martes, 30 de noviembre de 2010

El dilatado y brillante verano

Algo más de EDITH SITWELL
(Inglaterra, 1887-1964)



CANCIÓN
Traducción: Luis Iturmendi

Una vez mi corazón fue rosa de verano
Despreocupada de qué era correcto o qué equivocado.
Y el sol fue otra rosa, ese año,
Brillaron, el sol y la rosa, cariño-
Sobre la extensa y luminosa tierra veraniega
Todo el dilatado y brillante verano.

Como camino por extensa y luminosa tierra veraniega
Todo lo que supe de la sombra
Fue una nube, mi paraguas gris crujiente
Y seda afilada, que alojó rayos de acero y lluvia gris
Esconde mi rosa lejos, cariño,
Esconde mi rosa lejos.

Y mi risa relumbrante cual vuelo de pájaros
Todo en el alegre verano,-
Espantando pichones y parlanchines estorninos
Y otras preciosas bellezas, cariño,
Y otras preciosas bellezas.

A mi corazón como una rosa acudió una lluvia de lágrimas
(Todo en el dilatado y brillante verano)
Mas quedó solo en la superficie, sobre el pecho
Como un bosque lleno de palomas,
Y solo su canción amarga, amor-
Y solo su canción amarga.

Atravesé un sendero hasta Feather Town-
(Todo en el dilatado y brillante verano)-
El ocioso viento hinchó hasta arriba ese pueblo
De aire, cuando sopló por dentro.

Ahora paseo sola por Lead Town
(Todo en el dilatado y brillante verano...)
Donde la gente prudente pasea como la Muerte-
Y nadie mira mi camino.

Para que, marchitándose mi corazón, esa rosa de verano,
Viniese otro corazón como un sol-
Y se bebiera todo el rocío de la rosa, amor,
Y los pájaros olvidasen su canción
Que sonaba a lo largo de todo el verano, cariño-
Todo el dilatado y brillante verano.
***
De EXCÉNTRICOS INGLESES

(Fragmento)

“También capturó cabras -seguía diciendo el señor Howell-, y lo mismo que a sus gatos, les enseñó a bailar, y posteriormente afirmaba a menudo que nunca había bailado con el corazón más ligero o con mayor entusiasmo en ningún otro lugar y al ritmo de mejor música… Tal vez era un hombre tan feliz, qué digo, más feliz que cualquier otro hombre en la sala de baile más alegre del país más civilizado de la tierra.”
La llegada del Duke y el Dutchess que, sorprendidos por la aparición de una fogata en una isla que, por lo demás, parecía desierta, decidieron investigar la causa, interrumpió este estado de felicidad.
Al principio, cuando supo que el capitán Dampier, su antiguo jefe, iba a bordo, el señor Selkirk se negó a que lo rescataran. Finalmente lo convencieron de que se uniera a la tripulación de uno de los barcos como oficial de cubierta, y gradualmente, nos cuenta el señor Howell, “reanudó sus viejos hábitos de marinero, pero sin los vicios que a veces comporta la profesión. Se abstenía rígidamente de juramentos blasfemos”. A decir verdad, “la religión imperaba sobre todas las acciones” de aquel piadoso pirata.
Sus aventuras no habían finalizado, ni mucho menos. Por supuesto, fue testigo de la victoria del doctor Dover sobre la peste, y lo enviaron en busca de su camarada de a bordo, el señor Hatley, a quien se le había encargado una expedición desde la nave con un puñado de compañeros, pero desaparecieron, capturados por unas gentes bárbaras que los azotaron y ataron a los árboles por el cuello, una precaria situación de la que fueron rescatados por un sacerdote.
Cuando Alexander Selkirk (o Robinson Crusoe, como lo llamó Defoe), el camarada de a bordo del señor Hatley, regresó a Inglaterra, a punto estuvo de convertirse en ermitaño ornamental (aunque no remunerado), pues “en lo alto de una eminencia que había en el huerto que su padre tenía en Largo, construyó una especie de cueva, en cuyo interior meditaba, frecuentemente con los ojos bañados en lágrimas”.
Tal vez echaba de menos a sus compañeros de baile.
En cuanto al capitán Hatley, “llegó sano y salvo a Londres en 1723”, nos dice el señor Howell, y “tras este periodo no se sabe nada más de él”.
Y sin embargo…

