viernes, 15 de mayo de 2009
Fiero desacato
MIGUEL de UNAMUNO y JUGO
(España,
1864-1936)
¡Qué extraño animal es el hombre! Nunca está en lo que tiene delante. Nos acaricia sin que sepamos por qué y no cuando le acariciamos más, y cuando más a él nos rendimos nos rechaza o nos castiga. No hay modo de saber lo que quiere, si es que lo sabe él mismo. Siempre parece estar en otra cosa que en lo que está, y ni mira a lo que mira. Es como si hubiese otro mundo para él. Y es claro, si hay otro mundo, no hay este.
De Niebla
***
Llegó, por fin, una mañana en que se le desprendieron a Ramiro las escamas de la vista y, purificada ésta, vio claro con el corazón. Rosa no era una hermosura cual él se había creído y antojado, sino una figura vulgar, pero con todo el más dulce encanto de la vulgaridad recogida y mansa; era como el pan de cada día, como el pan casero y cotidiano, y no un raro manjar de turbadores jugos. Su mirada, que sembraba paz, su sonrisa, su aire de vida, eran encarnación de un ánimo sedante, sosegado y doméstico. Tenía su pobre mujer algo de planta en la silenciosa mansedumbre, en la callada tarea de beber y atesorar luz con los ojos y derramarla luego convertida en paz; tenía algo de planta en aquella fuerza velada y a la vez poderosa con que de continuo, momento tras momento, chupaba jugos de las entrañas de la vida común ordinaria y en la dulce naturalidad con que abría sus perfumadas corolas. ¡Qué de recuerdos! Aquellos juegos cuando la pobre se le escapaba y la perseguía él por la casa toda fingiendo un triunfo para cobrar como botín besos largos y apretados, boca a boca; aquel cogerle la cara con ambas manos y estarse en silencio mirándole al alma por los ojos y, sobre todo, cuando apoyaba el oído sobre el pecho de ella, ciñéndole con los brazos el talle, y escuchándole la marcha tranquila del corazón le decía: ¡Calla, déjale que hable!
De La tía Tula
***
¡Dime qué dices, mar, qué dices, dime!
Pero no me lo digas; tus cantares
son, con el coro de tus varios mares,
una voz sola que cantando gime.
Ese mero gemido nos redime
de la letra fatal, y sus pesares,
bajo el oleaje de nuestros azares,
el secreto secreto nos oprime.
La sinrazón de nuestra suerte abona,
calla la culpa y danos el castigo;
la vida al que nació no le perdona;
de esta enorme injusticia sé testigo,
que así mi canto con tu canto entona,
y no me digas lo que no te digo.
***
OFELIA DE DINAMARCA
Rosa de nube de carne
Ofelia de Dinamarca,
tu mirada, sueñe o duerma,
es de Esfinge la mirada.
En el azul del abismo
de tus niñas –todo o nada,
“ser o no ser”–, ¿es espuma
o poso de vida tu alma?
No te vayas monja, espérame
cantando viejas baladas,
suéñame mientras te sueño,
brízame la hora que falta.
Y si los sueños se esfuman
–“el resto es silencio”–, almohada
hazme de tus muslos, virgen
Ofelia de Dinamarca.
***
5
La unión con Dios
Querría, Dios, querer lo que no quiero;
fundirme en Ti, perdiendo mi persona,
este terrible yo por el que muero
y que mi mundo en derredor encona.
Si tu mano derecha me abandona,
¿qué será de mi suerte? Prisionero
quedaré de mí mismo; no perdona
la nada al hombre, su hijo, y nada espero.
"¡Se haga tu voluntad, Padre!" –repito–
al levantar y al acostarse el día,
buscando conformarme a tu mandato,
pero dentro de mí resuena el grito
del eterno Luzbel, del que quería
ser, ser de veras, ¡fiero desacato!
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
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