GEORGES BATAILLE
(Billom, Francia, 1897–París, íd., 1962)
Ser Orestes
El tapete verde es esta noche estrellada en la que caigo,
arrojado como el dado en un campo de posibles efímeros.
No tengo una razón para “considerarla mala”.
Siendo una caída ciega en la noche, supero mi voluntad a mi
pesar (que no es en mí más que algo dado); y mi miedo es el
grito de una libertad infinita.
Si no superase de un salto la naturaleza “estática y dada”,
estaría definido por las leyes. Pero la naturaleza juega
conmigo, me arroja. LEJOS de sí misma, más allá de las
leyes, de los límites que la hacen amada de los humildes.
Soy el resultado de un juego, lo cual, si yo no existiera, no
sería, lo cual podría no ser.
Soy, en medio de una inmensidad, un más que desborda
esta inmensidad. Mi dicha y mi ser mismo dimanan de ese
carácter desbordante.
Mi estupidez ha bendecido la naturaleza caritativa, arrodillada
ante Dios.
Lo que soy (mi risa y mi dicha ebrias) no es por eso menos
aventurado, confiado al azar, arrojado fuera en la noche,
expulsado como un perro.
El viento de la verdad ha respondido como una bofetada a
la mejilla ofrecida de la piedad.
El corazón es humano en tanto y en cuanto se rebela (eso quise
decir: ser un hombre es “no inclinarse ante la ley”).
Un poeta no justifica –no acepta- por completo la naturaleza.
La verdadera poesía se halla fuera de las leyes. Pero la poesía,
por último, acepta la poesía.
¡Cuándo aceptar la poesía la convierte en su término
contrario (se vuelve mediadora de una aceptación)! Contengo
el salto con el que superaría el universo, justifico el mundo
que nos es dado, me conformo con él.
¡Insertarme en lo que me rodea, explicarme o no ver en mi
insondable noche sino una fábula para niños (tener una
imagen o física o mitológica de mí mismo)! ¡No!…
Renunciaría al juego.
Me niego, me rebelo, pero por qué perderme. Si delirase
sería simplemente natural.
El delirio poético ocupa un lugar en la naturaleza. La
justifica, acepta embellecerla. El rechazo pertenece a la
conciencia clara, que valora cuanto le acontece.
La clara distinción de los diversos posibles, el don de llegar
hasta el último confín, son resultado de la atención serena. El
juego sin retorno de mí mismo, el ir más allá de todo lo dado
exige no sólo esa risa infinita, sino también esta meditación
lenta (insensata, pero por exceso).
Es la penumbra y el equívoco. La poesía aleja al mismo
tiempo de la noche y del día. No puede ni cuestionar ni
accionar este mundo que me traba.
Esa amenaza suya se mantiene: la naturaleza puede aniquilarme
—reducirme a lo que ella es, anular el juego al que yo
juego por encima de ella— que exige mi locura, mi alegría,
mi vigilia infinitas.
Relajarse retira del juego y el exceso de atención, lo mismo.
El arrebato jubiloso, el salto desatinado y la calma lucidez
se le exigen al jugador, hasta el día en que lo abandona la
suerte o la vida.
Me acerco a la poesía; pero para ofenderla.
En el juego que supera la naturaleza, es indiferente que yo
la supere o que ella se supere en mí (ella es quizá toda
entera exceso de sí misma) pero, con el tiempo, el exceso se
inserta al fin en el orden de las cosas (moriré en ese
momento).
He necesitado, para aprehender algo posible en medio de
una evidente imposibilidad, figurarme primero la situación
inversa.
Suponiendo que yo quiera limitarme al orden legal, tengo
pocas posibilidades de lograrlo por entero: pecaré de
inconsecuente, de rigor desafortunado…
En el rigor extremado, la exigencia de orden detenta un
poder tan grande que no puede volverse contra sí misma.
En la experiencia que de ello tienen los devotos (los
místicos), la persona de Dios está situada en la cúspide de
un sinsentido inmoral: el amor del devoto realiza en Dios —
con el que se identifica— un exceso que, si lo asumiera
personalmente, lo hincaría de rodillas, asqueado.
La reducción al orden fracasa, de cualquier modo: la
devoción formal (sin exceso) conduce a la inconsecuencia.
Por tanto, la tentativa inversa tiene probabilidades. Le es
preciso seguir caminos tortuosos (risas, náuseas
incesantes). En el plano en el que se representan esas cosas,
cada elemento se convierte en su contrario incesantemente.
