Mostrando entradas con la etiqueta VIRGINIA WOOLF. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta VIRGINIA WOOLF. Mostrar todas las entradas

jueves, 26 de abril de 2018

¿Restos, pedazos, fragmentos, nosotros también somos eso?

VIRGINIA WOOLF 

(Londres, Inglaterra, 1882-Lewes, Sussex, id., 1941)

Lunes o martes

Perezosa e indiferente, sacudiendo con facilidad el espacio de sus alas, conocedora de su camino, pasa la garza sobre la iglesia, bajo el cielo. Blanco e indiferente, ensimismado, el cielo cubre y descubre sin cesar, se va y se queda. ¿Un lago? ¡Quítale las orillas! ¿Una montaña? Sí, perfecto, con el oro del sol en las laderas. Cae desde lo alto. Helechos o plumas blancas, siempre, siempre…

Deseando la verdad, esperándola, destilando laboriosamente unas pocas palabras, deseando siempre (se inicia un grito a la izquierda, otro a la derecha; ruedas golpean divergentes; omnibuses se conglomeran en conflicto), deseando siempre (el reloj asevera con doce claras campanadas que es mediodía; la luz vierte escamas de oro; niños se arremolinan), deseando siempre verdad. Roja es la cúpula; de los árboles cuelgan monedas; el humo sale lento de las chimeneas; ladrido, alarido, grito. «Compro metal»… ¿Y la verdad?

Como rayos orientados hacia un punto, pies de hombres, pies de mujeres, negros o con incrustaciones doradas (Esa niebla… ¿Azúcar? No, gracias… La commonwealth del futuro), la luz del fuego salta y deja roja la estancia, salvo las negras figuras y sus ojos brillantes, mientras descargan una camioneta fuera, la señorita Thingummy sorbe té en su mesa escritorio, y las vitrinas protegen abrigos de pieles.

Cacareada, leve cual hoja, rizada en los bordes, pasada por las ruedas, plateada, en casa o fuera de casa, reunida, esparcida, derrochada en diferentes platillos de la balanza, barrida, sumergida, desgarrada, hundida, ensamblada… ¿Y la verdad?

Recordar ahora junto al fuego del hogar la blanca plaza de mármol. De las profundidades de marfil se alzan palabras que vierten su negrura, florecen y penetran. El libro caído; en la llama, en el humo, en las perecederas chispas; o ya viajando, la bandera en la plaza de mármol, minaretes debajo y mares de la India, mientras los espacios azules corren y las estrellas brillan… ¿la verdad?, o bien, ¿satisfacción con su proximidad?

Perezosa e indiferente la garza regresa; el cielo cubre con un velo sus estrellas; las borra luego.
**
La marca en la pared

Pero, en lo referente a la marca, realmente no estoy segura. A fin de cuentas, no creo que fuera una marca dejada por un clavo; era demasiado grande, demasiado redondeada.
Hubiera podido levantarme, pero si me levantaba y la miraba, había diez probabilidades contra una de que no supiera averiguarlo con certeza; debido a que, cuando se hace una cosa, una nunca sabe cómo ocurrió. Oh, sí, el misterio de la vida, la inexactitud del pensamiento...
La ignorancia de la humanidad... Para demostrar cuan poco dominio tenemos sobre nuestras posesiones —cuan accidental es nuestro vivir, después de tanta civilización—, séame permitido enumerar unas pocas cosas entre todas las que perdemos a lo largo de nuestra vida, comenzando por la pérdida que siempre me ha parecido la más misteriosa entre todas:
¿qué gato es capaz de masticar o qué ratón es capaz de roer, tres estuches azul pálido de herramientas para encuadernar libros? Luego vinieron los casos de las jaulas de pájaros, de los aros de hierro, de los patines metálicos, del recipiente para carbón estilo Reina Ana, del tablero de bagatela, del organillo... todo ello desaparecido, y también las joyas. Ópalos y esmeraldas, enterrados están entre las raíces de los nabos. ¡Qué difícil e irritante asunto es la certeza! Lo increíble es que lleve ropas puestas y esté rodeada de sólidos muebles en este instante. En realidad, si se quiere comparar la vida a algo, debe compararse a que la lancen a una por el túnel del metro a cincuenta millas por hora, para acabar en el otro extremo, sin siquiera una horquilla en el pelo. ¡Que la lancen a una a los pies de Dios totalmente desnuda!
¡Cruzar, rodando los prados de asfódelo igual que los paquetes de papel castaño son lanzados por el tobogán en correos! Con el cabello al viento, como la cola de un caballo de carreras. Sí, esto parece expresar la rapidez de la vida, el perpetuo destrozo y reparación, todo tan al azar, tan sin sentido...
Pero después de la vida. El lento arrancar de gruesos tallos verdes, de manera que el cáliz de la flor, al inclinarse, no arroje sobre una un diluvio de luz roja y morada. A fin de cuentas, ¿por qué no habría una de nacer allá, tal como nació aquí, indefensa, sin habla, incapaz de centrar la vista, a tientas entre las raíces del césped, entre los dedos de los pies de los Gigantes? Y en lo tocante a decir lo que son árboles, lo que son hombres y mujeres, o si semejantes entes existen, no se estará en condiciones de hacerlo en el curso de cincuenta
años aproximadamente. No habrá nada, salvo espacios de luz y de tinieblas, cruzados por recias vallas, y quizá, bastante arriba, marcas en forma de rosa de confuso color —oscuros rosados y azules— que, al paso del tiempo, se harán menos confusas, se convertirán en... No sé en qué.
Pero esa marca en la pared no es un agujero, ni mucho menos. Puede haber sido causada por una sustancia redonda y negra, como un pequeño pétalo de rosa, resto del pasado verano, ya que no soy un ama de casa muy esmerada —y, como demostración, basta mirar, por ejemplo, el polvo en la repisa del hogar, polvo que, según dicen, enterró a Troya tres veces, y sólo algunos fragmentos de cerámica se resistieron a ser aniquilados, lo cual parece cierto.

Relatos completos (Virginia Woolf), Alianza Ed., 2006
**
Entre actos
(1941)

¿Era aquella voz nosotros mismos? ¿Restos, pedazos, fragmentos, nosotros también somos eso? La voz se apagó.»

