrativo. No conseguía ver lo imposible que sería eso. Desde que le conocía podía ver que aquel muchacho soñador no encajaría en ningún sitio mejor que una librería. Él, sin embargo, lo veía con claridad. El cambio era algo a lo que temía. Adoraba la sombría oscuridad de aquella pequeña librería; la adoraba tan apasionadamente como la había adorado yo. Por eso fue, aunque él no fuera amistoso, por lo que llegamos a sentir una intensa simpatía el uno por el otro. Aborrecíamos del mismo modo las calles ruidosas que empezaban al otro lado de la puerta de la librería.
La chica andaba detrás de él incesantemente; no le dejaba en paz; concentraba toda su inmensa energía en la lucha con él. Pero el chico encontró en la herencia de su raza la energía para resistírsele. Y lo que sucedió casi al cabo de un año fue esto. Por lo que fuera, ella conoció a un agente de teatro de variedades. El tipo apreció los encantos de su voz y habló a la chica de las posibilidades que tendría en el mundo teatral. Le dijo muchas cosas, supongo, y al final dejó tan completamente fascinada a la chica con las expectativas, que ella decidió abandonar a su marido.
Supongo que yo no tenía lo bastante claro el modo en que el joven amaba a su mujer. Era más que la habitual relación de dependencia propia de los judíos. Su amor por ella era la esencia de su vida. Había un enorme peligro en aquel amor. Cuando se pierde la amada, se pierde la vida. Ésta se hace trizas. Y eso fue lo que le pasó a la vida del joven Brodzki cuando su mujer se marchó con la compañía de variedades.
Debería describir el modo en que ella le dejó.
Una mañana, después de haber hablado, supongo, con el agente de teatro de variedades, ella irrumpió en la librería y llamó a su marido, que estaba desembalando un nuevo envío de libros. La chica tenía una nota histérica, frenética, en la voz, y se apretaba la garganta con una mano como si algo la estuviera asfixiando.
Por el modo en que habló con su marido se habría pensado que mantenían una violenta disputa. Pero la disputa había surgido de un cielo despejado; un cielo, cuando menos, que no estaba más nublado de lo habitual.
Ella le dijo:
-Ya he tirado de la cuerda todo lo posible. Ya no puedo soportar esto más. Te lo he dicho muchas veces, pero es inútil. Ahora tengo una oportunidad maravillosa; y no voy a dejarla pasar. Me voy a Europa con un espectáculo de variedades.
El chico al principio no le dijo nada; tenía aspecto de que le había abandonado toda vida. La siguió, mirándola fijamente sin entender nada, mientras ella se apresuraba escalera arriba hacia las habitaciones donde vivían. Curiosamente, recuerdo que el chico agarraba en las manos un libro encuadernado rojo del que habíamos vendido varios centenares de ejemplares aquella temporada, impertinentemente titulado Idiotas enamorados, y que, a pesar de la auténtica tragedia de la situación, yo contuve con dificultad una sonrisa ante la grotesca correspondencia de aquel título con la expresión aturdida, desamparada de la cara de él.
Cuando ella volvió a bajar pareció que, al fin, el chico había conseguido entender lo que estaba pasando.
-¿Te marchas? -preguntó sordamente.
Ella contestó que se iba. Entonces él se buscó dentro del bolsillo y tendió a su mujer una pesada llave negra. Era la llave de la puerta delantera de la librería.
-Será mejor que la guardes -le dijo, todavía con una completa tranquilidad-, porque algún día la necesitarás. Tu amor no es mucho menor que el mío como para que puedas alejarte de él. Volverás en algún momento, y yo estaré esperando.
Ella le agarró por los hombros, le besó, y luego, jadeando con fuerza, salió de la librería. En el sombrío interior, nos quedamos siguiéndola con la mirada. Juntos, seguimos mirando la calle que los dos aborrecíamos y temíamos; la calle, rebosante de vida e iluminada por el sol, que parecía regocijarse maliciosamente por haberse llevado en su concurrido torrente todo lo que tenía algún valor para el hombre de mi lado.
Durante los meses y los años que siguieron fui testigo de algo que parecía peor que la muerte.
Como dije, la chica había sido la esencia, la vida de él. Cuando se marchó, el chico quedó destrozado. Al principio creí que se sumiría en una completa y violenta locura. Recorría aturdido los retorcidos pasillos de entre los estantes de libros, quejándose y frotando las manos arriba y abajo a los lados de su chaqueta. Los clientes le miraban y se apresuraban a salir de la librería. Traté de convencerle de que se quedara en el piso de arriba. Pero él no quería. No soportaba estar allí, supongo; las habitaciones en las que vivía estaban llenas del recuerdo de ella. Durante varias noches se quedó conmigo en la habitación que ocupaba yo al fondo de la librería. No dormía. Me mantenía constantemente despierto con un murmullo continuo; unas palabras que le dirigía a ella. Más que otra cosa, decían:
-Tú me quieres... en algún momento volverás.
