viernes, 4 de enero de 2013
La Poesía está en la compasión
WILFRED OWEN
(Inglaterra, 1893-1918)
Prefacio a Himno a la juventud condenada
Este libro no es sobre héroes. La poesía inglesa no es aún
apropiada para hablar de ellos.
Tampoco es sobre acciones, o tierras, ni nada concerniente
a gloria, honor; poder, majestad, dominio o poder, excepto la
Guerra.
Por encima de todo no me ocupo de Poesía.
Mi tema es la Guerra, y la compasión de la Guerra.
La Poesía está en la compasión.
Sin embargo, estas elegías no son para esta generación en
ningún sentido consoladoras. Pueden serlo para la(s)
siguiente(s). Todo lo que un poeta puede hacer hoy es
advertir. Por eso es que los verdaderos Poetas deben ser
veraces.
(Si yo hubiera pensado que la letra de este libro iba a
perdurar, podría haber usado nombres propios; pero si el
espíritu del mismo sobrevive -sobrevive a Prusia- mi
ambición y aquellos nombres se habrán ganado campos más
verdes que Flandes ...)
***
DULCE ET DECORUM EST
Torcidos, como viejos mendigos bajo sus hatos,
renqueando, tosiendo como brujas, maldecíamos a través del lodo,
hasta que donde alumbraban las luces de las bengalas nos dimos la vuelta
y hacia nuestra lejana posición empezamos a caminar afanosamente.
Los hombres marchaban dormidos. Muchos habían perdido sus botas
Pero abrumados avanzaban sobre zapatos de sangre. Todos cojos, todos ciegos;
Borrachos de fatiga, sordos incluso al silbido de las balas
Que los cansados cañones de calibre 5.9 disparaban detrás de nosotros.
“¡Gas, gas! ¡Rápido, muchachos!”; un éxtasis de desconcierto,
Poniéndonos los toscos cascos justo a tiempo;
Pero alguien aún estaba gritando y tropezando
Y ardía retorciéndose, como ahogándose en cal viva…
Borroso, a través de los empañados cristales de la máscara y de la tenue luz verde,
Como en un mar verde le vi ahogarse.
En todas mis pesadillas, ante mi impotente mirada,
Se desploma boqueando, agonizando, asfixiándose.
Si en algún sofocante sueño tú también puedes caminar
Tras la carreta en la que lo pusimos,
Y mirar sus blancos ojos moviéndose
En su desmayada cara, como un endemoniado.
Si pudieses escuchar a cada traqueteo
El gorgoteo de la sangre saliendo de sus destrozados pulmones,
Repugnante como el cáncer, nauseabundo como el vómito
De horrorosas, incurables llagas en lenguas inocentes,
Amigo mío, no volverías a decir con ese alto idealismo
A los ardientes jóvenes sedientos de gloria
La vieja mentira: “Dulce et decorum est pro patria mori”.
*
Nota: los versos de Horacio dicen así:
“DULCE ET DECORUM EST PRO PATRIA MORI:
mors et fugacem persequitur virum
nec parcit imbellis iuventae
poplitibus timidove tergo.”
(DULCE Y HONROSO ES MORIR POR LA PATRIA:
la muerte persigue al hombre que huye
y no perdona de una juventud cobarde
ni las rodillas ni la temerosa espalda)
[Odas 3, 2, 13]
***
Parábola del viejo y el joven
Así pues, Abraham se levantó, cogió la tabla, y partió,
Y se llevó el fuego consigo, y un cuchillo.
Y mientras avanzaban, ambos juntos,
Isaac habló el primero, y dijo: Padre,
Mira los preparativos: fuego y metal,
Pero ¿dónde está el cordero para este sacrificio?
Entonces Abraham ató al joven
Lo ató con correas y tirantes,
Y construyó parapetos en las trincheras,
Y agarró el puñal directo para clavarlo en su hijo.
Cuando, he aquí que un ángel lo llamó desde los cielos,
Diciendo: No oses tocar al muchacho,
Ni le hagas nada. Mira,
Un cordero, atado por los cuernos;
Ofrece en sacrificio el cordero en lugar del muchacho.
Pero el viejo nunca hará eso, sino que sacrificará a su hijo,
Y la mitad del germen de Europa, uno a uno.