Entre actos, Lumen, 2008.


jueves, 2 de marzo de 2017

La atea doctrina de hacer el bien por el bien

VIRGINIA WOOLF
(Londres, 1882-Lewes, Sussex, Inglaterra, 1941)

La señora Dalloway
(Fragmentos)

Ahora no diría a nadie en el mundo entero qué era esto o lo otro. Se sentía muy joven, y al mismo tiempo indeciblemente avejentada. Como un cuchillo atravesaba todas las cosas, y al mismo tiempo estaba fuera de ellas, mirando. Tenía la perpetua sensación, mientras contemplaba los taxis, de estar fuera, fuera, muy lejos en el mar, y sola; siempre había considerado que era muy, muy peligroso vivir, aunque sólo fuera un día. Y conste que no se creía inteligente ni extraordinaria. Ignoraba cómo se las había arreglado para ir viviendo con los escasos conocimientos que Fräulein Daniels le había impartido. No sabía nada; ni idiomas, ni historia; ahora rara vez leía un libro, como no fuera de memorias, en la cama; y sin embargo esto le parecía absorbente; todo esto; los taxis que pasaban; y nunca diría de Peter, ni diría de sí misma, soy esto, soy aquello.
**
Era desesperante, pensaba, llevar este monstruo brutal agitándose en su interior; la irritaba oír el sonido de las ramas quebrándose, y sentir sus cascos hincándose en las profundidades de aquel bosque de suelo cubierto por las hojas, el alma. No podía estar en momento alguno totalmente tranquila o totalmente segura, debido a que en cualquier instante el monstruo podía atacarla con su odio que, de manera especial después de su última enfermedad, tenía el poder de provocarle la sensación de ser rasgada, de dolor en la espina dorsal. Le producía dolor físico, y era causa de que todo su placer en la belleza, en la amistad, en sentirse bien, en ser amada y en convertir su hogar en un sitio delicioso, se balanceara, temblara y se inclinara, como si realmente hubiera un monstruo royendo las raíces, como si la amplia gama de satisfacciones sólo fuera egoísmo. ¡Cuánto odio!
**
 Siendo dos veces más inteligente que Dalloway, Clarissa tenía que verlo todo a través de los ojos de Dalloway, lo cual es una de las tragedias de la vida matrimonial. Dotada de criterio propio, tenía que citar siempre las palabras de Richard, ¡como si uno no pudiera saber, al pie de la letra lo que Richard pensaba gracias a leer el Morning Post por la mañana! Estas fiestas, por ejemplo, estaban íntegramente dedicadas a él, a la idea que Clarissa tenía de él (para hacer justicia a Richard, sin embargo, era preciso reconocer que hubiera sido mucho más feliz dedicándose a cultivar la tierra en Norfolk). Clarissa había transformado su salón en una especie de punto de reunión; tenía especial talento para ello. Una y otra vez había visto Peter a Clarissa coger por su cuenta a un hombre joven sin el menor refinamiento; retorcerlo, darle la vuelta, despertarlo; ponerlo en marcha. Desde luego, un número infinito de individuos aburridos se congregaba a su alrededor. Pero también comparecían gentes extrañas, imprevistas; a veces un artista; a veces un escritor; bichos raros, en aquel ambiente. Y detrás de ello estaba la red de visitas, el dejar tarjetas, el ser amable con la gente; ir corriendo de un lado para otro con ramos de flores, pequeños regalos; Fulano o Zutano se va a Francia, habrá que proporcionarle una almohadilla; verdadera sangría en la fortaleza de Clarissa; ese interminable ir y venir de las mujeres como ella; pero lo hacía sinceramente, en méritos de un instinto natural.

Sin embargo, cosa rara, Clarissa era una de las personas más profundamente escépticas que Peter había conocido, y posiblemente (esta era una teoría que Peter utilizaba para explicarse a Clarissa, tan transparente en algunos aspectos, tan inescrutable en otros), posiblemente Clarissa se decía: Si somos una raza condenada, encadenada a un buque que se hunde (de muchacha, sus lecturas favoritas fueron obras de Huxley y Tyndall, a quienes gustaban las metáforas náuticas), como sea que todo no es más que una broma pesada, hagamos lo que podamos; mitiguemos los sufrimientos de nuestros compañeros de prisión (Huxley otra vez); decoremos el calabozo con flores y almohadones; seamos todo lo decentes que podamos. Estos villanos, los Dioses, no se saldrán íntegramente con la suya. Sí, porque Clarissa pensaba que los Dioses, que nunca perdían una oportunidad de dañar, frustrar y estropear el humano vivir, quedaban seriamente chasqueados si, a pesar de todo, una se comportaba como una señora. Esta fase comenzó inmediatamente después de la muerte de Sylvia, aquel horrible asunto. Presenciar como un árbol al caer mataba a la propia hermana (por culpa de Justin Parry, de su negligencia) ante sus propios ojos, a su hermana, una muchacha en la flor de la juventud, la mejor dotada de todas ellas según decía siempre Clarissa, bastaba para amargar el carácter a cualquiera. Más tarde, Clarissa quizá no fue tan tajante; creía que los Dioses no existían, que a nadie cabía culpar; y, por ello, formuló la atea doctrina de hacer el bien por el bien.
**
Si uno paseaba con ella por Hyde Park, ahora era un parterre de tulipanes, ahora un niño en un cochecito, ahora un pequeño drama que Clarissa improvisaba en un instante. Tenía un sentido del humor realmente exquisito, pero necesitaba gente, siempre gente, para que diera frutos, con el inevitable resultado de desperdiciar miserablemente el tiempo almorzando, cenando, dando sin cesar aquellas fiestas, diciendo tonterías, frases en las que no creía, con lo que se le embotaba la mente... 
**