Viendo que no lo superaba, mandé a por su madre, que había ido a vivir con unos parientes. Ella le tranquilizó un poco. Y no mucho después de eso el chico se dedicó a leer.
Se entregó a la lectura como otro hombre se hubiera entregado a la bebida o las drogas. Leía para escapar de la realidad. Y al final la lectura consiguió su objetivo con una efectividad espantosa.
Sentado a la gran mesa cercana al fondo de la librería, leía el día entero, hasta que los ojos se le cenaban de cansancio. Su madre y yo intentábamos que se levantara, que fuera a atender a los clientes, a desembalar y distribuir los libros, no porque se necesitase su ayuda, sino porque considerábamos que estar ocupado le sentaría bien. Parecía dispuesto a hacer todo lo que podía. Pero se había vuelto tan inútil y torpe como un niño pequeño. La lectura constante le había nublado la conciencia, haciéndole increíblemente embotado. Las preguntas más simples que le dirigían los clientes lo desconcertaban. No conseguía recordar los títulos de los libros que le pedían. Paseaba la vista alrededor de un modo absurdo, desorientado, como si acabase de salir de un profundo sueño
Yo había esperado -pues había llegado a sentir por él una intensa piedad y simpatía- que aquel estado sólo fuera temporal. Según pasaban los meses y los años, sin embargo, no daba signos de que fuera a pasar. Aparentemente era un hombre perdido; una vela consumida. No existía esperanza de volverle a revivir nunca. No, a menos que ella volviera a él. E incluso en ese caso -Incluso si ella regresaba-, tal vez fuese demasiado tarde.
Casi quince años después de que su mujer se hubiera marchado, para irse al extranjero con la compañía de variedades, la joven señora Brodzki volvió a la librería. Era a mediados de diciembre; la oscuridad había caído, pero la gente, de compras para navidades, todavía pululaba por las aceras de la dudad. Su aliento empañaba el escaparate de la librería, lo recuerdo, con una escarcha brillante.
La librería estaba cerrada y todas las luces apagadas a no ser la bombilla colgada encima de la mesa del fondo, donde estaba leyendo Brodzki. Yo me encontraba parado junto a la puerta, interesado por el espectáculo de los que pasaban. Un coche con un apuesto chofer se detuvo en el bordillo y una mujer, envuelta en pieles, surgió del compartimento trasero. Una farola de la calle se alzaba directamente encima del coche, conque cuando la mujer volvió su cara hacia la librería supe de inmediato que era ella.
Con una extraña sensación de terror me retiré de la puerta, medio escondiéndome entre las oscuras estanterías. Ella se acercó a la puerta, abriéndose paso impacientemente entre la multitud de compradores. En apariencia no había cambiado; en la cara y los movimientos del cuerpo, intensamente iluminados por la farola, estaba tan intensamente viva como antes. ¿Por qué había vuelto?, me pregunté. ¿Se había cumplido la profecía de su marido y al cabo de quince años había descubierto que su amor por él había sido demasiado fuerte para rehuirlo?
Iba a obligarme a mí mismo, con la menor gana posible, a volver a la puerta y abrirla, cuando sonó una llave en la cerradura. Todavía la tenía; ¡la llave que le había dado él aquella mañana de quince años atrás!
***
En un momento la puerta estaba abierta y ella se encontraba en el interior de la librería en penumbra. La oí respirar profundamente. Paseó la vista a su alrededor con ojos brillantes, pero por algún motivo no llegó a distinguirme mientras yo estaba estúpidamente acurrucado en un rincón entre las estanterías de libros. Pude notar que estaba terriblemente nerviosa. Se agarraba la garganta con una mano enguantada, igual que había hecho la mañana en que se marchó; como si alguien la estrangulara.
En los quince años transcurridos desde que se marchara, el local había cambiando tan poco, de hecho, que debía de resultarle sumamente difícil creer que aquellos años habían pasado de verdad. De pronto debían de parecerle completamente increíbles, como un sueño fantástico. La penumbra, las extrañas sombras de las mesas y los estantes, el olor a papel, el sonido amortiguado de la calle abarrotada; todo eso debía de resultarle tan agobiante como en aquellas tardes de invierno, quince años antes, cuando solía bajar de las habitaciones del piso alto para ayudarle a cenar la librería.
Debía de tener la sensación de que retrocedía, literalmente, en el tiempo.
Apretándose un diminuto pañuelo en los labios, parecía hacer esfuerzos por contenerse. Avanzó silenciosamente. Entonces ya debía de haber visto que él estaba sentado a la mesa. Sólo le resultaba visible la coronilla; lo demás quedaba oculto por un libro enorme. El pelo, espeso, de un negro azulado y despeinado, le brillaba intensamente bajo la bombilla eléctrica. Se me ocurrió, con repentino horror, que ella podría encontrar que físicamente él casi no había cambiado. En aquellos quince años su marido no había envejecido de modo perceptible; carecía además de vida, habría parecido, para hacerse mayor.
