miércoles, 5 de mayo de 2010

Hay lugares sin hora


AMELIA BIAGIONI
(Gálvez, Santa Fe, 1916 - Buenos Aires, 2000)


ENTREVISTA
Por Enrique Butti


Ya en nuestro primer contacto, por teléfono, Amelia Biagioni se había negado a ser entrevistada. Se había negado con firmeza, sin posibilidad de réplica, sin atisbo de esa especie de seducción que ejercita quien se rehúsa para más para hacerse desear y rogar. “Ya no escribo”, dijo, para disculparse ante mi insistencia por querer conocerla. Finalmente, cuando supo que no tenía su último libro, “Las cacerías”, se ofreció a regalármelo.

Hasta que el ascensor me dejó en su 13er. piso de la calle Corrientes especulé con la idea de encender el grabador escondido en el portafolios. No caí, por suerte, en esa mezquina ruindad, por suerte para Amelia y para mí, no para el lector de esta nota, privado de la transcripción exacta de las tenues palabras que ella pronunció durante la visita.
La impresión que aún conservo es la de que Amelia Biagioni, conjurada por el destino, quizás, obligada por la noche, quisiera parecer una mujercita frágil y desfalleciente. La traicionan siempre, sin embargo, los ojos chispeantes y los movimientos graciosos.

Esa mirada, aguda y penetrante, se adivina en su obra, cuando un golpe de magia transforma el tono grave y explorador de su poesía en una tonada, en una cueca o chacarera llena de humor y de ironía. Como cuando hace hablar a los batracios, en “Las cacerías”: “...// y para terminar revelo / que soy un príncipe encantado. / Cualquier día regresaré / coronado de hierbas / a mi estatura y mi destino. / Y saldré a enderezar los pueblos / con la verdad original / aprendida en el barro”, y “De boca cerrada no salen moscas”; y “A marido regalado / no se le mira el príncipe”.

“Ya no escribo; temo que no escribiré más. Mientras hubo angustia hubo vitalidad. La angustia obliga a la acción, al movimiento, me llevaba a la escritura; lo que es terrible es la indiferencia, la impasibilidad, la inacción del limbo.” Yo no quise creerle; sus ojos y sus movimientos parecían desmentir la gravedad de su confesión. “Vamos, Amelia, quien conoce como usted el vicio de la poesía es imposible que pueda dejarlo tan fácilmente”, bromeé. Estaba de pie en ese momento; volvía de la cocina, creo. Dijo: “La poesía es una visitante; viene cuando quiere y se va cuando quiere”.

Las claves de su poesía están en las palabras (y en las resonancias y en las metáforas que implican) “fuga” (y la fugitiva), persecución (y la perseguida), la “caza” (y la señalada, la desarraigada, la emparedada, la extranjera, la descalza jadeante). En su poema “León” (y es el león quien habla) dice: “No importa si la pálida mujer / que en su torre escribe / amontona palabras tibias. // Cuando duerme / de un rojo salto / la arrebato y enciendo / la llevo a su selva / le infundo mi dinastía / y la obliga a reinar, / a avanzar segura y espléndida / a apresar bravamente / las palabras amantes o guerreras / y a desdeñar las otras”. Las palabras amantes o guerreras, dice, y desdeñar las otras, las que no gravitan en lo profundo. Entendí entonces que Amelia pretendía el mayor poder, la mejor fuerza de las palabras. Que exigía todo, y si no prefería la nada.

Traté de bromear también cuando anunció que pronto dejaría Buenos Aires para regresar a su natal ciudad de provincia, Gálvez. Le recordé el aire puro del campo, el estimulante retorno a los orígenes. Ella fue terrible otra vez cuando me interrumpió: “Vuelvo a Gálvez como un elefante a su última morada”.

Después me presentó los cuadros y los objetos que pueblan su departamento: una ilustración a un poema suyo, de Batlle Planas; un dibujo del Quijote, de Carlos Alonso... En el pequeño cuarto donde trabaja me mostró un collage de reproducciones y dedicatorias: un acróstico de Pedroni; un juego de palabras y flores de Mujica Láinez; un original de Enrique Banchs; una página manuscrita de Borges joven (con una letra asombrosamente pequeña, las líneas aplicadamente apiladas, minuciosas)... En su dormitorio, sobre la cama, la reproducción de un paisaje de Cézanne. En el borde inferior del cuadro hay una fila de árboles. Se acercó para indicármelos con el dedo: “¿Ves? Estos árboles escriben un nombre: Omar Khayyán. Quién sabe si Cézanne no lo hizo intencionalmente...”. Aunque no descifré las letras en la pintura, le dije que sí, que las veía. Recordaba entre tanto ese extraordinario poema breve de Amelia, “Espesura”, que dice: “Entré en mi espesura / y vi tu nombre escrito con árboles”.

