miércoles, 14 de octubre de 2009

Bajo el palo mayor



CESARE PAVESE
ENSAYISTA
(Italia, 1908-1950)
Del prólogo a su traducción al italiano de Moby Dick,
en 1930 (a cambio de 1.000 liras):


La importancia actual de este escritor del ochocientos que sólo hoy renace a la fama, puede ser condensada completamente en una contraposición: nosotros, hijos del ochocientos, llevamos en la sangre el gusto por las aventuras, por lo primitivo, por la vida real, que siguen y suceden a la cultura y nos libran de las complicaciones, obrando como revigorizantes de un alma decadente, enferma de civilización: nuestros héroes se llaman todavía Rimbaud, Gauguin y Stevenson; mientras que Herman Melville ha vivido antes las aventuras reales, lo primitivo. Ha sido primero bárbaro y luego ha entrado en el mundo del pensamiento y de la cultura, llevándoles la salud y el equilibrio adquiridos en su vida anterior. Ahora bien, es claro que desde hace un tiempo nosotros sentimos una gran necesidad de volver a lo primitivo. Lo demuestran el renovado gusto por los viajes y los deportes, el cine, el jazz, el interés por los negros y todo lo demás que no vale la pena mencionar y que, con una palabra sintética, llamamos antiliteratura. Y esto es, sin duda, muy lindo; pero la manera en que se lo manifiesta, ofende. Ya que, me parece, en el fervor antiliterario se tiende a un primitivismo tal, que casi es imbecilidad, debilidad. Quiero decir que es cobarde huir de las complicaciones a un paraíso simplista que, después de todo, como se sabe, no es más que otro refinamiento de la civilización. Antes me equivoqué: nuestros héroes no son Rimbaud, Gauguin y Stevenson, sino la resaca de la humanidad. Mientras que el ideal de Melville culmina en Ismael, un marinero que puede remar con los compañeros iletrados durante medio día detrás de un cachalote y que luego se retira a meditar sobre Platón, bajo el palo mayor. Herman Melville llegó a la vida enfermizo y alienado. Parece que cuando tenía alrededor de diecinueve años ya emborronaba cuartillas. Luego, de pronto, el mar; cuatro años de peripecias y de compañerismo, la pesca ballenera, las islas Marquesas, una mujer, Tahití, Japón, los cachalotes, algunas lecturas, muchas fantasías, El Callao, el cabo de Hornos, y en octubre de 1844 baja a tierra en Boston un hombre cuadrado, quemado por el sol, conocedor de los vicios humanos y del valor. "Un hombre bien desarrollado es siempre sano y robusto", dirá más tarde Melville, en medio de una vida de estrecheces, melancolía y hasta de desgracias, puesto que esta gente tan práctica no es en absoluto superficial y dada a lo fácil como se podría sospechar. Y ni siquiera Melville, en su larga vida literaria, que comienza con el desembarco en Boston, será el escritor fecundo, un poco fácil y exterior, que se puede esperar de quien ha viajado y visto muchas cosas exóticas. Muchos de sus libros fracasarán, en medio de heroicos esfuerzos, aún tratándose, como en el caso de "Mardi", de magníficos defectos de crecimiento; y otros, como Moby Dick, serán reelaborados o atormentados hasta hacerle perder la salud, hermanándolo, en esto, con muchos otros connacionales "bárbaros" que se contaron, en cambio, entre los más insatisfechos y refinados cinceladores del siglo. Melville es evidentemente un griego. Uno lee las evasiones europeas de la literatura y se siente más literato que nunca, se siente pequeño, afeminado, cerebral; lee Melville, que no se avergüenza de empezar Moby Dick, el poema de la vida bárbara, con ocho páginas de citas, y de seguir discutiendo, continuando con las citas, dándoselas de literato, y uno siente que respira mejor, se siente más vivo y más hombre. Por lo tanto, Herman Melville es, sobre todo, un hombre de letras y de pensamiento que comenzó como ballenero, como "robinson" y vagabundo. Sin ir más lejos, tenemos un ejemplo de su modo de ser primitivo, leyendo los fragmentos de ese elogio de la vida marinera que hace al autor un lobo de mar conocido y respetado por todos como es el Noble Jack, que en los momentos de ocio acostumbra recitar, a sus compañeros más dignos de ello, fragmentos de Los lusíadas. Y es el bárbaro, el descubridor en literatura de los Mares del Sur, el que escribe: "Está Shelley que era todo un marinero. Shelley -¡pobre joven!- se ahogó en el Mediterráneo, cerca de Livorno... Trelawny asistía a la cremación, y también él era un infatigable navegante. Sí, y Byron ayudó a poner un pedazo de quilla en la hoguera... y ¿no era Byron un marinero? Un marinero diletante... Óigame, Chaqueta Blanca, no ha existido nunca un gran hombre que haya pasado toda su vida en tierra... Juraría que Shakespeare fue guardián del castillo de proa de algún barco. ¿Recuerda la primera escena de La tempestad? La inspiración, muchacho, es toda una ráfaga de aire marino... porque, vea usted, no hay obstáculos para el océano, el océano arranca enseguida la falsa proa de un inservible, se lo dice y le hace sentir que lo es...".
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Tomado del blog el jinete insomne.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char