Me dije que debería adelantarme y prepararla para lo que se iba a encontrar. Pero algo me impidió moverme de mi escondite de entre los estantes de libros. La observé mientras avanzaba hacia la mesa y me pareció notar la intensidad de su emoción. Una intensidad que parecía atravesarme; y de modo insoportable.
Muchas veces me pregunto en qué estaría pensando ella cuando se detuvo delante de la mesa, bajando la vista hacia el hombre al que había amado apasionadamente cuando era su marido quince años atrás. Perfectamente podría sentirse desconcertada, entonces, ante el extraño ensimismamiento con el que leía él, sin que aparentemente hubiera tomado conciencia del sonido de su entrada y de sus pasos; del crujido de éstos en las vetustas tablas del suelo. A lo mejor, con todo, ella estaba rebosante de alegría, y de una especie de terror, como para preguntarse nada.
Con voz aguda, temblorosa, dijo el nombre de él:
-Jacob.
Con un espasmo, él alzó la cabeza y miró en su dirección con ojos que parpadeaban, que bizqueaban. Los momentos pasaron despacio, insoportablemente lentos, mientras yo los veía mirarse uno al otro.
Había esperado que ella se echase a llorar y se lanzara hacia su marido; lo cual, seguramente habría sido lo natural que hiciera. Pero la falta de vida, la ausencia absoluta de reconocimiento de los ojos de él, debían de haberla contenido. ¿En qué estaría pensando? ¿Supondría que él se negaba deliberadamente a reconocerla? ¿O imaginaba que los quince años la habían cambiado hasta el punto de que él no la reconocía?
Cuando yo pensaba que el propio aire debía romperse debido a la tensión, él habló.
Le dijo, con aquella voz sin expresión, temblorosa, que se había convertido en la suya habitual, estas palabras:
-¿Quiere un libro?
Ella se llevó la mano enguantada a la garganta y soltó un leve jadeo. Me alegró tenerla de espaldas y no poder verle la cara. Los angustiosos momentos pasaban muy despacio mientras los dos continuaban mirándose uno al otro. Al final, ella debió de llegar a una conclusión; decidió que los quince años le habían afectado mucho más a ella que a él, y que le resultaba irreconocible. En cualquier caso, pareció que ella se recuperaba. El cuerpo se le relajó algo y se quitó la mano de la garganta.
-¿Quiere un libro? -repitió él.
Ella tartamudeó:
-No... bueno... quería un libro, pero he olvidado su título. Enfrentada a aquellos ojos que miraban fijamente, debía de haber encontrado completamente imposible decir directamente: -Soy Lila. He vuelto contigo.
Debía de haber recurrido a aquel pretexto de que había venido a por un libro, como un modo de revelarle quién era con una franqueza menos embarazosa.
Sentándose en un taburete, cerca de la parte delantera de la mesa, dijo:
-Deje que le cuente el argumento. A lo mejor lo ha leído y puede decirme el título. Es sobre un chico y una chica que habían sido compañeros constantes desde la infancia. Querían estar juntos siempre. Pero el chico era judío y la chica era gentil. Y el padre del chico se oponía tajantemente a que su hijo se casara con alguien que no fuera de su propia raza. Mandó al chico a la universidad. Pero al poco tiempo, el padre murió y el chico volvió y se casó con la chica. Vivían juntos en unas habitaciones de encima de una pequeña librería que el padre le había dejado al chico. Habrían seguido juntos perfectamente felices a no ser por una cosa; la librería proporcionaba poco más de lo escaso para vivir, y la chica era ambiciosa. Ella adoraba al chico, pero su descontento aumentó y continuamente metía prisa a su marido para que se dedicara a algún negocio más rentable. Pero el chico era muy diferente a la chica. La quería tanto que haría lo que fuese por ella; pero era incapaz, por lo que fuera, de renunciar a la librería que había pertenecido a sus padres. ¿Entiende? El chico era soñador, sentimental, un Judío raro. Y la chica nunca conseguía ver las cosas desde su punto de vista. La familia de ella, que había muerto y la había dejado con una tía viuda, era de origen francés. Debido a ello, la chica había heredado una gran energía, sentido práctico y amor hacia el mundo. Al cabo de un tiempo, la chica recibió la oferta del agente de una compañía de variedades para que hiciera gala de su talento musical sobre un escenario. Cegada por la brillante perspectiva de una carrera teatral, ella decidió aceptar la propuesta del agente de la compañía de variedades. Volvió a la librería y le dijo a su marido que le iba a dejar. Él fue demasiado orgulloso para hacer el menor esfuerzo por retenerla, y en lugar de eso le entregó una llave de la librería y le dijo que algún día ella volvería; y que siempre la estaría esperando. Aquella noche ella embarcó rumbo a Inglaterra con el espectáculo de variedades. Tuvo un éxito enorme en los escenarios de Londres. Se convirtió en una cantante famosa y recorrió todos los países más importantes de Europa. Llevaba una vida desenfrenada y arrebatadora, y durante extensos periodos ni siquiera pensó en el judío soñador que había sido su leal marido, ni tampoco en la pequeña y polvorienta librería donde habían vivido juntos. Pero la llave de aquella librería, que le había dado su marido, permanecía en su poder. No podía obligarse, por lo que fuera, a deshacerse de ella. La llave parecía apegarse a ella, casi con una voluntad propia. Era una llave de aspecto raro, antigua, pesada, larga y negra. Sus amigos se reían de ella porque siempre la llevaba encima y la chica se reía con ellos. Pero poco a poco empezó a darse cuenta del motivo por el que la conservaba. El encanto de las cosas nuevas con las que había llenado su vida empezó a desvanecerse y dispersarse, como una niebla, y la chica veía, brillando entre ellas, la auténtica y profunda belleza de las cosas que había dejado atrás. El recuerdo de su marido y de su vida juntos en la pequeña librería cada vez acudía a su mente con más intensidad y de modo más obsesivo. Finalmente ella comprendió que quería volver; que quería entrar en la librería con la llave conservada durante quince años, y encontrar que su marido todavía la esperaba, como prometió que haría.