Clarissa, viajando en el piso superior de un autobús yendo con él a algún sitio, Clarissa, por lo menos en la superficie, tan fácilmente impresionable, ora desesperada, ora con sumo optimismo, siempre vibrante en aquellos días, y tan buena compañía, descubriendo pequeñas escenas, nombres, gente, desde el piso superior de un autobús, sí, ya que solían explorar juntos Londres, y regresar con bolsas repletas de tesoros comprados en el mercado escocés, Clarissa tenía, en aquellos días, una teoría, tenían los dos montones de teorías, siempre teorías, cual tienen los jóvenes. Explicaba la insatisfacción que sentían; de no conocer a la gente; de no ser conocidos. Sí, ya que ¿cómo iban a conocerse entre sí? Se veían todos los días; luego no se veían en seis meses o en años. Era insatisfactorio, acordaron, lo poco que se conocía a la gente. Pero, dijo Clarissa, sentada en el autobús que ascendía por Shaftesbury Avenue, ella se sentía en todas partes; no "aquí, aquí, aquí"; y golpeó el respaldo del asiento; sino en todas partes. Clarissa agitó la mano, mientras ascendían por Shaftesbury Avenue. Ella era todo aquello. De manera que, para conocer a Clarissa, o para conocer a cualquiera, uno debía buscar a la gente que lo completaba; incluso los lugares. Clarissa tenía raras afinidades con personas con las que nunca había hablado, con una mujer en la calle, un hombre tras un mostrador, incluso árboles o graneros. Y aquello terminaba con una teoría trascendental que, con el horror de Clarissa a la muerte, le permitía creer, o decir que creía (a pesar de todo su escepticismo) que, como sea que nuestras apariencias, la parte de nosotros que aparece, son tan momentáneas en comparación con otras partes, partes no vistas, de nosotros, que ocupan amplio espacio, lo no visto puede muy bien sobrevivir, ser en cierta manera recobrado, unido a esta o aquella persona, e incluso merodeando en ciertos lugares, después de la muerte. Quizá, quizá.

De Mrs. Dalloway (1925), Lumen, 1983.

domingo, 2 de octubre de 2016

El horroroso negocio narrativo del realista


Anotaciones del diario de VIRGINIA WOOLF
(Londres, Reino Unido, 1882 - Lewes, id., 1941)
                                                               
Selección
(Cortesía de Matías Rivas)

Miércoles 28 de noviembre de 1928
En cuanto a mi próximo libro, no quiero escribir sino hasta sentirlo inminente en mí: bien crecido en mi mente como una pera madura; colgando, pesada, pidiendo ser cortada antes de que caiga. Las polillas todavía me persigue, viniendo, como suele suceder, sin invitación, entre el té y la cena, mientras L. pone el gramófono. Yo borroneo una o dos páginas; y me obligo a parar. Efectivamente estoy teniendo algunos problemas. Para empezar, la fama. Con Orlando me fue muy bien. Ahora podría seguir escribiendo así. La gente dijo que era espontánea, tan natural. Y yo querría mantener esas cualidades si pudiera no perder las otras. Pero esas cualidades fueron en gran medida el resultado de ignorar las otras. Vinieron de escribir exteriormente; y si excavo, ¿no debería perderlas? ¿Y cuál es mi propia posición en cuanto a lo de adentro y lo de afuera? Pienso que una especie de tranquilidad y prisa están bien; -sí: pienso que incluso la exterioridad está bien; alguna combinación con ellas debería ser posible. Tengo la idea de que lo que quiero ahora es saturar cada átomo. Es decir, eliminar todo desperdicio, todo lo muerto y superfluo: darle todo el espacio al momento: incluya lo que incluya. Digamos que el momento es una combinación de pensamiento; sensación; la voz del mar. Desperdicio, muerte, vienen de la inclusión de cosas que no pertenecen al momento; el horroroso negocio narrativo del realista: seguir desde el almuerzo hasta la cena: esto es falso, irreal, meramente convencional. ¿Por qué introducir algo en la literatura que no sea poesía – a lo que me refiero cuando hablo de lo saturar? ¿No es ése mi rencor contra los novelistas, que no seleccionan nada? Los poetas tienen éxito porque simplifican: casi todo es dejado afuera. Yo quiero poner prácticamente todo adentro: y saturar. Eso es lo que quiero hacer con Las polillas. Debo incluir el sinsentido, los hechos, la sordidez: pero vueltos transparentes. Creo que debo leer a Ibsen y a Shakespeare y a Racine. Y voy a escribir algo acerca de ellos; ese es el mejor incentivo, siendo mi mente lo que es; así leo con furia y exactitud; de otro modo salteo y salteo; soy una lectora vaga. Aunque no: me sorprende y un poco me inquieta la implacable severidad de mi mente: que nunca pare de leer y de escribir; me hace escribir acerca de Geraldine Jewbury, acerca de Hardy, acerca de las mujeres –es demasiado profesional, ya poco y nada le queda de soñadora amateur.
***
Viernes 4 de enero de 1929
¿Es la vida muy sólida o muy cambiante ahora? Estoy perseguida por las dos contradicciones. Esto ha sido así desde siempre; va a durar para siempre; va hacia el fondo del mundo – este momento en que estoy parada. También es transitorio, evanescente, diáfano. Voy a cambiar como una nube sobre olas. Quizá ocurra que aunque cambiemos, uno después de otro, tan rápido, tan rápido, seamos sin embargo sucesivos y continuos de algún modo, nosotros los humanos, y mostremos la luz a través nuestro. Pero, ¿qué es la luz? Estoy impresionada por la transitoriedad de la vida humana hasta tal punto que suelo encontrarme despidiéndome –después de cenar con Roger por ejemplo; o considerando cuántas veces más veré a Nessa.
**
Lunes 17 de marzo de 1930
La prueba de un libro (para un escritor) es que pueda hacer un espacio en el cual, de modo más o menos natural, puedas decir lo que querés decir. Como esta mañana pude decir lo que Rhoda dijo. Esto prueba que el libro en sí mismo está vivo: porque no ha chocado contra eso que yo quería decir sino que me dejó deslizarlo sin ninguna compresión o alteración.
**
Sábado 17 de marzo de 1931
En los pocos minutos que quedan, debo dejar anotado acá, alabado sea el cielo, que llegué al final de Las olas. Escribí las palabras O Muerte hace quince minutos, habiéndome tambaleado durante las últimas diez páginas, con algunos momentos de tanta intensidad y embriaguez que parecía tropezarme de sólo seguir mi propia voz o, al menos, alguna suerte de hablante (como cuando estaba loca), lo que me asustaba un poco, recordando las voces que solían volar delante mío. De todas maneras, ya está hecho; y estuve sentada acá estos quince minutos en un estado de gloria, y calma, y con algunas lágrimas, pensando en Thoby y en si puedo escribir Julian Thoby Stephen 1881-1906 en la primera página. Supongo que no. ¡Cuán física es la sensación de triunfo y alivio! Buena o mala, está escrita; y, como efectivamente sentí al final, no está meramente terminada sino pulida en las puntas, completada, la cosa planteada –sé cuán rápida, cuán fragmentariamente; pero me refiero a que pesqué esa aleta del agua cenagosa que vi aparecer sobre los pantanos afuera de mi ventana en Rodmell cuando estaba llegando al final de Al faro.
Lo que me interesa de la última etapa es la libertad y la audacia con la que mi imaginación tomó, usó y dio vuelta todas las imágenes y símbolos que yo había preparado. Estoy segura de que ésta es la mejor manera de usarlos –no partes conformadas, como intenté al principio, sino sólo como imágenes, nunca queriendo hacerlas funcionar; sólo sugerir. Así espero haber mantenido el ruido del mar y de los pájaros, el amanecer y el jardín subconscientemente presentes, haciendo su trabajo subterráneo.