© Traducción Antonio Linares Familiar
***
Extraño encuentro
Pareció que yo escapaba de la batalla
por un profundo, obtuso túnel, mucho tiempo atrás cavado
a través de granitos que abovedaron guerras titánicas
y sin embargo allí gemía gente que dormía apilada;
demasiado firmes en el pensamiento o en la muerte para ser
perturbados.
Entonces, al tantearlos, saltó uno, y observaba
con piadoso escrutinio en sus ojos clavados.
Como para bendecir alzaba manos angustiadas.
Por su sonrisa recordé esa sala lóbrega,
por su sonrisa muerta supe que estábamos en el Infierno.
La visión de esa cara estaba graneada con mil sufrimientos.
Sin embargo, no llegaba a ese lugar sangre desde el suelo
ni tableteaban las armas ni gemían los morteros.
“Extraño amigo”, dije, “aquí no hay razón para el lamento”.
“Ninguna”, dijo el otro, “salvo los años deshechos,
la desesperanza. Cualquiera sea la esperanza de que seas dueño
también lo fue mi vida. Yo me lancé, violento, a la caza
de la belleza más agreste que hubiera bajo el cielo
que no yace en los ojos mansos ni el pelo trenzado
sino que se burla del paso firme del tiempo
y si se lamenta, más rico que aquí es su lamento.
Pues podrían haberse reído muchos hombres por mi alegría
y de mi llanto algo había quedado todavía
que debe morir ahora. Hablo de la verdad no dicha:
la lástima de la guerra, la lástima que la guerra destiló.
Ahora pueden irse contentos los hombres con lo que hemos
mancillado
o bien, descontentos, hervir sangrientos y derramarse.
Irán rápidos, con la rapidez de la tigra,
nadie romperá filas, aunque las naciones tomen otra vía,
no la del progreso. Mío fue el coraje y yo tuve el misterio,
mía fue la prudencia, y yo fui diestro
en esquivar la marcha de este mundo en retroceso
hacia alcázares no amurallados, hueros.
Entonces, cuando mucha sangre haya atascado las ruedas de los
carros
yo me levantaré a lavarla en los manantiales gratos.
Incluso con verdades que estaban demasiado hondas para el
engaño
volcaría mi espíritu sin resguardo
pero no por las llagas ni la letrina de la guerra.
Han sangrado las frentes de los hombres donde no había desgarro.
Soy el enemigo, amigo, que has matado.
Te conocí en esta oscuridad porque así ayer mostrabas
el ceño cuando, a través de mí, has punzado y matado”.
Le repliqué, pero mis manos estaban reacias y frías.
“Ahora durmamos…”
Versión de Miguel Ángel Montezanti
***
Una de las cartas escritas en el hospital de Somme:
"Los evangelistas han huido de unos pocos candeleros, el incienso discreto, los altares serenos, la música misteriosa, el ritual armonioso, hacia una poderosa iluminación eléctrica, ambiente sobrecalefaccionado, plataformas de palmera, grandiosos pianos, música fuerte y animada, ritual extemporáneo, pero no puedo ver que estén más cerca del Reino. (...) Yo he comprendido una luz que nunca se filtrará en el dogma de ninguna iglesia nacional; esto es, que uno de los mandamientos esenciales de Cristo fue: ¡Pasividad a
cualquier precio! Sufrir deshonor y desgracia, pero nunca recurrir a las armas. Ser amedrentado, ser ultrajado, ser matado, pero no matar. Puede ser un principio quimérico e ignominioso, pero ahí está. Puede ser ignorado, y creo que los profesionales del púlpito lo están, en verdad, ignorando hábil y exitosamente (...) Cristo está literalmente en tierra de nadie. Allí los hombres oyen a menudo Su Voz: Nadie tiene más amor que éste, dar la vida por el amigo. ¿Sólo se lo dice en inglés y francés? No lo creo; Así ves que el puro cristianismo no puede ajustarse al puro patriotismo.
Nota: La pasividad proclamada por Owen podría tener una justificación filantrópica; pero la
mención del pasaje evangélico (Jn. XV, 3) comporta un paso más allá: significa nada
menos que la disyunción entre la moral del individuo y la moral del Estado. En
ocasión de la Segunda Guerra Mundial T.S. Eliot proclamaba una crítica análoga en
The Idea of a Christian Society
(Tomado de www.memoria.fahce.unlp.edu.ar)
**
Foto: tomada de www.ambosmundos.es
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
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