miércoles, 26 de diciembre de 2012

El silencio, ¿no es mucho para cada criatura?


JULIA UCEDA
(Sevilla, España, 1925)

La extraña
                 La fatiga e'sedersi senza farse notare.
                                                                                                                 Cesare Pavese: "Il vino triste".
Me levanté sin que se dieran cuenta
y salí sin hacerme notar.
Había estado todo el día
entre ellos, intentando
hacerme oír,
procurando decirles
lo que me habían encargado.
Pero el recado que me dieron
no era preciso. El humo,
la música, el ruido de las risas
y de los besos _estallaban
como las rosas en el aire_,
eran más fuertes que mi voz. Cansada
de mi trabajo inútil,
me levanté,
abrí la puerta
y salí del hermoso lugar.
Desde la calle
miré por la ventana: nadie había
advertido mi ausencia.
Caminé. Volví el rostro:
ninguno me seguía.
***
Nada se oye

                    The abandoned ruins of the dreams I left behind.
                                                     De una canción popular inglesa.

¿Estuve sola
a través de los tiempos y los grupos
dorados del otoño, a través de la sombra
del árbol en el agua
inquieta o dura, y más y más allá?

¿Fui o fuimos hablando entre la niebla
que fingía triunfantes
contornos a mi lado: un rostro puro
muy extraño en su noche, con los signos
de un idioma remoto en su frente, en su boca?

¿Yo les hablaba a la niebla y a la sombra
o es que alguien me oía?

¿Oía alguien?

La respuesta, ¿era una voz o el viento?
Era una voz ¿o el agua
salvaje de ese río cruel y poderoso
que el amor no conoce?

Nada se oye.
En la casa vacía, las preguntas -los pájaros-
se estrellan, silenciosas, contra el muro
y una muy tierna gota de sangre sustituye
a la huella del ala en el cemento.
Un instante fue el roce y destruidas
una a una se ocultan.

El silencio, ¿no es mucho para cada criatura?
La eternidad es sólo un peligro invisible
porque las roncas voces de la montaña claman
por los cuerpos perdidos que hablaron a las sombras.

Nada se oye.
Pero entonces, ¿me oía?

El silencio es como una eternidad sin fondo,
sin principio: una espalda
a la vida, a los hombres.

Para después no quiero contestación ninguna.
Es aquí donde tuve la urgencia de saberlo.

Oh sí, ya nada se oye.

Pero entonces, ¿me oía?
***
Decía hielo

¿Qué dijo?
¿Qué decía? Palabras, eso sí,
palabras eran, pero ¿qué palabras?
Caían sobre una mesa. Y había luz.
Una luz muy oscura.
Ahora las manos se agrietaron
buscando los sonidos, revolviendo
agujeros, bolsillos falsos, nidos
abandonados, hojitas de musgo
y hojas secas: todo lo quieto. Sacude
los recursos para encubrir, por si cayeran,
las palabras, al suelo, con un sonido comprensible.

                                                        Pregunta
a los árboles del más allá, de vez en cuando,
si se acuerda, al llanto de los helechos y a la nuez
en que la luz, copo de fe, se encierra.
                                                               Porque asegura
que las oyó y eran como rastrojos, nudos
de alambre, manzanas podridas y un rostro
volcando todo eso, echando todo eso, tan frío,
en la nuca inocente. Y helaba la dulzura.
¿Dónde se han escondido? ¿Desde dónde
la miran, las palabras, agazapadas, riéndose
de que no las encuentre, tan torpe?
Que se muera buscándolas, dirán.
Tal vez al otro lado...

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char