Versión de Tom Maver
de A writer’s diary, edited by Leonard Woolf, Triad Panther, 1979.
***
¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! Desde el 27 de abril hasta hoy, no he anotado una sola palabra. Y ahora escribo únicamente para tener una excusa y no copiar un par de páginas de El cuarto de Jacob. A la vuelta de Rodmell, la depresión siempre se agudiza. Quizá la fiebre persistente sea la causa de mis altibajos. Pero los diez días en Rodmell se me han pasado sin sentir. Allí se vive para el espíritu. Me deslizo con naturalidad de la escritura a la lectura, y, entre ambas, paseo, paseo a través de las altas hierbas de las praderas o las colinas. Y así, desde luego, se produce, a la vuelta de Rodmell, un vacío; y la razón del vacío se olvida, como se olvida lo que contiene el vacío.

De 
A moment’s liberty. The shorter diary
Editorial: Mondadori España, 1992.
Traducción: Justo Navarro
**
Lunes, 18 de noviembre de 1935.
Se me ha ocurrido que he llegado al más avanzado estadio de mi carrera de escritora. Veo que hay ¿cuatro? dimensiones: todas deben aparecer, en la vida humana (...) Es muy excitante avanzar así, a tientas. Nuevas combinaciones de la psicología y del cuerpo; parecido a pintar.

lunes, 5 de mayo de 2014

¡Qué mañana! –fresca como si fuesen a repartirla a unos niños en la playa

VIRGINIA WOOLF

Adeline Virginia Stephen 
(Gran Bretaña, 1882-1941)


Fragmentos del guión del film Las horas
(Stephen Daldry, 2001)
basado en La señora Dalloway
(Editorial Lumen, 1980)

Puede que tenga la primera frase... La Señora Dalloway dijo que compraría las flores ella misma.
***

La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores.
Porque Lucy ya le había hecho todo el trabajo. Las puertas serían sacadas de sus goznes; los hombres de Rumpelmayer iban a venir. Y entonces, pensó Clarissa Dalloway, ¡qué mañana! -fresca como si fuesen a repartirla a unos niños en la playa.

¡Qué maravilla! ¡Qué zambullida! Porque eso era lo que siempre había sentido cuando, con un leve chirrido de goznes, que todavía ahora seguía oyendo, había abierto de golpe las puertaventanas y se había zambullido en el aire libre de Bourton. Qué fresco, qué tranquilo, más que ahora desde luego, estaba el aire en las primeras horas de la mañana; como el aleteo de una ola, el beso de una ola, frío y cortante y sin embargo (para los dieciocho años que tenía entonces), solemne, sintiendo, como sentía allí de pie en la ventana abierta, que algo terrible estaba a punto de suceder; mientras miraba las flores, los árboles, el humo escapando entre su fronda, y a los grajos volando arriba y abajo; de pie y mirando hasta que Peter Walsh dijo: "¿Mirando a las musarañas?" -¿eso dijo?-. "Prefiero a los hombres antes que las musarañas" -¿eso dijo? Debió decirlo en el desayuno cuando ella había salido a la terraza. Peter Walsh. Volvería de la India un día de éstos, en junio o julio, había olvidado cuándo, pues sus cartas eran terriblemente pesadas; eran sus dichos lo que una recordaba; sus ojos, su cortaplumas, su sonrisa, su mal genio y, una vez que miles de cosas se habían disipado completamente -¡qué cosa tan extraña!- unos cuantos dichos como éste, sobre las musarañas (...).
**
No se puede encontrar la paz evitando la vida.
**
Aun recuerdo aquella mañana... Me desperté al amanecer, se abría ante mí un mundo de posibilidades... ¿Conoces esa sensación? Y recuerdo que me quedé pensando: Así que esto es el comienzo de la felicidad, donde empieza, y siempre habrá más. Nunca se me ocurrió que no era el comienzo, que ese, ese instante era la felicidad.
**
Richard: ¿Para quién es esa fiesta?
Clarissa: ¿Cómo para quién es… qué quieres hacer, qué estas insinuando?
Richard: No insinúo nada… Lo digo… Creo que sólo sigo vivo para satisfacerte.
Clarissa: Bueno… Eso es lo que hacemos todos. Lo hace todo el mundo… seguir vivos por los demás... organizando fiestas para así disimular el vacío.
**
Tenía mis dos hijos. Los abandoné… Es lo peor que puede hacer una madre […] Hay momentos en que estás perdida y crees que lo mejor es suicidarte… Una vez fui a un hotel. Esa misma noche tracé un plan. Planeé dejar mi familia cuando naciera mi segundo hijo. Y eso hice. Me levanté una mañana, hice el desayuno, fui a la parada del autobús y subí a él. Había dejado una nota. Conseguí un empleo en una biblioteca en Canadá. Quizá sería maravilloso decir que te arrepientes, sería fácil. ¿Pero tendría sentido? ¿Acaso puedes arrepentirte cuando no hay alternativa? No pude soportarlo y ya está. Nadie va a perdonarme. Era la muerte, yo elegí la vida.
**
 "Querido Leonard: mirar la vida de frente, siempre mirar la vida de frente, y conocerla por lo que es. Finalmente, conocerla, amarla, por lo que es. Y después, guardarla. Leonard siempre los años compartidos, siempre los años, siempre el amor, siempre las horas."
 

martes, 23 de noviembre de 2010

Una voz tratando de contestar a otra voz

VIRGINIA WOOLF
Adeline Virginia Stephen
(Gran Bretaña, 1882-1941)


Orlando
(Fragmentos)