La mujer se había levantado del taburete; el cuerpo le temblaba y se agarraba a la mesa como apoyo.
Hubo momentos de quietud, de una calma completa. Cuando la mujer volvió a hablar había una nota de terror en su voz. Debía de haber empezado a darse cuenta de lo que había pasado; de en qué se había convertido el hombre que había sido su marido.
-¿No recuerda... tiene que recordarla... la historia de Lila y Jacob?
Ella escudriñaba desesperadamente la cara de su marido, pero en la cara no había nada más que desconcierto.
-Hay algo que me suena en la historia. Creo que la he leído en alguna parte. Me recuerda a algo de Tolstói.
Desde mi refugio entre las estanterías de libros oí un fuerte sonido metálico que debía de ser el de la llave al caer al suelo. Y luego oí las largas zancadas de ella entre la confusión de mesas y estanterías. Debía de estar dándose prisa, presa de un ciego frenesí, para salir de aquel sitio. Cerré los ojos, sin atreverme a verle la cara y el horror que debía expresar, hasta que la puerta se cerró detrás de ella. Cuando los abrí, el hombre del fondo de la habitación tenía oculta la cara otra vez detrás del enorme libro, y había reanudado la lectura con su aterradora tranquilidad de costumbre. Su mujer había vuelto a él y se había ido de nuevo, y todo era tan fantásticamente igual que podría creerse que había ocurrido en sueños, si yo no hubiese visto, caída en el suelo, la pesada llave negra de la librería.
Abril de 1936
**
Nunca atraparán a su especie hasta que aprendan que la justicia no viene del tambor de los revólveres.... Tampoco nunca nos atraparán a nosotros... ¡No hasta que derriben las podridas paredes viejas en las que querían encerrarnos! (Más tranquilo.) Mira, Glory, la nieve sigue cayendo. Supongo que Dios sigue dormido.
(Subiendo la inflexión.) ¡Pero a la mañana tal vez se despierte y vea el desastre! Oirá las voces de los chicos que gritan las noticias de la mañana: "¡El criminal fue capturado, el fugitivo volvió!"... ¡Y tal vez esté terriblemente enojado por lo que hicieron en su ausencia, esos idiotas virtuosos que jugaron a ser Dios anoche y todas las noches mientras Él estuvo durmiendo!... (Suavemente pero con mucho sentimiento.) Pero si nunca se despierta... entonces nosotros también podemos jugar a ser Dios y a enfrentarlos con coraje y con nuestra propia idea del bien, y ver cuál de las dos mascaradas resulta mejor al final, la de ellos o la nuestra... (Lentamente se aparta del ventanal. Entonces, pone su
brazo alrededor de Glory.) Pero esta noche no queda nada que hacer, salvo dormir un rato y olvidar, mientras la nieve sigue cayendo...
EL TELÓN SE CIERRA LENTAMENTE
(T. Williams, Especie fugitiva, escena VIII “Nunca atraparán a nuestra especie”)
jueves, 20 de noviembre de 2014
Una negociación con la niebla y el moho
TENNESSEE WILLIAMS
Thomas Lanier Williams
(Columbus, EE. UU., 1911-Nueva York, 1983)
—¿Por qué no escribe sobre personas agradables, buenas? ¿No ha conocido a ninguna persona agradable en toda su vida?
—Mi teoría sobre la gente buena es tan simple que me da vergüenza comentarla… nunca he conocido a alguien a quien no pudiera querer si se le conocía y comprendía del todo, y en mi obra, al menos he intentado llegar al conocimiento y a la comprensión.
“No creo en héroes y villanos, creo tan sólo que las personas toman el buen o el mal camino, y no por elección, sino por necesidad o por ciertas influencias que les afectan y todavía no comprenden, por sus circunstancias y por sus antecedentes… No comprendo por qué nuestra maquinaria propagandística está siempre tratando de persuadirnos de que hay que odiar y temer a otros, cuando vivimos en un mundo tan pequeño.”