Dios se carga de pronto de “horrible grandeza”. O la poesía
deriva hacia el embellecimiento. A cada esfuerzo que hago
por aprehenderlo, el objeto de mi anhelo se convierte en el
contrario.
El fulgor de la poesía se manifiesta fuera de los momentos
que alcanza en un desorden de muerte.
(Un común acuerdo sitúa aparte a los dos autores que
sumaron al de la poesía el fulgor de un fracaso. El equívoco
está ligado a sus nombres, pero uno y otro agotaron el
sentido de la poesía que acaba en su contrario, en un
sentimiento de odio a la poesía. La poesía que no se eleva al
sinsentido de la poesía no es más que el vacío de la poesía,
que la poesía bella.)
¿Para quién son esas serpientes?
Lo desconocido y la muerte… sin el mutismo de res, el único
suficientemente sólido en tales caminos. En lo desconocido,
ciego, sucumbo (renuncio a la eliminación razonada de los
posibles).
La poesía no es un conocimiento de sí, y menos aún la
experiencia de un lejano posible (de lo que anteriormente no
existía) sino la simple evocación con palabras de
posibilidades inaccesibles.
La evocación tiene sobre la experiencia la ventaja de una
riqueza y de una facilidad infinita pero aparta de la
experiencia (esencialmente paralizada).
Sin la exuberancia de la evocación, la experiencia sería
razonable. Comienza a partir de mi locura, si la impotencia
de la evocación me asquea.
La poesía abre la noche al exceso del deseo. La noche que
han dejado los estragos de la poesía es en mí la medida de
un rechazo —de mi loca voluntad de desbordar el mundo—.
También la poesía desbordaba ese mundo, pero no podía
cambiarme.
Mi libertad ficticia aseguró ante todo que no destruía la ley
de lo dado por la naturaleza. Si me hubiera conformado, me
habría sometido con el tiempo a la dimensión de lo dado.
Continuaba cuestionando los límites del mundo, al ver la
miseria de quien con ellos se conforma, y no pude soportar
por mucho tiempo lo fácil de la ficción: yo le exigía la
realidad, me volví loco.
Si mentía, me quedaba en el plano de la poesía, de una
superación verbal del mundo. Si perseveraba en una
denigración ciega del mundo, mi denigración era falsa
(como la superación). En cierto modo, mi conformidad con
el mundo se profundizaba. Pero al no poder mentir a
sabiendas, me volví loco (capaz de ignorar la verdad). O al
no saber ya, para mi solo, representar la comedia de un
delirio, me volví loco pero interiormente: viví la experiencia
de la noche.
La poesía dio simplemente un giro: escapé por ella del
mundo del discurso, que para mí se había convertido en el
mundo natural, entré con ella en una especie de tumba
donde la infinitud de lo posible nacía de la muerte del
mundo lógico.
Al morir la lógica, daba a luz locas riquezas. Pero lo posible
evocado no es sino irreal, la muerte del mundo lógico es
irreal, todo es turbio y huidizo en esta oscuridad relativa.
Puedo burlarme de mí mismo y de los demás: ¡todo lo real
carece de valor, todo valor es irreal! De allí esa facilidad y
esa fatalidad de deslizamientos en los que ignoro si miento o
estoy loco. La necesidad de la noche procede de esa
situación desafortunada.
La noche no podía sino desviarse de todo ello.
El cuestionarlo todo nacía de la exasperación de un deseo,
¡que no podía abocar al vacío!
El objeto de mi deseo era, en primer lugar, la ilusión y no
pudo ser más que en segundo lugar el vacío de la desilusión.
El cuestionamiento sin deseo es formal, indiferente. No es de
ello de lo que podría decirse: “Es idéntico al hombre”.
La poesía revela un poder de lo desconocido. Pero lo
desconocido no es más que un vacío insignificante, si no es
el objeto de un deseo. La poesía es término medio, oculta lo
conocido en lo desconocido: es lo desconocido ornado de los
colores cegadores y de la apariencia de un sol.
Deslumbrado por mil figuras en las que se componen el
tedio, la impaciencia y el amor. Ahora mi deseo sólo tiene
un objeto: lo que hay más allá de esas mil figuras y la
noche.
Pero en la noche miente el deseo, y de esa forma, deja de
parecer su objeto. Esa existencia que yo he llevado “en la
noche” se asemeja a la del amante cuando muere el ser
amado, a la de Orestes al enterarse del suicidio de
Hermione. No puede reconocer en la naturaleza de la noche
“lo que ella esperaba”.
**
De Lo imposible. Ed. Nacional, Madrid
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
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