Pero si había dormido, ¿de qué naturaleza –no podemos dejar de preguntar– son los sueños como ése? ¿Son medidas reparadoras –letargos en que los recuerdos más dolorosos, los hechos capaces de invalidar la vida para siempre, son rozados por un ala oscura que les alisa la aspereza y los dora, por feos y mezquinos que sean, con un resplandor, una incandescencia? ¿Es preciso que el dedo de la muerte se pose en el tumulto de la vida de vez en cuando para que no nos haga pedazos? ¿Estamos conformados de tal manera que no nos haga pedazos? ¿Estamos conformados de tal manera que diariamente necesitamos minúsculas dosis de muerte para ejercer el oficio de vivir? Y entonces, ¿qué raros poderes son esos que penetran nuestros más secretos caminos y cambian nuestros bienes más preciosos a despecho de nuestra voluntad?
**
Con la puerta cerrada y la seguridad de estar solo, sacaba un viejo cuaderno, cosido con una seda robada del costurero de su madre, y rotulado con letra redonda de colegial: "La Encina, Poema". Escribía en él hasta mucho después de la medianoche. Pero como por cada verso que agregaba borraba otro, el total, a fin de año, solía ser menos que al principio, y era como si, a fuerza de escribirlo, el poema se fuera convirtiendo en un poema en blanco.
**
Dio en cavilar si la Naturaleza era bella o cruel; y luego se preguntó qué era esa belleza; si estaba en las cosas mismas o sólo en ella, y así pasó al problema de la realidad, que la condujo al de la verdad, que a su vez la condujo al Amor, a la Amistad y la Poesía (como antes en la colina del roble); y que le hicieron anhelar, como nunca, una pluma y un tintero.
"¡Quién pudiera escribir!", gritaba (pues tenía el prejuicio literario de que las palabras escritas son palabras compartidas).

(...) la poesía puede corromper más seguramente que la lujuria o la pólvora.
**
Afortunadamante la diferencia de los sexos es más profunda. Los trajes no son otra cosa que símbolos de algo escondido muy adentro. Fue una transformación de la misma Orlando lo que determinó su elección del traje de mujer y sexo de mujer. Quizás al obrar así, ella sólo expresó un poco más abiertamente que lo habitual –es indiscutible que su característica primordial era la franqueza– es algo que les ocurre a muchas personas y que no manifiestan. Por diversos que sean los sexos, se confunden. No hay ser humano que no oscile de un sexo a otro, y a menudo sólo los trajes siguen siendo varones o mujeres, mientras que el sexo oculto es lo contrario del que está a la vista.
(...)
Tenía amantes de sobra; pero la vida, que al fin y al cabo no carece de toda importancia, se le escapaba.
(...)
Sólo podemos creer enteramente en lo que no podemos ver. p. 145
**
... el manuscrito de su poema "La Encina". Lo había llevado consigo tantos años, y en circunstancias tan azarosas que muchas páginas estaban manchadas, algunas rotas, y la carencia de papel entre los gitanos había forzado a aprovechar los márgenes y cruzar las líneas hasta que el manuscrito parecía un zurcido prolijo. Volvió a la primera página y leyó la fecha 1586, en la antigua letra de colegial. ¡Casi trescientos años que estaba trabajándolo! Ya era tiempo de concluirlo. p. 172
**
Porque parece –su caso era una prueba– que escribimos, no con los dedos sino con todo nuestro ser. El nervio que gobierna la pluma se enreda en cada fibra de nuestro ser, entra en el corazón, traspasa el hígado. p. 177
**
Habiendo interrogado al hombre y al pájaro y a los insectos (porque los peces, cuentan los hombres que para oírlos hablar han vivido años de años en la soledad de verdes cavernas, nunca, nunca lo dicen, y tal vez lo saben por eso mismo), habiendo interrogado a todos ellos sin volvernos más sabios sino más viejos y más fríos –porque ¿no hemos, acaso, implorado el don de aprisionar en un libro algo tan raro y tan extraño que uno estuviera listo a jurar que era el sentido de la vida?–, fuerza es retroceder y decir directamente al lector que espera todo trémulo escuchar qué cosa es la vida: ¡ay!, no lo sabemos. p. 197
**
El manuscrito, que yacía sobre su corazón, empezó a latir y a agitarse, como si fuera vivo, y (rasgo más raro e indicio de la fina simpatía que había entre los dos) a Orlando le bastó inclinarse para entender lo que decía. Quería que lo leyeran. Exigía que lo leyeran. Era capaz de morírsele sobre el pecho si no lo leían. Por primera vez en su vida, Orlando se rebeló contra la naturaleza. Había a su alrededor profusión de dogos y de cercos de rosas. Pero ni los dogos ni los cercos de rosas pueden leer. Esa lamentable imprevisión de la Providencia nunca la había impresionado. Sólo los seres humanos tienen ese don. Los seres humanos eran imprescindibles. p. 198
**
Al pensar esas cosas, el túnel infinitamente largo en que ella había estado viajando por centenares de años se ensanchó; penetró la luz; sus pensamientos se templaron misteriosamente como si un afinador le hubiera puesto la llave en el espinazo y hubiera estirado mucho sus nervios; al mismo tiempo se le aguzó el oído; percibía cada susurro y cada crujido en el cuarto, hasta que el tic tac del reloj sobre la chimenea fue como un martillazo. p. 216
**
¿Qué revelación más aterradora que la de comprender que este momento es el momento actual? La conmoción no nos destruye, porque el pasado nos ampara de un lado y el porvenir de otro. Pero no queda tiempo de meditar: Orlando estaba en retardo. p. 217
**
Sombras y perfume la envolvieron. Eliminó el presente como si fueran gotas de agua hirviendo. Ondulaba la luz como telas livinas ahuecadas por una brisa de verano. p. 217
**
Es, por cierto, innegable que los que ejercen con más éxito el arte de vivir –gente muchas veces desconocida, dicho sea de paso– se ingenian de algún modo para sincronizar los sesenta o setenta tiempos distintos que laten simultáneamante en cada organismo normal, de suerte que al dar las once todos resuenan al unísono, y el presente no es una brusca interrupción ni se hunde en el pasado. De ellos es lícito decir que viven exactamante los sesenta y ocho o setenta y dos años que les adjudica su lápida. De los demás conocemos algunos que están muertos aunque caminen entre nosotros; otros que no han nacido todavía aunque ejerzan los actos de la vida; otros que tienen cientos de años y que se creen de treinta y seis. La verdadera duración de una vida, por más cosas que diga el Diccionario Biográfico Nacional, siempre es discutible. Porque es difícil esta cuenta del tiempo: nada la desordena más fácilmente que el contacto de cualquier arte, y quizá la poesía tuvo la culpa de que Orlando perdiera su lista de compras y regresara sin las sardinas, las sales para baño o los zapatos. p. 222
**
(...) y aprovecharemos este espacio para anotar qué descorazonador es para su biógrafo que esta culminación hacia loa que tendió todo el libro, esta peroración que iba a coronar nuestro libro, nos sea arrrebatada en una carcajada casual; pero lo cierto es que al escribir sobre una mujer todo está fuera de lugar –peroraciones y culminaciones: el acento no cae donde suele caer con un hombre). p. 226
**
Orlando contempló todo esto –los árboles, los ciervos, el césped– con la mayor satisfacción, como si su espíritu fuera un líquido que fluyera alrededor de las cosas y las abarcara absolutamente. p. 228
**
(...) basta rellenar de significado la piel arrugada de lo cotidiano, para que ésta satisfaga nuestros sentidos. p. 229
**
Aquí me enterrarán, pensó, arrodillándose en el ventanal de la galería y saboreando el vino de España. Aunque no podía creerlo, el cuerpo de leopardo heráldico proyectaría charcos amarillos en el suelo, el día que la bajaran a descansar con sus mayores. Ella, que descreía de toda inmortalidad, no podía no sentir que su alma estaría siempre con los rojos en los paneles y los verdes en el diván. p. 230
**
Estimulada y animada por el presente, sentía asimismo un incomprensible temor, como si cada segundo que se infiltrara por el abierto golfo del tiempo comportase un riesgo desconocido. p. 233
**
El espectáculo era tan atroz que sintió como un vahído, pero en esa fugaz oscuridad, cuando parpadearon sus ojos, dejó de oprimirla el presente. Había algo insólito en la sombra que proyectaba el parpadear de sus ojos, algo que (como cualquiera puede comprobarlo mirando, ahora, el cielo) siempre está lejos del presente –de ahí, su terror, su indeterminado carácter–, algo que uno rehúsa fijar con un nombre y llamar belleza, porque no tiene cuerpo, es como una sombra sin sustancia, ni calidad propia, pero con el poder de transformar todo a lo que se agrega. (...) Sí, pensó, exhalando un hondo suspiro de alivio al salir de la carpintería para ascender la colina, otra vez empiezo a vivir. Estoy en la ribera del Sepertine, pensó, el barquito está remontando el arco blanco de mil muertes. Estoy a punto de comprender. p. 234
**
¿Escribir versos no era acaso un acto secreto, una voz tratando de contestar a otra voz? De modo que toda esta charla y censura y elogio y ver personas que la admiran a una y ver personas que no la admiran a una, nada tiene que ver con la cosa misma: una voz tratando de contestar a otra voz. p. 236
**
El presente se le vino encima otra vez, más suave que antes, ahora que se desvanecía la luz. (...) Ya no necesitaba desmayarse para mirar bien hondo en la oscuridad donde las cosas toman forma y para distinguir en el negro estanque a una muchacha de bombachas rusas, o a Shakespeare, o un buque de juguete en el Serpentine, y después el Océano Atlántico embraveciéndose en las altas olas contra el Cabo de Hornos. Miró en la oscuridad. p. 237
**
Todo, ahora, estaba tranquilo. p. 238
**
De Orlando. Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1995
Traducción: Jorge Luis Borges