**
APAGAR EL VELADOR
Apagar el velador
es un acto a cuya eventual necesidad me rindo,
con reticencia cada vez mayor,
y que demoro leyendo más allá de mi límite
de concentración algún artículo o relato,
tomándome otra copa de jerez Dry Sack, poniendo
la píldora para dormir en un lugar donde pueda localizarla
con facilidad en la oscuridad, por si la tableta preliminar
de Valium no bastara
Porque, verás, a los sesenta y cinco,
renunciar a la conciencia para dormir
implica, usualmente, un dejo de aprensión nerviosa,
porque tal vez no vuelva a revivir. Sin embargo,
a veces sospecho que hay en esto
un cierto placer escondido: también un dejo
de fascinación oculta en la rendición .
Traducción de Mirta Rosenberg.
**
TÚ Y YO
¿Quién eres?
Una superficie cálida, un ocupante del espacio,
Una clase improvisada de diversión,
Un ser sin pena que se escurre como el agua,
Algo dejado sin terminar, alejado de las materias inferiores,
Algo en lo que pensó Dios.
Nada, algunas veces todo,
Algo en lo que no puedo creer,
Una discusión tonta, tú, tú mismo, no yo,
Un enemigo mío. Mi amante.
¿Quién soy?
Un hombre herido, mal vendado,
Un monstruo entre ángeles o un ángel entre monstruos,
Una caja con papelitos de preguntas sacudidos
Y esparcidos por el suelo,
Un pie sobre las estrellas, una voz sobre un hilo,
Una colección completa de pulgares que
Imitan a los otros dedos,
Un enemigo tuyo. Tu amante.
(Tomado de Amores iguales, de Luis Antonio de Villena. Ed. La esfera literaria. Madrid 2002.
**
De La noche de la iguana/Night of the Iguana, Act III
¡Cuán plácidamente la rama del naranjo
Observa el cielo que comienza a clarear
Sin un grito, sin un rezo,
Sin la traición de la desesperanza!
En algún momento, mientras la noche oculta el árbol,
la cumbre de su vida se habrá
ido más allá para siempre, y desde allí
una segunda historia comenzará.
Una crónica que ya no será dorada
una negociación con la niebla y el moho,
y, finalmente, el tallo roto
la caída a la tierra, y luego
Una relación no bien diseñada
para los seres de una especie áurea
cuyo verdor natural debe curvar
la obscenidad de la tierra, corruptora del amor.
Y todavía la fruta madura y la rama
Observan el cielo que comienza a blanquear
Sin un grito, sin un rezo,
Sin la traición de la desesperanza.
Oh, valor, ¿no podrías también
Seleccionar un segundo lugar para habitar,
no sólo en el árbol de oro,
sino también en mi asustado corazón?
**
How calmly does the orange branch
Observe the sky begin to blanch
Without a cry, without a prayer,
With no betrayal of despair.
Sometime while night obscures the tree
The zenith of its life will be
Gone past forever, and from thence
A second history will commence.
A chronicle no longer gold,
A bargaining with mist and mould,
And finally the broken stem
The plummeting to earth; and then
An intercourse not well designed
For beings of a golden kind
Whose native green must arch above
The earth's obscene, corrupting love.
And still the ripe fruit and the branch
Observe the sky begin to blanch
Without a cry, without a prayer,
With no betrayal of despair.
O Courage, could you not as well
Select a second place to dwell,
Not only in that golden tree
But in the frightened heart of me?
**
ABUELO.—Sí. El hombre es el único animal que tiene conciencia de que va a morir, pero eso no le hace ser mejor ni más caritativo que el resto de los animales. (Arroja la muleta de BRICK sobre la cama.) Sí, Brick. La bestia humana sabe que tiene que morir ¿y sabes lo que hace?… Comprar, comprar, comprar. Porque tiene la absurda esperanza de que entre esa montaña de cosas inútiles que compra, se encuentra la vida eterna. ¡Qué equivocados están! (BRICK se levanta y se dirige hacia el bar.) Durante estos últimos meses he vivido como una sombra. Sin pronunciar palabra; durante horas y horas permanecía sentado en un sillón contemplando el espacio… Una sola idea me atormentaba… ¡La muerte! Pero hoy la he alejado de mí. Incluso me parece que esta noche el cielo ha cambiado de color. Por eso hablo, hablo…
BRICK.—Yo prefiero el silencio…
ABUELO.—¿Por qué?
BRICK.—Es lo que más me tranquiliza.
ABUELO.—Ese silencio, que ansías, hijo mío, te llegará demasiado pronto, antes de lo que quisieras. Brick, ¿has sentido alguna vez miedo? (Se levanta y va a cerrar la puerta.) Espera un momento. Voy a cerrar aquí.
(La cierra como si fuera a revelar un gran secreto.)
BRICK.—¿Qué te ocurre?