En la obra Viaje alrededor del mundo por la ruta de los grandes mares del Sur, del capitán George Shelvocke (pp. 72-73) leemos:

Teníamos continuas borrascas de aguanieve y nieve, así como chubascos, y unas nubes tenebrosas nos ocultaban perpetuamente los cielos. En una palabra, a uno le parecería imposible que cualquier ser vivo pudiera subsistir en un clima tan rígido. Y, en efecto, todos observamos que no habíamos avistado ninguna clase de pez desde nuestra llegada al sur del estrecho de Le Mair, ni tampoco aves marinas, excepto un desconsolado albatros negro, que nos acompañó durante varios días, cerniéndose por encima de nosotros como si se hubiera perdido, hasta que Hatley, mi segundo capitán, al observar, en uno de sus accesos de melancolía, que aquel ave siempre se cernía cerca de nosotros, imaginó, por su color, que podría ser un mal augurio. Lo que, supongo, le indujo más a caer en la superstición fue la serie continua de vientos tempestuosos contrarios, que nos habían oprimido desde que nos hicimos a la mar. Sea como fuere, al cabo de varios intentos infructuosos, por fin logró abatir al albatros, tal vez sin dudar de que a partir de entonces tendríamos un viento propicio.

John Livingstone Lowes observa (op. cit.) que “este podría ser el llamado “albatros tiznado” (en otro tiempo Diomedea fuliginosa, y ahora, en la jerga científica, Phoehetria palpebrata antarctica), que frecuenta las mismas latitudes, y a este albatros, como su nombre común implica, puede denominársele apropiadamente negro”.
Pues el señor Howell se equivocaba al afirmar que no se supo nada más de Simon Hatley.
Fue el original del Viejo marinero.
FIN

Nota: Sí, son muy ingleses y son muy excéntricos pero en ningún momento me pareció “una de las lecturas más hilarantes de todos los tiempos”. Y todavía no sé por qué.

De EXCÉNTRICOS INGLESES. Traducción de Jordi Fibla
Lumen Ensayo, 2009. 
***
Un hombre, en el siglo XVII, sufría ventosidades, llamémoslo Señor Piedra. Creyó dar con un remedio eficaz, “llevaba algún tiempo practicando el hábito, sugerido por unos amigos, de tragar piedrecillas redondas y blancas a fin de remediar ese trastorno. Al principio la prescripción actuó admirablemente y, al cabo del ciclo natural eliminó las piedrecillas y el aire; pero algún tiempo después el aire regresó a las entrañas. Recurrió de nuevo a las piedrecillas y uno y otras se aferraron a él y no quisieron abandonarlo”. Buscando una cura para su redoblado malestar, el Señor Piedra se tragó 200 piedrecitas… y las guardó en su cuerpo dos años y medio. Entonces perdió por completo el apetito y sufrió espantosas indigestiones, por no hablar de las dichas flatulencias. Fue a ver al médico. Éste dijo que podía oír “el ruido de las piedras como si estuvieran en una bolsa”. Salió al aire libre, amarró al Señor Piedra patas arriba, y lo agitó con violencia. La gente se había congregado a ver la escena: las piedras hicieron un viaje breve, lento y ruidoso en dirección a la boca del señor Piedra. Entonces, el médico lo puso de pie de nuevo, “y el sonido de las 200 piedras que caían una tras otra en su lugar de descanso original alegró a la multitud”. El médico dejó al Señor Piedra en paz con sus piedrecillas, su falta de apetito, sus indigestiones, sus flatulencias.

De su recopilación de seres extraños de otros tiempos

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char