miércoles, 25 de agosto de 2010

Escribía como una mujer...

VIRGINIA WOOLF

(Inglaterra, 1882-1941)

Fragmentos de Un cuarto propio
y de Las olas

Todo lo que puedo ofrecerles es una opinión sobre un tema menor: para escribir novelas, es necesario que una mujer cuente con dinero y con un cuarto propio; y eso, como ustedes verán, deja sin resolver el problema esencial de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la ficción.
**
… le hubiera sido imposible, del todo imposible, a una mujer escribir las obras de Shakespeare en la época de Shakespeare. Dejadme imaginar, puesto que los datos son tan difíciles de obtener, lo que hubiera ocurrido si Shakespeare hubiera tenido una hermana maravillosamente dotada, llamada Judith, pongamos. Shakespeare, él, fue sin duda –su madre era una heredera- a la escuela secundaria, donde quizá aprendió el latín- Ovidio, Virgilio y Horacio- y los elementos de la gramática y la lógica. Era, es sabido, un chico indómito que cazaba conejos en vedado, quizá mató algún ciervo, y tuvo que casarse, quizá algo más pronto de lo que hubiera decidido, con una mujer de vecindario, que le dio un hijo, un poco antes de lo debido. A raíz de esta aventura marchó a Londres a buscar fortuna. Sentía, según parece, inclinación hacia el teatro; empezó cuidando caballos en la entrada de los artistas. Encontró muy poco trabajo en teatro, tuvo éxito como actor, y vivió en el centro del universo haciendo amistad con todo el mundo, practicando su arte en las tablas y hallando incluso acceso al palacio de la reina. Entretanto, su dotadísima hermana, supongamos, se quedó en casa. Tenía el mismo espíritu de aventura, la misma imaginación, la misma ansia de ver el mundo que él. Pero no la mandaron a la escuela. No tuvo oportunidad de aprender la gramática ni la lógica, ya no digamos de leer a Horacio y a Virgilio. De vez en cuando cogía un libro, uno de su hermano quizás, y leía unas cuantas páginas. Pero entonces entraban sus padres y le decían que se zurciera las medias, o vigilara el guisado y no perdiera el tiempo con libros y papeles. Sin duda hablaban con firmeza, pero también con bondad, pues eran gente acomodada que conocía las condiciones de vida de las mujeres y querían a su hija; seguro que Judith era, en realidad, la niña de los ojos de su padre. Quizá garabateaba unas cuantas páginas a escondidas en un altillo lleno de manzanas, pero tenía buen cuidado de esconderlas o quemarlas. Pronto sin embargo, antes de que cumpliera veinte años, planeaban casarla con el hijo de un comerciante de lanas del vecindario. Gritó que esta boda le era odiosa y por este motivo su padre le pegó con severidad. Luego, paró de reñirla. Le pidió en cambio que no le hiriera, que no le avergonzara con el motivo de esta boda. Le daría un collar y unas bonitas enaguas, dijo; y había lágrimas en sus ojos. ¿Cómo podía Judith desobedecerle? ¿Cómo podía romperle el corazón?