ABUELO.—(Emocionado.) Brick. Yo sé lo que es tener miedo. Más que miedo, pánico. Sí, lo he sentido crecer dentro de mí durante todos estos meses. Cuando creía tener…
BRICK.—¿Cuando creías tener…?
ABUELO.—¡Cáncer!…
BRICK.—Pues lo has disimulado muy bien.
ABUELO.—Una bestia puede aullar cuando ve que se acercan a matarla, pero un hombre debe callarse. Las bestias tienen más ventajas que los hombres. ¿Qué tal me sentaría un whisky?
BRICK.—Bien.
*
Aclaración del autor
“La indiferencia de BRICK se rompe al fin. Se le acelera el pulso; su frente se perla de sudor; su respiración se vuelve más rápida y su voz más bronca. Lo que discuten, con timidez y dolor el ABUELO, con furia y violencia BRICK, es el hecho inadmisible que
Skipper quiso negar matándose. El hecho que, si existió y tuvo que ser negado para «mantener la cara alta» en el mundo en que vivían, quizá fue el origen de la «mendacidad» que le provoca el asco con el que pretende acabar bebiendo. Quizá sea el origen de su hundimiento. O quizá sea sólo una de sus manifestaciones, ni siquiera la más importante. El pájaro que pretendo atrapar en la red de esta obra no es la solución al problema psicológico de un hombre. Trato de captar la verdadera naturaleza de la experiencia de un grupo de personas, esa interrelación turbia, vacilante, evanescente, con una carga feroz, que se da entre unos seres humanos en medio de la tormenta de una crisis común. Hay que dejar algún misterio a la hora de desvelar el personaje de una obra, del mismo modo que siempre alberga gran parte de misterio cualquier persona de la vida real, incluso si se trata de uno mismo. Esto no absuelve al autor de su deber de observar e indagar tan clara y profundamente como legítimamente le sea posible; pero sí debería apartarle de las conclusiones «obvias» y las definiciones fáciles que hacen de una obra sólo una obra, no una trampa que atrape la autenticidad de la experiencia humana.” (Acto II, p. 62)
© La gata sobre el tejado de zinc caliente. Tennessee Williams. Acto Segundo.
Thomas Lanier Williams
(Columbus, EE. UU., 1911-Nueva York, 1983)
—¿Por qué no escribe sobre personas agradables, buenas? ¿No ha conocido a ninguna persona agradable en toda su vida?
—Mi teoría sobre la gente buena es tan simple que me da vergüenza comentarla… nunca he conocido a alguien a quien no pudiera querer si se le conocía y comprendía del todo, y en mi obra, al menos he intentado llegar al conocimiento y a la comprensión.
“No creo en héroes y villanos, creo tan sólo que las personas toman el buen o el mal camino, y no por elección, sino por necesidad o por ciertas influencias que les afectan y todavía no comprenden, por sus circunstancias y por sus antecedentes… No comprendo por qué nuestra maquinaria propagandística está siempre tratando de persuadirnos de que hay que odiar y temer a otros, cuando vivimos en un mundo tan pequeño.”
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APAGAR EL VELADOR
Apagar el velador
es un acto a cuya eventual necesidad me rindo,
con reticencia cada vez mayor,
y que demoro leyendo más allá de mi límite
de concentración algún artículo o relato,
tomándome otra copa de jerez Dry Sack, poniendo
la píldora para dormir en un lugar donde pueda localizarla
con facilidad en la oscuridad, por si la tableta preliminar
de Valium no bastara
Porque, verás, a los sesenta y cinco,
renunciar a la conciencia para dormir
implica, usualmente, un dejo de aprensión nerviosa,
porque tal vez no vuelva a revivir. Sin embargo,
a veces sospecho que hay en esto
un cierto placer escondido: también un dejo
de fascinación oculta en la rendición .
Traducción de Mirta Rosenberg.
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TÚ Y YO
¿Quién eres?
Una superficie cálida, un ocupante del espacio,
Una clase improvisada de diversión,
Un ser sin pena que se escurre como el agua,
Algo dejado sin terminar, alejado de las materias inferiores,
Algo en lo que pensó Dios.
Nada, algunas veces todo,
Algo en lo que no puedo creer,
Una discusión tonta, tú, tú mismo, no yo,
Un enemigo mío. Mi amante.
¿Quién soy?
Un hombre herido, mal vendado,
Un monstruo entre ángeles o un ángel entre monstruos,
Una caja con papelitos de preguntas sacudidos
Y esparcidos por el suelo,
Un pie sobre las estrellas, una voz sobre un hilo,
Una colección completa de pulgares que
Imitan a los otros dedos,
Un enemigo tuyo. Tu amante.
(Tomado de Amores iguales, de Luis Antonio de Villena. Ed. La esfera literaria. Madrid 2002.
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De La noche de la iguana/Night of the Iguana, Act III
¡Cuán plácidamente la rama del naranjo
Observa el cielo que comienza a clarear
Sin un grito, sin un rezo,
Sin la traición de la desesperanza!