Le pedí que leyera un poema en voz alta y me permitiera grabarlo (leyó “La fugitiva”, que es casi un grito), le pedí que me permitiera fotografiarla, le pedí un poema inédito que salvara y justificara la idea de escribir este artículo. Así que cuando me habló de su último libro editado, “Las cacerías”, y explicó que el tema central era la vida entendida como caza, la caza como motor del universo, me sentí como un perseguidor de imágenes exteriores, de sensaciones vanas y lejanas a las de su poesía. Se lo dije y nos reímos. “Sí, todos cazamos, sea signos, amor, o poder, o libertad”. Un fragmento del poema “Bosque” manifiesta claramente la intuición que guía a ese libro: “...// Mi actos / me mostraron / que el universo es un oscuro claro andante bosque / donde todo movimiento es cacería”.

Finalmente buscó su libro inédito sobre Van Gogh. Paseamos el libro, magnífico, tratando de encontrar un poema que pudiese extrapolarse del conjunto; era difícil, porque los poemas de cada libro de Amelia se interrelacionan formando un sólido, estrecho andamiaje. Cada poema se refiere a un episodio de la vida, o a una obra, del pintor maldito. Antes de leer cada texto, en el cuarto soleado, Amelia contaba la anécdota que la había inspirado. Hablaba de Van Gogh con un gran conocimiento, con una ternura que sobrepasaba la admiración y la piedad: “El pobre Vincent... La pobre prostituta que recibió el lóbulo de su oreja (porque él había visto las corridas de toros y, quizá, cortarse la oreja le pareció una manera de destruir la bestia que se debatía dentro suyo...)”.

El último recuerdo de la visita es el mediodía detenido en las ventanas; ella, devuelta a su oficio o arte sombrío; en su boca la historia de Vincent que habla con su hermano muerto, llamado Vincent como él: el diálogo de un hombre ante su tumba: “... —Qué harás oh Vincent sin mis días en tu agujero vertiginoso./ —Seguir muriendo inmensamente Vincent./ —Qué haré Vincent sin ti cruzando el viento./ —Vivir con desmesura Vincent/ explorando el jardín humano/ mientras tu espalda en éste yacerá”.
**
Fuente: Suplemento cultural de El Litoral, 5 de setiembre de 1983.
***
Encuentro

Fue en Corrientes y San Martín
Y en un rato de otoño.
Después que el prodigioso atardecer
Borró murallas de cotizaciones
Cerró el tiempo
Y extendió un bosque lila.
Allí supe
Que hay lugares sin hora
En donde el agua y el aceite
O Bach o Villa Lobos
O los pasos de los diversos
Comparten aura.

En aquel bosque lila
Vi a dos hombres distintos y perennes
En sus páginas y en sí mismos,
Dos de las varias escrituras
De Buenos Aires.

Inesperadamente
Los singulares, encendidos
Por los dos mundos del crepúsculo
Se divisaron en un claro,
Con ademán volando
Se saludaron en el oro,
Al lila refluyeron
Y caminaron
Alejados y acercados
Por hojarascas paralelas.

Uno extraviaba entre los árboles
Su agonía quemante
Y el otro dispersaba entre los pájaros
Su agonía funámbula.
Pero tendiendo.
Cada uno en su letra
Y oyendo a la diversa,
Roberto y Macedonio
Desandaban
Maravillados de escucharse.

Hasta que se atraparon.
Hasta que cada cual se oyó en el otro.
Hasta que hubo
Una sola escritura
O pasión
O senda,
Y por ella los dos se fueron.
**
De Poesía completa, de Amelia Biagioni. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2009.
Imagen: www.ucm.es/info/especulo/numero23

4 comentarios:

Anónimo dijo...

maravillosa la mención de la entrevista y la poesía. Gracias.
Susana.

Irene Gruss dijo...

Gracias por pasar, Susana; Irene

Griselda García dijo...

Qué hermosa la entrevista, Irene, gracias por publicarla.

Irene Gruss dijo...

Griselda, gracias por la visita, Irene

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char