Sólo la fuerza de su talento la obligó a ello. Hizo un paquetito con sus cosas, una noche de verano se descolgó con una cuerda por la ventana de su habitación y tomó el camino de Londres. Aún no había cumplido los diecisiete años. Los pájaros que cantaban en los setos no sentían la música más que ella. Tenía una gran facilidad el mismo talento que su hermano, para captar la musicalidad de las palabras. Igual que él sentía inclinación al teatro. Se colocó junto a la entrada de los artistas; quería actuar, dijo. Los hombres le rieron a la cara. El director- un hombre gordo con labios colgantes- soltó una risotada. Bramó algo sobre perritos que bailaban y mujeres que actuaban. Ninguna mujer, dijo, podía en modo alguno ser actriz. Insinuó… ya suponéis qué. Judith no pudo aprender el oficio de su elección. ¿Podía siquiera ir a pasear a una taberna o pasear por las calles a la medianoche? Sin embargo ardía en ella el genio del arte, un genio ávido de alimentarse con abundancia del espectáculo de la vida de los hombres y las mujeres, y del estudio de su modo de ser. Finalmente -pues era joven y se parecía curiosamente al poeta-, con los mismos ojos grises y las mismas cejas arqueadas-, finalmente Nick Greene, el actor-director, se apiadó de ella, se encontró encinta por obra de este caballero y -¿quién puede medir el calor y la violencia de un corazón apresado y embrollado en un cuerpo de mujer- se mató una noche de invierno y yace enterrada en una encrucijada, donde ahora paran los autobuses, junto a la taberna del “Elephant and Castle”.
**
"(…) Quizá esto sea cierto, quizá sea falso, -¿quién lo sabe?- pero lo que sí me pareció a mí, repasando la historia de la hermana de Shakespeare tal como me la había imaginado, definitivamente cierto, es que cualquier mujer nacida en el siglo XVI con un gran talento se hubiera vuelto loca, se hubiera suicidado o hubiera acabado sus días en alguna casa solitaria, en las afueras del pueblo, medio bruja, medio hechicera, objeto de temor y burlas."
**
“Aquí tenemos a una mujer que hacia el año 1800 escribía sin odio, sin amargura, sin miedo, sin protesta, sin predicar. “Así escribía Shakespeare”, pensé… y cuando comparan a Shakespeare con Jane Austen, quizá quieran decir que, mentalmente, ambos habían reducido a cenizas todo impedimento; por ese motivo no conocemos a Jane Austen, y tampoco a Shakespeare, y por ese motivo Jane Austen domina cada palabra que escribió, igual que Shakespeare.”
**
No podía remediarlo; la inquietud era innata en mí; me agitaba a veces hasta el dolor… Es inútil decir que a los seres humanos debe satisfacerles la tranquilidad; necesitan acción –y si no la tienen, la crean-. Hay millones de seres condenados a un destino aún más quieto que el mío, y millones en silenciosa revuelta contra su suerte.
**
Woolf se detiene a observar los edificios universitarios para varones exclusivamente y a reflexionar sobre las posibilidades dadas a las mujeres para acceder a la educación superior y así ubicarse socialmente en un mundo que por ese entonces era fundamentalmente masculino:

"Uno pensaba en todos los libros congregados ahí; en los retratos de viejos prelados y notables pendiendo en las paredes artesonadas [...] Y (perdónenme la idea) pensé también en el humo admirable y la bebida y los profundos sillones y las agradables alfombras; en la urbanidad, la dignidad, la afabilidad que son los frutos del lujo, del retiro, y de la amplitud. Indudablemente nuestras madres no nos habían suministrado nada comparable a todo eso nuestras madres que se extenuaban para juntar treinta mil libras, nuestras madres que tenían trece hijos de pastores protestantes en Saint Andrew."
**
 "Si encaramos el hecho (porque es un hecho) de que no hay brazo en que apoyarnos y de que andamos solas en el mundo de la realidad, entonces la oportunidad surgirá."
**
"El mundo no pide a las personas que escriban poemas y novelas e historias; no los precisa."
**
"A finales del siglo XVIII, se produjo un cambio que yo, si volviera a escribir la Historia, trataría más extensamente y consideraría más importante que las Cruzadas o las Guerras de las Rosas, la mujer de la clase media empezó a escribir."
**
V. W. dice de Mary Carmichael:

"Escribía como una mujer, pero como una mujer que ha olvidado que es una mujer, de modo que sus páginas estaban llenas de esta curiosa cualidad sexual que sólo se logra cuando el sexo es inconsciente de sí mismo".
**
Traductor: Jorge Luis Borges.

Editorial: Alianza editorial.
***
Las olas
(fragmento)

El sol no había nacido todavía. Hubiera sido imposible distinguir el mar del cielo, excepto por los mil pliegues ligeros de las ondas que le hacían semejarse a una tela arrugada. Poco a poco, a medida que una palidez se extendía por el cielo, una franja sombría separó en el horizonte al cielo del mar, y la inmensa tela gris se rayó con grandes líneas que se movían debajo de su superficie, siguiéndose una a otra persiguiéndose en un ritmo sin fin. Al aproximarse a la orilla, cada una de ellas adquiría forma, se hinchaba y se rompía arrojando sobre la arena un delgado velo de blanca espuma. La ola se detenía para alzarse enseguida nuevamente, suspirando como una criatura dormida cuya respiración va y viene inconscientemente. Poco a poco, la franja oscura del horizonte se aclaró: se hubiera dicho un sedimento depositado en el fondo de una vieja botella, dejando al cristal su transparencia verde. En el fondo, el cielo también se hizo translúcido, cual si el sedimento blanco se hubiera desprendido o cual si el brazo de una mujer tendida debajo del horizonte hubiera alzado una lámpara, y bandas blancas, amarillas y verdes se alargaron sobre el cielo, igual que las varillas de un abanico. Enseguida la mujer alzó más alto su lámpara y el aire pareció dividirse en fibras, desprenderse de la verde superficie en una palpitación ardiente de fibras amarillas y rojas, como los resplandores humeantes de un fuego de alegría. Poco a poco las fibras se fundieron en un solo fluido, en una sola incandescencia que levantó la pesada cobertura gris del cielo transformándola en un millón de átomos de un azul tierno. La superficie del mar fue adquiriendo gradualmente transparencia y yació ondulando y despidiendo destellos hasta que las franjas oscuras desaparecieron casi totalmente. El brazo que sostenía la lámpara se alzó todavía más, lentamente, se alzó más y más alto, hasta que una inmensa llama se hizo visible: un arco de fuego ardió en el borde del horizonte, y a su alrededor el mar ya no fue sino una sola extensión de oro. La luz golpeó sucesivamente los árboles del jardín iluminando una tras otra las hojas, que se tornaron transparentes. Un pájaro gorjeó muy alto; hubo una pausa: más abajo, otro pájaro repitió su gorjeo. El sol utilizó las paredes de la casa y se apoyó, como la punta de un abanico, sobre una persiana blanca; el dedo del sol marcó sombras azules en el arbusto junto a la ventana del dormitorio. La persiana se estremeció dulcemente. Pero todo en la casa continuó siendo vago e insustancial. Afuera, los pájaros cantaban sus vacías melodías.
**
(…) «Has estado leyendo a Byron recientemente y has subrayado los párrafos que exaltan aquellos sentimientos que se asemejan a los tuyos. Encuentro trazos del lápiz debajo de todos aquellos versos que revelan un temperamento irónico, pero apasionado; una impetuosidad semejante a la de la polilla que se lanza sin vacilar contra la dureza del vidrio. Al pasar la punta del lápiz por aquí, pensabas:

«También yo arrojo la capa así, también yo chasqueo los dedos ante el destino.» Sin embargo, Byron no preparó jamás el té como tú lo haces, llenando de tal modo la tetera que el agua se desborda cuando colocas la tapa y forma sobre tu mesa una laguna parda que corre entre tus libros y papeles. Ahora lo secas torpemente con el pañuelo que has sacado del bolsillo. Y después te vuelves a meter el pañuelo en el bolsillo. No, éste no es Byron. Este eres tú. Este es tan esencialmente tú que si algún día dentro de veinte años pienso en ti, cuando los dos seamos famosos, con gota e inaguantables, te veré en esta escena. Y si has muerto ya, lloraré.
Cierto tiempo hubo en que fuiste un joven Tolstoi. Ahora eres un joven Byron. Y quizás llegue el día en que seas un joven Meredith. Entonces visitarás París durante las vacaciones de Pascua, y volverás con una negra corbata, convertido en el discípulo de cualquier detestable francés de quien nadie ha oído hablar. Entonces romperé contigo.
“Soy una sola persona: yo. No suplanto a Catulo, a quien adoro. Soy un estudioso sumamente disciplinado, con un diccionario a un lado, y al otro una libreta en la que anoto curiosos usos del participio pasado. Pero no se puede vivir siempre dedicado a disecar con cuchillo para mejor comprender estas antiguas frases. ¿Viviré siempre así, corriendo las rojas cortinas de sarga, y viendo el libro, como un bloque de mármol, pálido a la luz de la lámpara? Sería maravilloso dedicar la vida a la perfección, seguir siempre la curva de la frase, me llevara donde me llevara, a desiertos y arenas movedizas, haciendo caso omiso de señuelos y tentaciones, ser siempre pobre e ir siempre mal vestido, parecer ridículo en Picadilly.

“Pero soy demasiado nervioso para terminar debidamente mis frases. Hablo aprisa, paseando arriba y abajo, para ocultar mi agitación. Me irritan tus pañuelos manchados de grasa. Mancharás tu ejemplar de Don Juan. No me escuchas, te dedicas a hacer frases sobre Byron. Y mientras tú gesticulas, con tu capa y tu bastón, yo intento revelarte un secreto que a nadie he comunicado todavía. Te pido (ahí en pie y dándote la espalda) que tomes mi vida en tus manos y me digas si es mi destino causar siempre repulsión a quienes amo.

“Te doy la espalda y nervioso muevo los dedos. No, ahora mis manos están en perfecta inmovilidad. Con exactitud abro un espacio en la librería y en él inserto el Don Juan. Ahí. Prefiero ser amado, prefiero ser famoso a seguir el camino de la perfección a través de las arenas. Pero ¿estoy condenado a producir asco? ¿Soy poeta? Tómalo. El deseo que llevo tras los labios, frío como el plomo, pesado como la bala, aquello con lo que apunto a las dependientas de comercio, a las mujeres, a las ficciones y a la vulgaridad de la vida (porque la amo), sale disparado hacia ti, cuando te arrojo – tómalo – mi poema.”
“Como una flecha ha salido de la estancia”, dijo Bernard. “Ha dejado aquí su poema. Oh, amistad…¡También yo pensaré flores entre las páginas de los sonetos de Shakespeare! ¡Oh, amistad, qué agudos son tus dardos! Ha dado media vuelta y me ha mirado. Me ha entregado su poema. Todas las nieblas retorciéndose se alejan de la techumbre de mi ser. Conservaré esta confianza hasta el último día de mi vida. Como una larga ola, como un avance de pesadas aguas, se ha acercado a mí, y su devastadora presencia me ha abierto de par en par, dejando al descubierto los cantos rodados de la playa de mi espíritu. Todos los parecidos han quedado unidos. “No eres Byron, eres tú. Cuán extraño es que otra persona te concentre en un solo ser".
**
“Cuán extraño es sentir cómo el hilo que de nosotros surge, se adelgaza y avanza cruzando los nebulosos espacios del mundo que entre nosotros media. Se ha ido. Aquí estoy, en pie, con su poema en la mano. Entre él y yo media el hilo. Pero ahora, qué agradable es, cuánta confianza infunde, saber que la ajena presencia ha desaparecido, que la escrutadora mirada se ha apagado, ha sido cubierta por una capucha…Con qué satisfacción cierro las ventanas y me niego a recibir otras presencias. Con qué satisfacción advierto que, de los oscuros rincones en que se refugiaron, vuelven esos desastrados huéspedes, esos parientes, a los que él con su superior poder obligó a ocultarse. Los burlones y observadores espíritus que, incluso en la crisis y la vacilación del momento, se mantuvieron vigilantes, vuelven ahora en rebaño al hogar. Con su ayuda soy Bernard, soy Byron, soy esto y lo otro. Como en anteriores tiempos oscurecen el aire y me enriquecen con sus bufonadas y sus comentarios, nublando la hermosa sencillez de mi momento de emoción. Sí, puesto que yo soy más yos de lo que Neville cree. No somos tan simples como nuestros amigos quisieran para satisfacer sus necesidades. Sin embargo, el amor es simple. (…)
**
Traducción: Andrés Bosch
Editorial Lumen
***
Foto tomada de losuciodelosangeles.blogspot.com/
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char