En algún momento, mientras la noche oculta el árbol,
la cumbre de su vida se habrá
ido más allá para siempre, y desde allí
una segunda historia comenzará.
Una crónica que ya no será dorada
una negociación con la niebla y el moho,
y, finalmente, el tallo roto
la caída a la tierra, y luego
Una relación no bien diseñada
para los seres de una especie áurea
cuyo verdor natural debe curvar
la obscenidad de la tierra, corruptora del amor.
Y todavía la fruta madura y la rama
Observan el cielo que comienza a blanquear
Sin un grito, sin un rezo,
Sin la traición de la desesperanza.
Oh, valor, ¿no podrías también
Seleccionar un segundo lugar para habitar,
no sólo en el árbol de oro,
sino también en mi asustado corazón?
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How calmly does the orange branch
Observe the sky begin to blanch
Without a cry, without a prayer,
With no betrayal of despair.
Sometime while night obscures the tree
The zenith of its life will be
Gone past forever, and from thence
A second history will commence.
A chronicle no longer gold,
A bargaining with mist and mould,
And finally the broken stem
The plummeting to earth; and then
An intercourse not well designed
For beings of a golden kind
Whose native green must arch above
The earth's obscene, corrupting love.
And still the ripe fruit and the branch
Observe the sky begin to blanch
Without a cry, without a prayer,
With no betrayal of despair.
O Courage, could you not as well
Select a second place to dwell,
Not only in that golden tree
But in the frightened heart of me?
**
ABUELO.—Sí. El hombre es el único animal que tiene conciencia de que va a morir, pero eso no le hace ser mejor ni más caritativo que el resto de los animales. (Arroja la muleta de BRICK sobre la cama.) Sí, Brick. La bestia humana sabe que tiene que morir ¿y sabes lo que hace?… Comprar, comprar, comprar. Porque tiene la absurda esperanza de que entre esa montaña de cosas inútiles que compra, se encuentra la vida eterna. ¡Qué equivocados están! (BRICK se levanta y se dirige hacia el bar.) Durante estos últimos meses he vivido como una sombra. Sin pronunciar palabra; durante horas y horas permanecía sentado en un sillón contemplando el espacio… Una sola idea me atormentaba… ¡La muerte! Pero hoy la he alejado de mí. Incluso me parece que esta noche el cielo ha cambiado de color. Por eso hablo, hablo…
BRICK.—Yo prefiero el silencio…
ABUELO.—¿Por qué?
BRICK.—Es lo que más me tranquiliza.
ABUELO.—Ese silencio, que ansías, hijo mío, te llegará demasiado pronto, antes de lo que quisieras. Brick, ¿has sentido alguna vez miedo? (Se levanta y va a cerrar la puerta.) Espera un momento. Voy a cerrar aquí.
(La cierra como si fuera a revelar un gran secreto.)
BRICK.—¿Qué te ocurre?
ABUELO.—(Emocionado.) Brick. Yo sé lo que es tener miedo. Más que miedo, pánico. Sí, lo he sentido crecer dentro de mí durante todos estos meses. Cuando creía tener…
BRICK.—¿Cuando creías tener…?
ABUELO.—¡Cáncer!…
BRICK.—Pues lo has disimulado muy bien.
ABUELO.—Una bestia puede aullar cuando ve que se acercan a matarla, pero un hombre debe callarse. Las bestias tienen más ventajas que los hombres. ¿Qué tal me sentaría un whisky?
BRICK.—Bien.
*
Aclaración del autor
“La indiferencia de BRICK se rompe al fin. Se le acelera el pulso; su frente se perla de sudor; su respiración se vuelve más rápida y su voz más bronca. Lo que discuten, con timidez y dolor el ABUELO, con furia y violencia BRICK, es el hecho inadmisible que
Skipper quiso negar matándose. El hecho que, si existió y tuvo que ser negado para «mantener la cara alta» en el mundo en que vivían, quizá fue el origen de la «mendacidad» que le provoca el asco con el que pretende acabar bebiendo. Quizá sea el origen de su hundimiento. O quizá sea sólo una de sus manifestaciones, ni siquiera la más importante. El pájaro que pretendo atrapar en la red de esta obra no es la solución al problema psicológico de un hombre. Trato de captar la verdadera naturaleza de la experiencia de un grupo de personas, esa interrelación turbia, vacilante, evanescente, con una carga feroz, que se da entre unos seres humanos en medio de la tormenta de una crisis común. Hay que dejar algún misterio a la hora de desvelar el personaje de una obra, del mismo modo que siempre alberga gran parte de misterio cualquier persona de la vida real, incluso si se trata de uno mismo. Esto no absuelve al autor de su deber de observar e indagar tan clara y profundamente como legítimamente le sea posible; pero sí debería apartarle de las conclusiones «obvias» y las definiciones fáciles que hacen de una obra sólo una obra, no una trampa que atrape la autenticidad de la experiencia humana.” (Acto II, p. 62)
© La gata sobre el tejado de zinc caliente. Tennessee Williams. Acto Segundo.
sábado, 17 de septiembre de 2011
¿Será mejor a las diez que a las siete?
Tres poemas de TENNESSEE WILLIAMS
(EE.UU., 1911-EE.UU., 1983)
ANDROGYNE, MON AMOUR
Los jóvenes que despiertan al amanecerLos jóvenes que despiertan al amanecer pueden asustarse de ser
/expulsados con demasiada rapidez
de sus protectores sueños de una madre, no recordados.
/Repentinamente, entonces, pueden sentirla verdadera enormidad de la exposición a la casualidad.
/La mañana que recién comienza,
está colmada de demandas susurradas que ellos sospechan no poder
/satisfacer.
¿Y en quién pueden confiar
(suponiendo, temerariamente, que todavía sean capaces de confiar sino en alguien (tú)
cuyo nombre ha regresado a la confusión de muchos nombres de anoche?
Te miran con precaución mientras te das vueltas y suspiras en sueños.
Están envidiosos de ti, de tu sueño,
Que todavía te protege de los susurros que se hacen más audibles cada/instante.
Se sientan, con cuidado,
en el borde de tu cama, agobiados y temblorosos como viejos
sentados en los bancos, tosiendo con tos de fumadores…
Pregunta: Si no estuvieras durmiendo
¿los llevarías otra vez contigo al cálido olvido, o, si te despertaras en este /momento,
acaso ellos no serían para ti tan sin nombre como tú para ellos, y aun /menos confiables? Probablemente sí, ya que el recelo es,
entre las divisas heráldicas del escudo de tu corazón, la que parece más /indeleble,
como si estuviera tallada allí, o grabada a fuego.¿Qué les queda por hacer entonces,
más que sentarse cuidadosamente al borde de tu cama, mirando de soslayo
/la prisión de luz que ha traído la mañana?
¿Será mejor a las diez que a las siete?
Otra pregunta cuya respuesta,
equívoca, espera
en el magistral tictac del reloj, de tantos, tantos relojes.Y así, sin que nadie haya pronunciado sus nombres
ni haya tocado sus cuerpos agobiados,
descienden otra vez al misterio de la cama,
tras haber cerrado los postigos para dejar atrás el día
un rato más.
***
UNA ORDEN MENDICANTE
UNA ORDEN MENDICANTE
En la manigua de Jamaica
Hay una suerte de secta semirreligiosa que,
(pronunciado fonéticamente, tal vez incluso correctamente)
se conoce como Los Rastrofarianos.
Es una orden mendicante y una orden errante,
cuyos miembros salen de la maleza tambaleándose,
no exactamente como si estuvieran borrachos, sino
más bien como si estuvieran aturdidos
y ninguno de ellos parece joven,
ninguno de ellos me da la impresión de haber sido joven
alguna vez, ni tampoco, en ese aspecto, parece tener importancia
para ellos la cuestión de ser viejo o joven.
Los hombres tienen barbas sin recortar y pelo largo hasta los hombros,
Las mujeres: sin barba: por lo demás ninguna diferencia de apariencia.
Vagan y mendigan, mendigan y vagan, nunca trabajan.
"No sirven para nada", dijo de ellos el chofer. Le preguntamos
"¿Por qué?"
Dijo, con indiferencia: "Mírenlos. ¿Para qué pueden servir?"Y mientras pasábamos junto a ellos no se me ocurrió ninguna respuesta /inmediata: ninguna entonces, pero más tarde pensé en ellos, y pensé:
"Esta gente está tan habituada a recibir un No como respuesta,
a aceptarlo una y otra vez sin protestar,que su mendicidad está absuelta de cualquier cosa vergonzosa,
en realidad hay en ella algo noble, un artículo de fe
puro en la creencia y en la práctica."
Entonces sentí una deliciosa vergüenza, la sensación de que esta gente,
los Rastrofarianos, nos habían ofrecido una bendición cuando salieron
tambaleándose de la maleza al camino de montaña, que sus manos
no se habían tendido para pedir sino para dar,
y que nosotros habíamos carecido de la gracia de ver y aceptar su /bendición.
***
APAGAR EL VELADOR
Apagar el velador
es un acto a cuya eventual necesidad me rindo,con reticencia cada vez mayor,
y que demoro leyendo más allá de mi límite
de concentración algún artículo o relato,
tomándome otra copa de jerez Dry Sack, poniendo
la píldora para dormir en un lugar donde pueda localizarlacon facilidad en la oscuridad, por si la tableta preliminar
de Valium no bastara
Porque, verás, a los sesentaycinco,
implica, usualmente, un dejo de aprensión nerviosa,
porque tal vez no vuelva a revivir. Sin embargo,a veces sospecho que hay en esto
un cierto placer escondido: también un dejo
de fascinación oculta en la rendición…
**
Traducción: Mirta Rosenberg, de Androgyne, mon amour
Fuente: Diario de Poesía N° 18 y leedor.com
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char